jueves, 25 de septiembre de 2008

El cloncito de Ted Williams



Señores de Televen: les escribe una mujer desesperada rogándoles, implorándoles, suplicándoles que cambien el horario de la telenovela El clon de las nueve de la noche por el de las tres de la tarde para que mi marido no la pueda ver, porque está a punto de perder la razón a causa de esta serie brasileña. Quizá debí haberle hecho caso a mi madre cuando me decía que no dejara a mi familia ver telenovelas porque envenenan la mente, pero son la perfecta catarsis al día a día de esta inquietante revolución bolivariana.

No es la primera vez que nuestra familia se vuelve adicta a una telenovela, primero lo hicimos con Mis tres hermanas que pasaban en RCTV y después nos pegamos a La Guerra de las Mujeres en Venevisión; y aparte de uno que otro suspiro de mi marido por la belleza de las protagonistas, los culebrones cumplían su función de abandonarnos a los tentáculos románticos de la trama. Pero tuvieron que salir los brasileños, con ese afán de innovar el lenguaje de la telenovela, y no se les ocurrió mejor idea que escribir una historia en la que se entrelazan dos grandes temas: la clonación humana y el mundo islámico. Y yo dándomelas de culta en vez de ver Juana la Virgen o Las González, decidí enchufarme a El clon.
Lo admito, no toda la culpa es de ustedes, tengo un marido fanático del beisbol que desde que supo que iba a ser padre de un varón no ha hecho sino soñar con verlo jugar en la gran carpa, y los dos primeros años de vida del pequeño Ozzie parecían pronosticar que el sueño de mi marido se haría realidad, pero después del Mundial Corea-Japón nuestro niño no quiere saber nada del bate y la pelota y sólo acepta jugar con el balón. Si le preguntan cómo se llama en vez de contestar orgulloso: "Ozzie" como el legendario campo corto de los gloriosos Tiburones de La Guaira, contesta: "Olivecan" como el arquero alemán.

Su padre no se logra recuperar de semejante decepción porque él sólo sabe de fútbol cada cuatro años cuando se celebra el Mundial. El pequeño Ozzie todavía no tiene tres años y la brecha generacional ya está zanjada.
Por eso mi marido hasta hace algunas semanas andaba cabizbajo, yo trataba de consolarlo: "Ya se le pasará, no te deprimas, y no veas tanto Globovisión que te pones muy nervioso, vamos a ver esta novela brasileña que dicen que es muy buena".

¿Cómo podía imaginarme que la vida iba a superar a la ficción cuando en algún lugar recóndito de Estados Unidos, un hijo, en lugar de llorar la muerte de su padre, se robó su cadáver para criogenizarlo y vender el ADN? Este morboso problema doméstico no habría afectado a nuestra familia de no ser porque el cadáver robado se trata de Ted Williams... y porque paralelamente estábamos viendo El clon.
A lo mejor yo también tengo la culpa, no sólo interesé al fanático de mi marido en genética telenovelera, sino que también lo puse a remover estadísticas al preguntarle quién era Ted Williams la noche del 5 de julio cuando llegó conmocionado anunciándome su muerte: "¡Por eso es que el niño prefiere el fútbol! ¡Tus genes beisbolisticos son muy débiles!".

Sí, lo confieso, mi cultura grandes ligas se remite de David Concepción para acá, por eso yo ni idea de quién era Ted Williams y mi marido me lo tuvo que explicar: "¡Una leyenda! ¡Una gloria del beisbol! A la altura de Babe Ruth y Hank Aaron, y cuidado si no más grande. Uno de los mejores bateadores de la historia: su promedio de vida fue ..344, y en la temporada de 1941 logró superar la marca de .400. Se retiró del beisbol en 1960 a los 42 años y en su último turno al bate la sacó del Fenway Park, su jonrón 521. ¡Y tú todavía preguntas quién era Ted Williams!".

La cosa habría quedado ahí de no haber sido porque Bobby Jo Williams, hija mayor de la leyenda, desistió del pleito judicial en el que se había enfrascado con su medio hermano John Henry para recuperar el cuerpo de su padre, incinerarlo como éste lo especificó en su testamento y esparcir sus cenizas sobre el mar.

John Henry ahora sólo espera con el valioso cadáver congelado en Arizona a que en Estados Unidos se levante el veto a la clonación humana para vender su ADN. Y ustedes, señores de Televen, con esa telenovela sobre una exitosa clonación, metiéndole ideas en la cabeza al fanático de mi marido de tal forma que ha decidido anotarse en la lista de espera para ser padre putativo de un cloncito de Ted Williams, y con el mayor descaro me confesó: "Tengo que buscar una segunda esposa. La madre de mi pequeño Teddy no debe superar los treinta años para asegurar el éxito de la clonación. No te acongojes gacela, que tú seguirás siendo la primera esposa". Gracias a El clon mi marido descubrió que al otro lado del mundo, los hombres de una civilización sabia y milenaria tienen como sana costumbre tener varias esposas.
La segunda esposa de mi marido debe traer consigo una buena dote para poder pagar el pedacito de célula jonronera, él lo tiene todo calculado: "Buscaré a una joven visionaria que aporte su óvulo, su vientre y el capital, y yo aporto el know-how para que el cloncito logre alcanzar su potencial pelotero".

Todas las noches, después de ver El clon, mi marido sale rumbo a bares y discotecas buscando alguna adinerada chica que se quiera sumar a su aventura. Mi cuñada Elisa, hermana menor del moderno Frankestein, me llamó desesperada: "¡Qué vergüenza! Amarra a tu loco que todas mis amigas han sido víctimas de sus proposiciones descabelladas".

Y créanme que he hecho lo posible por alejarlo del culebrón genético, hasta puse en su mesa de noche una copia de Un Mundo Feliz de Aldous Huxley, clásico de la literatura sobre los horrores de un futuro en el que la industria suplanta al sexo como método de reproducción, pero todo ha sido inútil, el fanático de mi marido sigue pegado a El clon porque está decidido a criar un Ted Williams. Por eso señores de Televen, les ruego, les imploro, les suplico que tomen cartas en el asunto antes de que me convierta en la madrastra del clon.

Publicado en El Nacional el 27 de octubre de 2002. Ilustración para Nojile de Rogelio Chovet.

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