Un lunes Milagros Socorro me llamó para avisar que la colección de Memoria y Periodismo de la Fundación Polar, en la que tuve el honor de participar, se ganó dos premios al libro del Cenal. Quería hablar conmigo en su programa en Ateneo 100.7 FM. Traté de negarme, le tengo terror a un micrófono. Pero a Milagros no hay quien le diga que no, me esperaba en la estación antes de las 10.
Para inyectarme confianza me puse mi camisa roja, la que uso cuando salgo vestida para matar (en sentido figurado, claro está), y habría sido puntual de no ser porque en la entrada del estacionamiento del Teatro Teresa Carreño, fui abordada por cuatro efectivos de la Guardia Nacional:
- Cédula. Bájese del automóvil. Abra la maleta del carro. Abra la cartera.
En ese momento sonó mi celular. Era mi marido. Tras quince años de matrimonio, todavía me hago la interesante:
- Ahora no te puedo atender, gordo, me está requisando la Guardia Nacional.
Los soldados revisaron el carro desde debajo de las alfombras hasta el caucho de repuesto, sin olvidar entre los asientos y la guantera; más allá de un recibo de supermercados Mi Negocio, dos carritos Hot Wheels y un cassette de Police, no encontraron nada reprochable y me dejaron pasar.
El estacionamiento estaba vacío, pero al salir a la calle me topé con decenas de autobuses de los cuales se bajaban hombres, mujeres y niños uniformados con franelas de la Misión Robinson. Tenían el rostro indiscutible del éxtasis: el presidente Chávez estaría en breve en la sala Ryos Reyna. Gracias a mi camisa Banana Republic roja, me confundí con la multitud y pude llegar puntual a la cita. Milagros tardó un poco. El Metro otra vez. Mientras la esperaba una muchacha me contó que corrí con suerte: cuando el Presidente va al “Teresa”, pocos tienen el privilegio de usar el estacionamiento del complejo cultural. La camisa roja fue el salvoconducto.
Cuando regresé al TTC media hora después, me costó recuperar el carro: en casi todos los accesos al estacionamiento había un soldado con fusil obstruyendo el paso. La única vía posible fue mezclarme con la marea roja en el lobby del teatro. Aproveché para hacer shopping revolucionario curucuteando tablones que ofrecían afiches del presidente Chávez y de Danilo Anderson, franelas ñángaras, boinas rojas, chapas del Che, banderitas entrelazadas de Cuba-Venezuela y discos piratas de La Nueva Trova Cubana y Alí Primera.
Andaba con recelo, cómo ocultar este tumbao de sifrina tropical que algunos identifican con el antichavismo. Pero nadie me miró raro o cuestionó mi falta de talante revolucionario. Y me sentí feliz, con la felicidad fugaz de soñar que quizás exageran quienes hablan de segregaciones políticas. Que Venezuela en verdad puede ser de todos.
“¡Ponte a creer!” me dijo mi hermano Luis, quien a pesar de ser medio Ni-Ni(le fastidian los talibanismos de ambos lados) tuvo un encontronazo con las fuerzas del orden que lo ha hecho considerar irse definitivamente del país.
Luis vivía en los Estados Unidos desde aquellos años en que los venezolanos nos jactábamos de no emigrar, volvió a Caracas en pleno proceso revolucionario pensando que si él no se metía con la política, la política no se metería con él. Hace algunos días, estaba cruzando una calle en El Rosal cuando fue interceptado por un carro del cual se bajaron cuatro hombres, quienes mostrándole sus armas y unas supuestas placas de la DISIP, lo sometieron: “¡Gringo, contra la pared!”. Mi hermano trató de explicarles que nació en el Centro Médico, hijo, nieto y bisnieto de venezolanos. Pero siguieron cuestionándolo sobre su presencia en Venezuela: el Presidente advirtió en cadena nacional que estamos infiltrados por la CIA y esa cédula de la República Bolivariana que mostró, seguro era tan falsa como un billete de a siete. Al final lo dejaron ir, el acento caraqueño es inapelable, aunque no sin antes advertirle: “Mucho cuidado”.
Y yo que no fui maltratada ese lunes rojo, después de comprar un CD de Silvio Rodríguez, el del hombre se hizo siempre de todo material, de vías señoriales y barrio marginal... tras ser escoltada al carro por un guardia empuñando un fusil, no pude dejar de recordar los días en los que en el Teatro Teresa Carreño se le rendía culto a la música y a las artes escénicas. Tan distinto a este templo proselitista en el que una camisa roja es la única entrada válida.
