jueves, 29 de septiembre de 2011

El pequeño Darth



Cuando lo vi llegar supe que no debí dejarlo solo con sus hermanas. El pequeño Ozzie apenas tiene cinco años, una esponja para absorber todo tipo de influencias perniciosas. No velar por él en una de las piñatas anuales que realiza la tía Paulina para celebrar la visita de sus nietos franceses, más que una imprudencia, era una temeridad. Pero después de un mes de vacaciones escolares, una tarde libre de niños me caía de perlas. Y aunque a mi instinto maternal le sonaba una inquietante alarma, vestí a mis tres muchachitos para que no deslucieran, los monté en el carro y a las cuatro de la tarde los dejé bajo un arco de globos negros y blancos, rogándoles:
-  Pórtense bien, saluden, cuando se despidan den las gracias, y no le quiten el ojo de encima a su hermano.
Evocando aquella tarde en perspectiva, nunca imaginé que las ocurrencias de la tía Paulina tuvieran un brazo de tan largo alcance. ¿Por qué mi tía no puede ser como el resto de las abuelas modernas que le celebran a sus nietos piñatas con colchones, payasitas y carritos de perros calientes? ¿De dónde habrá sacado teorías subversivas como regresar a la sencillez de las piñatas tradicionales con merienda y cotillón hechos en casa? Sobre todo, ¡oh Zeus!, ¿quién le habrá metido en la cabeza eso de dejar volar la imaginación infantil? 
Y si suspiran nostálgicos dándole a mi excéntrica tía la razón, es porque no mandaron a un tierno niño a una piñata, recibiendo tres horas después a un enano sucio con voz ronca, respiración entrecortada y una bolsa negra de basura fungiendo de capa, clamando con una vara agarrada firmemente con las dos manos:
- No soy Ozzie, soy Darth Vader.  
 ¡Nooo! Mi dulce criatura se contagió esa tarde azul de agosto de la fiebre  de La Guerra de la Galaxias y optó por el lado oscuro de la fuerza.
Llamadme ingenua, ignorante, optimista, pero hasta entonces pensé que mi familia era inmune a semejante mal. Confiaba que tal aberración intergaláctica debía ser  genética o hereditaria, hasta ahora mis hijas mayores habían sido indiferentes a las aventuras de  la familia Skywalker. No tenían de dónde heredarlo, su padre tiró la toalla hace 28 años con la primera  película:
Demasiado  enredada.
Y aunque yo traté de ser consecuente con la saga de ciencia ficción, me perdí la última entrega: La venganza del Sith, porque duró poco en cartelera nacional. Por eso pensé que esta fiebre galáctica era un fenómeno geopolítico: en Venezuela la serie de George Lucas nunca tuvo el éxito de los Estados Unidos donde sus fans hacían días de cola vestidos de personajes de cualquiera de las dos trilogías para asistir al estreno.  
Así que cada vez que el pequeño Darth le daba con la vara a una de sus hermanas como si fuera un potente halo de luz roja, les pedía paciencia, esta extraña afección pronto se le pasaría. Pero cuando pasaron los días y el pequeño Darth no se quitaba su capa negra ni para dormir, decidí tomar  cartas en el asunto, cortar el problema  de raíz, y fui a video Color Yamín a alquilar la primera de las trilogías. 
Compréndame, estaba desesperada, pensé que una sobre dosis de batallas galácticas en pantalla chica harían que el niño se fastidiara de defender el Imperio. Recordé que mi primer acercamiento con la trilogía de Lucas, aunque memorable, no fue afortunado, y si lo recuerdo como si hubiera sido ayer no es por los efectos especiales, ni por el debut como galán de Harrison Ford, sino porque con La Guerra de las Galaxias entró la tecnología en mi vida.

