viernes, 29 de octubre de 2010

La gran ola


Se los juro, de haber sabido que las cosas iban a ser así, no habría regresado a pasar las vacaciones en Margarita. Después de la fiebre de surf decembrina que le entró al fanático de mi marido que nos costó las prestaciones del año pasado en tabla, lycras y otros accesorios surfistas, además de arderse la cara, rasparse las piernas y tragar más agua salada que el pequeño Ozzie jugando en la orilla del mar, mi surfista cuarentón decidió que ya estaba viejo para la gracia y le vendió a su sobrino a dólar a 4.30 lo que a él le costó un dineral.
Por eso regresamos en agosto a nuestra tranquila cotidianeidad vacacional, aunque el calor y la humedad que se sentían en el ambiente de la isla presagiaban que una tormenta estaba por desatarse. La tarde anterior una extraña bruma cubría el cielo, la señora que vende empanadas y el señor que vende los pareos nos previnieron que tuviéramos mucho cuidado con los niños porque el mar estaba más bravo que de costumbre: “Dicen que viene una ola gigante”.
No les hicimos mucho caso, supersticiones, pensamos, además, no teníamos de qué preocuparnos, de nuestra familia nadie estaba dentro del mar: las niñas, cansadas de ser arrastradas por la corriente, se habían ido a bañar a la piscina del condominio con unas amigas, el Pequeño Ozzie y su papá estaban concentrados haciendo un hueco en la arena que los conduciría a Turner Field Stadium, y yo estaba enfrascada en la lectura de la novela El Complot de Israel Centeno.
Al cabo de unas horas, cuando ya el hueco llegaba casi hasta Cabo Cañaveral y en la novela se desarrollaba una bacanal de padre y señor mío en un pequeño pueblo de la costa oriental, el calor era tan grande que me provocó un coco frío y cual pareja de recién casados, tomados de la mano de nuestro pequeño hijo, mi marido y yo salimos dispuestos a recorrer media playa con tal de satisfacer mi antojo.
Llegamos al Quiosco de Manuel quien no sólo vende cocos, también prepara delicias del mar en su pequeño restaurante a orillas de la playa, por eso después de abrirle un hueco al coco se fue atender al resto de su clientela.
A pesar de que el coco tenía bastante agua, me la tomé en cuestión de segundos y mientras el fanático de mi marido se terminaba una cerveza bien fría y el Pequeño Ozzie espantaba las abejitas que se querían tomar su colita, yo trataba de pescar la carne del coco con un pitillo.
“Permíteme”- me quitó el coco de la manos el galán de mi marido mientras tomaba un machete para partirlo en dos, pero el machete se quedó atravesado en la dura fruta y a pesar de sus valientes esfuerzos, nada que se abría.
“Permítame”- lo empujó una dulce muchacha margariteña arrebatándole el arma de las manos y de un certero machetazo partió el coco en dos.
El regreso no fue tan idílico: con el pequeño Ozzie llorando para que lo cargaran, el fanático de mi marido refunfuñando por su orgullo herido y los ataques de risa que yo no lograba controlar. Menos mal que en el camino nos encontramos con nuestro amigo Alberto y sus cuñados, quienes entusiasmados organizaban un grupo para ir a una pista de karting en Porlamar. Mi marido se anotó en esta aventura automovilística con la esperanza de levantar ante su cínica mujer su imagen golpeada por el incidente del coco y la desazón de su breve pasantía por el surf. Yo preferí quedarme en casa con los niños:
“Mejor así”- se despidió el muy machista- “La velocidad no es cosa de mujeres”.
Y partió en la oscuridad de la noche en una caravana masculina. Sospechosa de que su verdadero destino no fuera el anunciado, llamé a Mary, la esposa de Alberto, quien me tranquilizó: su hija Isabela iba con ellos.
Esa noche el fanático de mi marido llegó tarde pero me despertó emocionado: “Quedé primero en mi categoría”.
Menos mal, pensé, así podremos pasar el resto de las vacaciones en paz. Al día siguiente costó llevarlo para la playa: “¿Por qué no descansamos hoy del sol?”, sólo la insistencia de las niñitas que no querían perder otro día más de mar, logró que papá se decidiera a armar la cava y bajar a la playa.
 Alberto y su combo habían acampado cerca de la taguara de Manuel. Mi marido trató de evitarlos pero ellos al verlo lo llamaron: “¡Niki Lauda, ven para acá!”. Había suficiente espacio para poner nuestro paraguas, acomodar la cava y las sillas, y como el día estaba nublado, el techito de Manuel nos brindaría protección en caso de lluvia.
Confieso que me extrañó que el grupo de amigos se resistiera a hablar de la noche anterior, solo confirmaron que mi marido era el primero de su categoría. Cuando pesadas gotas comenzaron a caer con una violencia inusual, aparecieron los sobrinos adolescentes de Alberto quienes ante la amenaza de rayos, dejaron de surfear.
Todos corrimos como pudimos a guarecernos donde Manuel. Titiritando de frío, envueltos en paños mojados, no se me ocurrió mejor idea que insistir sobre la noche anterior. Los muchachos, con desparpajo y arrogancia comenzaron a burlarse de los “camastrones” que no eran otros que sus padres, sus tíos y mi pobre marido.
Traté de defenderlo lo mejor que pude:
 "¿De qué se burlan? Si él fue el primero en su categoría".
 “¿¿¿Primero en su categoría??? ¡¡¡Ja, ja,ja!!!”
La risa de los muchachos era tan fuerte que logró opacar los truenos. Isabela, con la seriedad de sus doce años, fue la única que se dignó a explicarme:
“Llegó octavo entre los doce corredores. Primero entre los viejucos”.
 “¡¡¡Primero entre los viejucos!!! ¡¡¡Ja, ja, ja!!!”
 Y se habrían seguido burlando de no ser porque el viento empezó a soplar de manera inusual mientras a lo lejos, en el horizonte, vimos como se formaba la gran ola que estaban esperando los margariteños. Más de treinta metros de fuerza y de espuma a punto de estallar y el fanático de mi marido, como una fiera herida, impulsivamente tomó la tabla de surf de uno de los muchachos y corrió a enfrentársele.
Traté de detenerlo, de verdad que traté, pero fue inútil, corrió hasta sumergirse en el mar al encuentro de su destino, y los zagaletones, que hacía tan solo unos segundos se estaban burlando despiadadamente de él, lo miraban con admiración mientras cabalgaba la gigantesca ola gritando: “¡Adriana, lo logreeé!”.

Artículo publicado hace como 8 años en la sección Juego de Palabras de El Nacional

1 comentario:

Marìa Teresa Fuenmayor Tovar dijo...

Bueno, bueno, buenísimo. Jajaja, lo disruté.La felicito por suestilo incisivo, irónico...graciosísimo...muy bueno.