Llenarle el IPod a mamá es tarea
fácil, conozco bien su gusto en materia de música, por ejemplo, sé que solo debo
poner cantidades limitadas de canciones de artistas que llenan mi Ipod como
Rubén Blades, Joaquín Sabina y los Rolling Stones, porque mamá se aturde con ellos
como yo me aturdo de los enemil boleros de Luis Miguel que a ella tanto le
gustan.
En el Ipod de mamá cabe mucho
Pop, poca salsa, algo de lo que oyen los nietos, y una buena representación de
talento nacional. De ella heredé la pasión por el Soul, en nuestros Ipods compartimos
Marvin Gaye, el sonido Motown y música Disco porque siendo una madre joven a
fines de los años 70, mamá disfrutó de la fiebre del sábado por la noche a la
par de su hija adolescente.
Pero los tiempos han cambiado, tanto para la madre como
para la hija, hoy salir de noche en Caracas tiene el atractivo de nadar en un río
lleno de caimanes.
Con espacio para casi 4 mil
canciones, en el Ipod nano de mamá cabe alguna travesura, en el anterior coleé a
la Nueva Trova Cubana evocando mis años universitarios cuando oía a Pablo o a
Silvio cantarle a revoluciones y mamá me mandaba a bajar el volumen del
minicomponente no por razones políticas sino porque esos hombres “parecen gatos
maullando”.
Este es el tercer Ipod que le
lleno, el primero se fundió, estos aparatitos a veces no duran mucho. El
segundo se lo robaron hace unas semanas cuando papá salió una noche, a pocos
metros de su casa, a darle un abrazo a un primo que estaba cumpliendo años. Ni
siquiera se fue a pie, se fue en carro porque en las oscuras urbanizaciones caraqueñas
es difícil no sentirse como un polluelo al acecho de depredadores.
En esta ruleta rusa que se ha
vuelto Caracas (barrio o urbanización, el hampa acecha igual) esa noche uno de
los números premiados le tocó a mis padres cuando saliendo del cumpleaños del
primo, a papá lo encañonaron unos ladrones, lo llevaron a la casa y cargaron con
computadora, celulares, efectivo, prendas, el carro, y el Ipod de mamá.
Cuántos casos similares no han
ocurrido los últimos años, y si no hay muertos o heridos que lamentar, la reacción de las
víctimas y sus familiares suele ser la misma: susto, rabia, impotencia ante la
intimidad violentada; pero al mismo tiempo un profundo alivio porque “corrimos
con suerte”, “lo material se recupera”, “pudo haber sido peor”, “al menos no
fueron violentos”, “salimos con vida”.
Mamá cuenta que amarrada en una
silla, a sabiendas de que dos hombres estaban desvalijando su casa, le preguntó
al malandro que quedó encargado de que la señora no se pusiera comiquita: “¿por qué hacen
esto?”.
“Por necesidad”, le contestó el
ladrón como si de un trabajo más se tratara. Las mismas palabras usadas en el
discurso presidencial para justificar el alto índice delictivo en Venezuela,
junto con la afirmación de que son exageraciones y el tema de la delincuencia
es una guerra mediática.
Mientras tanto, en la
urbanización vecina de mis padres, frente a la casa de un chivo de la revolución bolivariana, un séquito de fornidos
motorizados vela su sueño y el bienestar de su familia. Así cualquiera asegura que
la delincuencia en nuestro país es
un problema de percepción. Una vez que se llega al poder, imposible no perder
el contacto con la realidad.
Y heme aquí llenándole por tercera vez un Ipod a mi mamá,
solo que esta vez me aseguraré de que no se coleé “La era está pariendo un
corazón”.
Artículo publicado en El Nacional el sábado 24 de septiembre de 2011.
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