                                                            II

Debió ser el año 1977,  todavía no había cumplido catorce años aquel  atardecer en el que papá apareció en casa acompañado de un joven flacuchento llamado Jorge cargando entre los dos una gran caja. Papá esperó a que estuviera toda la familia reunida para anunciar:
   - Esto es un Betamax. De ahora en adelante se acabaron las novelas y las comiquitas en esta casa. Aquí sólo se verán estrenos.
Celebramos entusiastas como se celebran las sorpresas, aunque mamá, mis tres hermanos y yo no comprendíamos muy bien las virtudes del aparato ese. Y mientras Jorge se sumergía en un nudo de cables para conectar el Betamax al televisor, en nuestro estudio iban apareciendo familiares, amigos y vecinos avisados que en casa de los Villanueva llegó el progreso.
Quizás tanta alharaca por un video reproductor hoy suene exagerado, pero aquellos que nacieron viendo televisión en colores y con el mundo al alcance del control remoto no pueden imaginar lo que representó para la generación que crecimos viendo Perdidos en el Espacio en blanco y negro, aquel extraño artefacto, parecido a un gigantesco grabador,  donde cabía el pasado, el presente y el futuro del cine.
 A las siete y media en punto, Jorge anunció la segunda sorpresa de la noche: estrenaríamos  nuestro Betamax con la película más taquillera del momento en los Estados Unidos. Uno de esos filmes que dentro de treinta años todavía daría de que hablar: Star Wars, o como  se le empezaba a llamar en español: La guerra de las galaxias.
Preparadas las cotufas, servidas las coca colas, apagadas las luces, aproximadamente veinte corazones palpitaban acelerados cuando el joven técnico, cual prestidigitador, le dio a un botoncito que decía Play, y a los pocos segundos en nuestra Sony de 25 pulgadas se oyó la banda sonora más espectacular de la historia del cine presentando el capítulo IV,  en el  que las fuerzas rebeldes dan un rudo golpe al Imperio. 
A pesar de que la película estaba en inglés, y ninguno de los niños presentes lo hablábamos,  se oyeron vítores y aplausos. ¿Cuánto inglés se  necesita para entender que la princesa Leia estaba en problemas y sólo contaba con los androides C-3PO y R2-D2 para ayudarla? Pero  al poco rato comenzaron los cuchicheos, risitas, bostezos y hasta algún ronquido. Antes de las nueve de la noche, agotada la novedad, nuestros invitados se fueron despidiendo: mañana hay colegio, tenían trabajo, no se podían perder “La señora de Cárdenas”. Cualquier excusa era buena:  Star Wars era un fastidio.
Meses después, viéndola en el cine Florida, La Guerra de las Galaxias se reivindicó en mi corazón adolescente. Con subtítulos y en pantalla grande, la película de Lucas fue  una de las experiencias cinematográficas más emocionantes de mi vida. Hoy, en el año 2005, recordando la diferencia entre verla en cine y verla en televisión, pensé que  el pequeño Darth si se enfrentaba a La Guerra de las Galaxias en pantalla chica, guindaría su capa antes del tercer “la fuerza esté contigo”.
 ¡Qué equivocada estaba! No sólo el pequeño Darth, sino también el resto de la familia  nos enganchamos con la  trilogía de Lucas con la misma emoción de si la estuviéramos viendo en pantalla gigante por primera vez. ¿Qué diablos pasó? Mi televisor no es pantalla plana ni mucho más grande que el que tenían mis padres. ¿Cómo La Guerra de las Galaxias lejos de verse obsoleta se ve mejor  que hace 28 años?
 La respuesta me llegó violenta como una visión en la escena final del Retorno del Jedi, el capítulo VI,  cuando los fantasmas de  Yoda, Obi-Wan Kenobi y Anakin Skywalker celebran el triunfo del bien. ¿Cómo explicar la presencia del joven actor Hayden Christensen (Anakin),  protagonista de los capítulos I, II y III,  nacido en 1981, en una película estrenada en 1983? A menos que realmente creamos en el poder de la fuerza, sólo una respuesta era posible:  ¡El viejo zorro George Lucas le metió la mano a la versión para DVD! 
Lucas no sólo usó los avances en la tecnología digital modernizando los efectos especiales de la versión para DVD, sino que además modificó el guión original para que hubiera  concordancia dramática entre las dos trilogías. Semejante sacrilegio no se lo perdonan los puristas de La Guerra de las Galaxias, ¿cómo se le ocurre a Lucas retocar una obra maestra? Pero ese no es el caso de nuestra familia, como hace 28 años, bienvenido sea el progreso. 
 Así que  queda pequeño Darth para rato. Y  dos princesas Leias... por lo menos hasta la próxima piñata de  la tía Paulina.


