En julio tuve la oportunidad de recorrer tres ciudades en la costa este de los Estados Unidos, actuando de socióloga improvisada me llamó la atención cómo la mendicidad en puntos tan cercanos puede tener características tan distintas. Por ejemplo Portland, en el estado Maine, es una ciudad costera que en verano se llena de turistas comiendo sándwiches de langosta y visitando los faros inmortalizados por el artista Edward Hopper. Me llamó la atención de esta hermosa ciudad que está llena de hippies viejos, como sobrevivientes de la calle Ashbury Height en el San Francisco de los años 60, hombres y mujeres de melenas blancas que se le acercan confianzudos a los turistas preguntándoles si tendrán un dólar de más, y si no, “no hay rollo, man”.
A menos de dos horas en carro de Portland está Boston, capital del estado Massachusetts, cuya población sobrepasa 600 mil habitantes, 10 veces más que Portland que no llega a 70 mil. Paseando por la histórica zona de Copley Square en cada cuadra hay por lo menos dos mendigos extendiendo un vaso de plástico esperando un dólar de algún turista, de un indiferente ejecutivo, de un estudiante en curso de verano. Su actitud difiere del hippie viejo de Portland, los que extienden un vaso en Boston lo hacen con mirada desafiante como exigiendo a quienes la vida ha tratado mejor: “No sean miserables”.
En una ciudad de más de 8 millones de habitantes como lo es Nueva York el martilleo está en cada esquina, desde quienes lo han perdido todo por la actual crisis económica, hasta los indigentes que viven en las calles tras enfermedades psíquicas o alguna adicción; hombres y mujeres de todas las edades y colores, hay quienes parecen salidos de las clases de actuación de la Academia Lee Strasberg emulando a Arturo de Córdova en “Que Dios se lo pague”, otros se les siente la necesidad real del hambre y la miseria.
Lo que no ví ni en Portland, ni en Boston, ni en Nueva York, fueron niños mendigos, de regreso en Caracas veo con tristeza tantos chamos deambulando por los semáforos, van de carro en carro tocando vidrios con sus manitos sucias. Muy pocos les abren la ventana, a los caraqueños el miedo a ser robados nos mata la ternura, a cada rato se lee en la prensa sobre niños de 12 años que forman parte de bandas delictivas.
La mendicidad infantil en Venezuela no es nueva, cómo olvidar que hace más de 11 años, cuando el presidente Chávez llegó al poder, juró renunciar a su cargo si en dos años quedaba aunque fuera un niño en la calle. Y en la calle siguen desprotegidos tantos niños. El Presidente en una de sus recientes alocuciones se atrevió a jactarse de lo contrario, pero qué va a saber quien ya no sale sino con varios anillos de seguridad y sólo oye lo que quiere que le digan.
Venzo el miedo, abro el vidrio y le doy unas monedas al muchachito con ojos de venado que hacía malabarismo con dos limones en medio del tráfico. Da las gracias con una sonrisa seria, cuenta las monedas antes de guardarlas en su bolsillo. Quién sabe qué hará con ellas, si acaso serán para comer, para ayudar a su familia, si se las quitará un chulo, o si las usará para comprar drogas.
Qué triste vivir en una ciudad donde la mendicidad tiene cara de Panchito Mandefúa. Bien lo dijo el doctor Luis Razetti en 1920: “Caracas no ha sabido extender sus brazos de piedra para proteger a sus niños…”. Lástima que 90 años después, sus palabras sigan vigentes.
Artículo publicado en El Nacional el sábado 2 de octubre de 2010, toma prestado de la pasada intensidad: "May god pay you back"
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