Me hice la férrea promesa que estas vacaciones de Semana Santa en Margarita serían de recogimiento espiritual, compartir en familia en comunión con la naturaleza. Cero banalidades consumistas. Durante tres largos días no fui a Sambil, ni al nuevo centro comercial La Vela, ni a la avenida 4 de Mayo, ni siquiera a Conejero, y cuando los vendedores que recorren las playas de la isla pasaban por mi lado exhibiendo su atractiva artesanía, en firme voto de sacrificio, miraba para el horizonte donde el mar se confunde con el cielo: “ummm”.
Bastó que mi cuñada llamara para decirme que el sobrino perdió su crucecita de madera que le trajeron de Margarita, que si le podía traer una nueva, para dejar de lado tanta abstinencia, y durante el resto de las vacaciones revisé la oferta artesanal de todo orfebre que me cruzó por delante, que se pueden contar por decenas, no sólo de vendedores margariteños sino de toda América Latina
Las perlas no pasan de moda en Margarita, tampoco los dientes de tiburón, vi collares de coral , gran variedad de pulseras tejidas, zarcillos de estrellas de mar, de insectos y de frutas hechos de pedrería, medallas de nácar de la virgen del Valle, hojas de marihuana inoxidables, y hasta pruebas de inteligencia, pero en Semana Santa 2010 el calvario no estaba In: la crucecita de madera brillaba por su ausencia; aunque ofrecían cruces de cáscara de coco asidas a rosarios multicolor.
Estaba a punto de darme por vencida, cuando vi de lejos a un vendedor de tez rosada cual jamón de pierna, pecoso, de brillante melena roja, edad indefinida, quizás el intenso sol del mediodía combinado con un par de cervezas tendría efectos alucinatorios, pero habría jurado que era el mismo Will Robinson de la serie Perdidos en el Espacio de los años 60, que adulto, hastiado de aventuras intergalácticas, aterrizó en Playa El Agua, porque como dice la canción: “en el mar, la vida es más sabrosa”.
Le hice una seña para que se acercara, el pelirrojo se sorprendió, como si estuviera acostumbrado a ser él quien ofrece su mercancía. Cuando inocente de mí se me ocurrió preguntarle si no vendía crucecitas de madera, su tez rosada subió varios tonos a rojo indignación, y no sé si en brasilero o en español machacado, contestó furioso:
“¡Cruxeicita de madera! Eu sou artista, sou artesano”.
Apostando que si se quitaba la gorra negra seguro que la faltaba una oreja, caí en cuenta de mi error, ningún Will Robinson, a quien tenía enfrente era a la reencarnación de Vincent Van Gogh, el artista incomprendido en su época que en vida no vendió sino un cuadro. El iracundo artesano brasilero pasó como diez minutos despotricando con su obra clavada en la arena: un tablón lleno de zarcillos tallados de flores. Decía que tras recorrer varias playas en Venezuela, de Morrocoy a Puy Puy, en ningún lado le fue tan mal como en Margarita. No entendí la mitad de lo que habló, sólo que juró: “nunca mais volver”.
Evité caer en polémicas, le dije algo zen estilo Lost: “si no quieres a la isla, la isla tampoco te querrá”. Se marchó refunfuñando con su artesanía a cuestas, no parecía percatarse de que era uno más de tantos orfebres compitiendo en un reñido mercado vacacional.
Por fin le conseguí la crucecita a mi sobrino la última tarde en Playa Guacuco. El muchacho que me la vendió al recibir los 20 bolívares besó su medalla de la Virgen del Valle: “Es la primera venta del día”.
Artículo publicado en El Nacional el sábado 17 de abril de 2010, ilustración para Evitando Intensidades de Rogelio Chovet.
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