Esta crónica la escribí en el 2005, publicada en Nojile con ilustración de Rogelio Chovet, desde entonces, el Pequeño Darth colgó la capa negra.

lunes, 26 de septiembre de 2011

En la lucha por la leche


Desde que regresé a Caracas, hace ya casi un mes, no he tenido la suerte de conseguir lo que antes daba por sentado: leche en polvo. Como sea, en lata o en bolsa, de la marca que haya, nacional o importada, entera, descremada o semi-descremada, nanai-nanai, lo único medio similar que  se consigue en los supermercados del este en Caracas es un polvo blanco que venden como "alimento a base de productos lácteos".
La leche fresca es más fácil de encontrar, eso sí, ecuatoriana porque leche nacional casi no hay, pero en casa estamos encantados con la leche ecuatoriana bien cremosa.
Ya daba la leche en polvo como un producto del pasado cual las galletas La India o la Orange Crush, cuando esta mañana, grata sorpresa, la señora María trajo de regalo directamente desde El Güinche, Mariche, lo que hace meses no vemos en un mercado del nor-este caraqueño: un kilo de leche en polvo.
Como ha pasado con tantos otros artículos de la canasta básica que el Gobierno mantiene regulados, es imposible conseguir leche de marcas comerciales a las que los venezolanos estábamos acostumbrados como La Campiña o La Campesina. La leche en polvo que venden en el Mercal del Güinche subsidiada por el gobierno es marca La Casa, y se vende con la advertencia de que este producto solo podrá ser adquirido en Mercal (red de supermercados del Gobierno Bolivariano de Venezuela).
Felices clientes rodeados de bombonas de gas es el logo de la marca gobiernera, con la exclamación: “¡Benditas sean, invencibles madres de Venezuela!”. En la parte posterior del paquete la explicación histórica de cómo “las madres y mujeres en Venezuela, en general, demostraron durante el sabotaje de diciembre de 2002 y enero de 2003 que el carácter productivo de ellas va más allá de las labores del hogar…”  y sigue la leyenda contando como estas esforzadas amas de casa “con sus sacrificios derrotaron la mentira y el golpismo y ¡Salvaron a la patria!”.
Para pagarles a las abnegadas mujeres venezolanas su constancia revolucionaria, hoy un producto de primera necesidad como es la leche en polvo, apenas se consigue en Mercal, es decir la leche en polvo en Venezuela desde hace unos meses es un favor exclusivo de la Revolución y hay que hacer antesala por ella.
Cuenta María que en El Güinche todos los sábados hay mini-conatos golpistas cuando las trabajadoras madres de familias, quienes no solo viven de las “labores del hogar”, se ven obligadas a hacer horas de cola para que les paguen su sacrificio con un kilo de leche en polvo a precio regulado, producto que parece negado a las urbanizaciones de clase media al precio que sea.
En la cola se oyen reclamos que mucha de esta leche, y el aceite vegetal que también escasea -porque de oliva se consigue por doquier- , no siempre van a parar al pueblo sino a los buhoneros y a otras bodegas. La encargada del Mercal las invita de mala manera: "¡Si no les gusta vayan a quejarse a @chavezcandanga!"
 Pero las invencibles madres venezolanas no quieren problemas, solo su kilo de leche, y así las amas de casas desesperadas del Güinche esperan bajo el sol a que les toque su turno, mientras algunas suspiran: “Si el presidente supiera”.