Para inyectarme confianza me puse mi camisa roja, la que uso cuando salgo vestida para matar (en sentido figurado, claro está), y habría sido puntual de no ser porque en la entrada del estacionamiento del Teatro Teresa Carreño, fui abordada por cuatro efectivos de la Guardia Nacional:
- Cédula. Bájese del automóvil. Abra la maleta del carro. Abra la cartera.
En ese momento sonó mi celular. Era mi marido. Tras quince años de matrimonio, todavía me hago la interesante:
- Ahora no te puedo atender, gordo, me está requisando la Guardia Nacional.
Los soldados revisaron el carro desde debajo de las alfombras hasta el caucho de repuesto, sin olvidar entre los asientos y la guantera; más allá de un recibo de supermercados Mi Negocio, dos carritos Hot Wheels y un cassette de Police, no encontraron nada reprochable y me dejaron pasar.
El estacionamiento estaba vacío, pero al salir a la calle me topé con decenas de autobuses de los cuales se bajaban hombres, mujeres y niños uniformados con franelas de la Misión Robinson. Tenían el rostro indiscutible del éxtasis: el presidente Chávez estaría en breve en la sala Ryos Reyna. Gracias a mi camisa Banana Republic roja, me confundí con la multitud y pude llegar puntual a la cita. Milagros tardó un poco. El Metro otra vez. Mientras la esperaba una muchacha me contó que corrí con suerte: cuando el Presidente va al “Teresa”, pocos tienen el privilegio de usar el estacionamiento del complejo cultural. La camisa roja fue el salvoconducto.
Cuando regresé al TTC media hora después, me costó recuperar el carro: en casi todos los accesos al estacionamiento había un soldado con fusil obstruyendo el paso. La única vía posible fue mezclarme con la marea roja en el lobby del teatro. Aproveché para hacer shopping revolucionario curucuteando tablones que ofrecían afiches del presidente Chávez y de Danilo Anderson, franelas ñángaras, boinas rojas, chapas del Che, banderitas entrelazadas de Cuba-Venezuela y discos piratas de La Nueva Trova Cubana y Alí Primera.
Andaba con recelo, cómo ocultar este tumbao de sifrina tropical que algunos identifican con el antichavismo. Pero nadie me miró raro o cuestionó mi falta de talante revolucionario. Y me sentí feliz, con la felicidad fugaz de soñar que quizás exageran quienes hablan de segregaciones políticas. Que Venezuela en verdad puede ser de todos.
“¡Ponte a creer!” me dijo mi hermano Luis, quien a pesar de ser medio Ni-Ni(le fastidian los talibanismos de ambos lados) tuvo un encontronazo con las fuerzas del orden que lo ha hecho considerar irse definitivamente del país.
Luis vivía en los Estados Unidos desde aquellos años en que los venezolanos nos jactábamos de no emigrar, volvió a Caracas en pleno proceso revolucionario pensando que si él no se metía con la política, la política no se metería con él. Hace algunos días, estaba cruzando una calle en El Rosal cuando fue interceptado por un carro del cual se bajaron cuatro hombres, quienes mostrándole sus armas y unas supuestas placas de la DISIP, lo sometieron: “¡Gringo, contra la pared!”. Mi hermano trató de explicarles que nació en el Centro Médico, hijo, nieto y bisnieto de venezolanos. Pero siguieron cuestionándolo sobre su presencia en Venezuela: el Presidente advirtió en cadena nacional que estamos infiltrados por la CIA y esa cédula de la República Bolivariana que mostró, seguro era tan falsa como un billete de a siete. Al final lo dejaron ir, el acento caraqueño es inapelable, aunque no sin antes advertirle: “Mucho cuidado”.
Y yo que no fui maltratada ese lunes rojo, después de comprar un CD de Silvio Rodríguez, el del hombre se hizo siempre de todo material, de vías señoriales y barrio marginal... tras ser escoltada al carro por un guardia empuñando un fusil, no pude dejar de recordar los días en los que en el Teatro Teresa Carreño se le rendía culto a la música y a las artes escénicas. Tan distinto a este templo proselitista en el que una camisa roja es la única entrada válida.
Publicado en el diario El Nacional, el sábado 21 de abril de 2005, ilustración para Nojile: Rogelio Chovet, desde entonces mi hermano regresó a vivir a los Estados Unidos y el que era el edificio del Ateneo también se pintó de rojo.
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