sábado, 24 de septiembre de 2011

El Ipod de mamá


Llenarle el IPod a mamá es tarea fácil, conozco bien su gusto en materia de música, por ejemplo, sé que solo debo poner cantidades limitadas de canciones de artistas que llenan mi Ipod como Rubén Blades, Joaquín Sabina y los Rolling Stones, porque mamá se aturde con ellos como yo me aturdo de los enemil boleros de Luis Miguel que a ella tanto le gustan.
En el Ipod de mamá cabe mucho Pop, poca salsa, algo de lo que oyen los nietos, y una buena representación de talento nacional. De ella heredé la pasión por el Soul, en nuestros Ipods compartimos Marvin Gaye, el sonido Motown y música Disco porque siendo una madre joven a fines de los años 70, mamá disfrutó de la fiebre del sábado por la noche a la par de su hija adolescente.
 Pero los tiempos han cambiado, tanto para la madre como para la hija, hoy salir de noche en Caracas tiene el atractivo de nadar en un río lleno de caimanes. 
Con espacio para casi 4 mil canciones, en el Ipod nano de mamá cabe alguna travesura, en el anterior coleé a la Nueva Trova Cubana evocando mis años universitarios cuando oía a Pablo o a Silvio cantarle a revoluciones y mamá me mandaba a bajar el volumen del minicomponente no por razones políticas sino porque esos hombres “parecen gatos maullando”.  
Este es el tercer Ipod que le lleno, el primero se fundió, estos aparatitos a veces no duran mucho. El segundo se lo robaron hace unas semanas cuando papá salió una noche, a pocos metros de su casa, a darle un abrazo a un primo que estaba cumpliendo años. Ni siquiera se fue a pie, se fue en carro porque en las oscuras urbanizaciones caraqueñas es difícil no sentirse como un polluelo al acecho de depredadores.
En esta ruleta rusa que se ha vuelto Caracas (barrio o urbanización, el hampa acecha igual) esa noche uno de los números premiados le tocó a mis padres cuando saliendo del cumpleaños del primo, a papá lo encañonaron unos ladrones, lo llevaron a la casa y cargaron con computadora, celulares, efectivo, prendas, el carro, y el Ipod de mamá.
Cuántos casos similares no han ocurrido los últimos años, y si no hay muertos o heridos que lamentar, la reacción de las víctimas y sus familiares suele ser la misma: susto, rabia, impotencia ante la intimidad violentada; pero al mismo tiempo un profundo alivio porque “corrimos con suerte”, “lo material se recupera”, “pudo haber sido peor”, “al menos no fueron violentos”, “salimos con vida”.
Mamá cuenta que amarrada en una silla, a sabiendas de que dos hombres estaban desvalijando su casa, le preguntó al malandro que quedó encargado de que la señora no se pusiera comiquita: “¿por qué hacen esto?”.
“Por necesidad”, le contestó el ladrón como si de un trabajo más se tratara. Las mismas palabras usadas en el discurso presidencial para justificar el alto índice delictivo en Venezuela, junto con la afirmación de que son exageraciones y el tema de la delincuencia es una guerra mediática.
Mientras tanto, en la urbanización vecina de mis padres, frente a la casa de un chivo de la revolución bolivariana, un séquito de fornidos motorizados vela su sueño y el bienestar de su familia. Así cualquiera asegura que la delincuencia en nuestro país es un problema de percepción. Una vez que se llega al poder, imposible no perder el contacto con la realidad.
 Y heme aquí llenándole por tercera vez un Ipod a mi mamá, solo que esta vez me aseguraré de que no se coleé “La era está pariendo un corazón”. 

Artículo publicado en El Nacional el sábado 24 de septiembre de 2011.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Los Imperfeccionistas

La novela Los Imperfeccionistas de Tom Rachman la conseguí en un mesón en Barnes & Noble entre las ofertas "Lleve tres por el precio de dos".
Los primeros dos libros fueron fáciles de escoger: Full dark, no stars, colección de cuatro relatos largos de Stephen King, y The man from Beijing del sueco Henning Mankell, uno de mis escritores favoritos. El resto de títulos en el tablón en oferta o no los conocía o no me interesaban, el tercer libro que iba por la casa debía seleccionarlo a punta de feeling, de portada, de primer párrafo, de los comentarios en la contraportada.
En el caso de Los Imperfeccionistas, la contraportada aseguraba que la primera novela de Rachman, periodista inglés de 35 años, fue seleccionada en la lista de las mejores novelas del 2010 por varios críticos, entre ellos, Janet Maslin del New York Times.
Así que me llevé Los Imperfeccionistas haciéndole caso a Maslin y a su colega del NYT, Christopher Buckley, quien en un inciso asegura que en esta opera prima se alternan "la hilaridad y el estremecer el corazón". Pero de qué iba, como no había resumen de la trama, solo la foto de la portada, un atajo de periódicos, prevenían que algo tendría que ver con el que a una vez se le llamó Quinto Poder.
Antes que las obras de los veteranos Mankell y King, me dio curiosidad leer Los Imperfeccionistas, desde el primer capítulo me atrapó sintiendo raíces carversianas en esta novela coral, colección de relatos con diferentes protagonistas, cuyo hilo narrativo es la decadencia de un no nombrado periódico en inglés cuya sede está en Roma, una especie del International Herald Tribune.
Náufragos del periodismo impreso, quienes viven de este anónimo periódico se aferran a una débil tabla a la que le falta poco por hundirse. Relatos tristes pero no melodramáticos en los que está vetado un final feliz.
Tampoco hay catarsis, a los personajes de Rachman solo les queda resignación.  Así vamos pasando por la historia de un viejo freelance que no consigue quien le compre sus artículos, del poco ambicioso autor de los obituarios, de la encargada de la sección de Economía capaz de cualquier sacrificio por no estar sola, de la más abnegada lectora del periódico, del manipulador corresponsal de guerra, de la editora que intenta inútilmente que los inversionistas le den una última oportunidad al periódico.
Cada relato tiene protagonistas distintos, pero entran y salen en los demás relatos como personajes secundarios. Algunos relatos son mejores que otros, no me gustan aquellos donde la acción se mueve por diálogos. En cursiva, en capítulos intercalados, la historia de cómo se fundó el periódico inglés en Roma y los más de 50 años antes de que la empresa naufragara.
Excelente lectura Los Imperfeccionistas, ahora el principal problema de Rachman -como el de todo autor de una primera novela buena-  es alcanzar las expectativas en su segunda novela.
(Los Imperfeccionistas está traducido al español,aunque no creo que se consiga en Venezuela).


viernes, 16 de septiembre de 2011

El chino de la paloma


Los latinoamericanos somos políticamente incorrectos: a quienes tienen rasgos asiáticos los llamamos "chinos" indiferentemente de que sean japoneses, coreanos o tailandeses... difícil diferenciarlos a simple vista, como un asiático no podría diferenciar a un argentino de un chileno de un venezolano. No obstante, podría jurar que en el ala de arte moderno del Metropolitan Museum de Nueva York el joven que hacía énfasis en pintarle una paloma al gigantesco lienzo de Mao Zedong de Andy Warhol, tenía que ser chino porque quién sino un chino, a 36 años de la muerte del líder de su revolución, puede sentir tanto odio por un fantasma.
Imaginemos dentro de 50 años que una pared del segundo museo más visitado del mundo, en la ciudad templo del capitalismo, esté ocupada por un retrato del líder de la revolución bolivariana, quién sino un compatriota a quien el chavismo le hiciera la vida a él o a su familia cuadritos, se tomaría la molestia de pararse frente a la obra y dispararle una y otra vez a su cámara digital haciendo la señal del dedo.
Aunque la comparación histórica es bastante exagerada porque ni el más ferviente antichavista (o chavista) compararía a nuestro presidente con Mao, el de aquí parecería un improvisado cacique ante el fundador de la República Popular China que instauró un comunismo tan rígido en su país que ni la modernidad ha podido contra él. Por ejemplo, en el año 2011, lo que en el resto del mundo damos por sentado: Internet, en China, como en otros países amigos de la Revolución Bolivariana como Irán y Cuba, la web está limitada al contenido que le convenga al Estado.
Pensándolo bien el chino de la paloma podría ser japonés, es legendaria la enemistad entre ambos países, quién sabe, no le iba a preguntar de dónde era, lo importante es que esa mañana de agosto, el chico dale y dale pintándole palomas al camarada Mao.
No andaba solo, un amigo lo regañaba avergonzado. Yo no entendía ni papa pero me atrevería a traducirlo: "Ya basta pana, qué pena, nos van a llamar la atención", pero el fotógrafo insistía porque quería conseguir el ángulo perfecto de la obscenidad. El amigo avergonzado, al ver que una señora que parecía mexicana (o colombiana o brasileña) estaba muerta de la risa viendo al pana cuadrando palomas, se excusó: "He's clazy".
 Le dije que por mí no se preocupara, lo entiendo, hay rabias que no caducan, como también entiendo el genio de Andy Warhol en equiparar la imagen de un férreo líder comunista como lo fue Mao Zedong con otros modelos Warholianos como la sopa Campbell o estrellas del cine y del rock como Brigitte Bardot y Mick Jagger. Un líder comunista puede ser también un producto de consumo masivo cuidando la presentación del empaque. Y aunque el cuadro de Mao Zedong es una de las grandes obras de Warhol, la obra más trascendente del Arte Pop, sin duda alguna, es el retrato del Ché Guevara de Korda que lucen en sus franelas todos los revolucionarios de cuartilla.
El chino pintando palomas era lo que se llama "un momento Kodak" así que saqué mi cámara Lumix y le pregunté en inglés si no le importaba que le tomara una foto. No entendió, el amigo trató de negarse y cuando le contó lo que le dijo la señora, el de la paloma respondió quizás la única palabra que sabía en inglés: "yes, yes, yes" y regresó frente al cuadro de Mao para descargar su rabia por última vez.



jueves, 1 de septiembre de 2011

Urgente: niño en peligro



Por principio no suelo abrir cadenas o correos masivos, ni por pin de Blackberry ni por correo electrónico, lo borro de una por más “urgente” que el remitente asegure que sea el mensaje. Pero en esa ocasión el “urgente”  que me acababa de llegar por mensajería de blackberry venía de una amiga que jamás manda mensajes masivos, por eso inmediatamente lo abrí, quizás esta vez sí era urgente.
El texto decía: “ niño de 8 años, estudiante del Merici, acaba de ser secuestrado cuando salía del colegio…” el mensaje continuaba describiendo el carro en el que los supuestos secuestradores se llevaron al niño, y terminaba con el usual: “pásalo”.
Apenas lo leí supe que estaba ante una leyenda urbana por la sencilla razón que la Academia Merici es un colegio donde solo estudian niñas. Le señalé a mi amiga por mensajería de blackberry este detalle, y me respondió que tenía razón, ¡cómo no se había dado cuenta! ¿quién que viva en Caracas no lo sabe? Pero es que cuando la seguridad de un niño parece estar en juego, es difícil percatarse de los detalles.
En esta ocasión el rumor murió rápido gracias a que la directiva del Merici no perdió tiempo en aclarar que del colegio no habían secuestrado a ninguna niña, mucho menos a un niño.
Recordé que meses atrás un rumor similar se regó como pólvora por twitterzuela cuando más de un angustiado twitero alertó sobre una niña secuestrada a las puertas del colegio Santa Rosa de Lima, dando las señas del carro dónde se la habían llevado por si alguien se lo cruzaba.  Cadenas de oraciones y  repetidos: “¿en qué país estamos viviendo?” siguieron.
En ese momento pensé que estábamos ante la versión criolla de lo que en los Estados Unidos bautizaron: “AMBER Alert” en memoria de la pequeña Amber Hagerman, de nueve años, quien en el año 1996 fue secuestrada a pocos metros de la casa de sus abuelos en Arlington, Texas, y apareció degollada días después.  
Con tantos niños desaparecidos en los Estados Unidos anualmente -algunos aparecen muertos y muchos nunca son encontrados- la teoría es que si la ciudadanía se activa apenas desaparece un niño, quizás alguien lo reconozca en la calle en manos de su captor y pueda ser rescatado con premura.
Pero el éxito de los alertas AMBER no nacen de cadenas sin asideros sino de la unión de fuerzas de las autoridades alertadas por los padres del niño desaparecido y los medios de comunicación social que difunden la noticia a la ciudadanía. ¿Se imaginan semejante unión en la actual Venezuela?
Si bien la desaparición de niños no es tan usual en nuestro país como en los Estados Unidos, aquí sufrimos del mal de la impunidad de la delincuencia que no tiene recato con la edad de sus víctimas,  hoy el secuestro con fines de lucro parece ser un negocio que llegó para quedarse.
Sin embargo el secuestro de la estudiante del Santa Rosa de Lima también resultó falso, producto de alguna mente ociosa con un particular sentido de la diversión que se entretiene con la histeria colectiva y difunde por las redes sociales un rumor sobre el mayor de los temores: que algo malo le pueda pasar a  un niño. Cadenas similares surgen a lo largo del mundo, recientemente leí en Facebook sobre una niña perdida en Vermont. 
Nada nuevo, la fábula de la Caperucita Roja narrada otra vez. La mejor forma de acabar con esta plaga, la de las cadenas (ojalá la violencia fuera tan fácil de resolver) es no difundir mensajes masivos, por más “urgentes” que estos parezcan.

Artículo publicado en El Nacional el sábado 27 de agosto de 2011