lunes, 24 de junio de 2013

California Dreamin



Una de las frases más famosas de Tony Soprano es: "te acuerdas de' es la forma más baja de conversación".
Pero cuando nos reunimos a almorzar con las amigas de siempre es imposible que de vez en cuando no se caiga en un "te acuerdas de". La otra tarde, ya se había ido el resto de las amigas, quedábamos M. y yo tomándonos un segundo café cuando surgió el inevitable "te acuerdas de". En esta ocasión evocamos unas vacaciones de un diciembre, décadas atrás, cuando éramos estudiantes, solteras y sin compromiso, las perspectivas de futuro eran inmediatas, de fiesta en fiesta, y para qué negarlo, como estábamos en vacaciones de navidad, ese diciembre no teníamos más ambición que  multiplicar el número de ocasiones para rumbear. 
Recordaba ese diciembre clarito, estaba de moda la canción de Guaco que decía: "Me gustan las chicas caraqueñas nada más...", un diciembre en el que M. y yo siembre desembocamos en la discoteca Magic en Las Mercedes, lugar de moda en la primera mitad de la década de los 80, donde se bailaba casi que exclusivamente gaitas, un género musical que solo ese diciembre, y nada más, me atrevo a confesar haberme vacilado. 
Precisamente buscando a esas chicas caraqueñas a las que les cantaba Guaco, había regresado a Caracas de vacaciones un guapo estudiante de Oceanografía de una universidad en San Diego, California,  a quien conocimos en una fiesta en Prados del Este. Su pinta cliché de surfista de tez bronceada, collar de pukas y reseca melena rubia, delataba que pasaba más tiempo corriendo olas en el mar que metido en un salón de clases. El surfista era bonito y alegre aunque lo recuerdo un tanto bobo. Ese diciembre nos los encontrábamos en todas las fiestas, discotecas y bares de moda, a cada rato nos invitaba a bailar, y por lo que me confesó M. mientras le ponía media bolsita de Splenda al café, "y a mí a algo más que entonces no te conté, pero que tampoco fue muchote". 
No fue una pasión arrolladora la del surfista y mi amiga, fue un amor de vacaciones en una época donde ante una inevitable separación no existía la posibilidad de mantenerse en contacto a través de las redes sociales o Skype, y en enero del estudiante de Oceanografía en California al que le gustaban las caraqueñas nada más, en la vida de mi amiga, ya no quedaba sino el recuerdo porque el desgraciado ni una postal le mandó. 
Me cuenta M. que los años pasaron y no volvió a tener noticias de él, si regresó a Caracas a visitar a su familia, no la llamó, ella tuvo otras relaciones más intensas y prolongadas, con hombres más interesantes que este romance vacacional, hasta que conoció a quien sería el padre de sus hijos, se casó con él, y siguen casados, o quizás no, que no piensen que voy a rebelar así de fácil la identidad de la amiga que esperó a que se fueran las demás amigas para contarme semejante intimidad. 
La intimidad no es que vivió un romance decembrino décadas atrás, sino que hace como un par de años, M. soñó con el surfista, soñó que estaban en la fiesta de fin de año en el Club Camurí Grande, y fue tan real el sueño que M. jura que se levantó sintiendo la brisa del mar, y hasta vio si acaso tenía la línea blanca de la marca del sostén del bikini.
Tras ese sueño, que tampoco fue erótico, sino un sueño evocativo nada más, M. se preguntó cómo sería el surfista hoy cincuentón, así que lo buscó en Facebook, y ahí estaba, aunque no se atrevió a invitarlo en la red social no fuera a ser que no se acordara de ella. Desde entonces ha tenido varias veces ese sueño de playa sol y mar con el surfista gaitero, sueño del que cada vez que mi romántica amiga despierta, no puede evitar caer en el qué habría sido de su vida si el surfista le hubiera mandado esa primera carta que le prometió, si hubiese regresado en spring break, de no haber perdido contacto, de haberse dado una oportunidad... Lo más seguro es que no hubiese pasado nada trascendental, pero quién sabe, suspiró.
No salía de mi asombro ante semejante confesión, jamás tomé a mi amiga como a una intensa, como a una damisela del siglo XIX que viviera en ese universo paralelo llamado "si tan solo" que en su caso giraba alrededor de una chispa romántica con un galán que quizás ni siquiera se acordara de ella, ambientado en una playa genérica como de postal, con atardecer y gaviotas incluidas, más Gian Franco Pagliari que Bob Marley.  
Oyendo a M. hablar, recordaba aquella vieja película que vi de niña: Cartas de amor a un desconocido (1948), basada en una novela de Stephan Zweig, la historia de Lisa (Joan Fontaine) que pasa toda su vida enamorada del pianista interpretado por Louis Jourdan, inclusive tiene un hijo con él, aunque la timida joven para el famoso pianista no fue más que un recuerdo efímero. 
¿Habrá destino más patético que pasar la vida añorando a alguien que no estás segura si se acuerda de tí?
Apenas llegué a casa hice lo que cualquiera con una dosis mínima de curiosidad habría hecho, escribí el nombre del surfista en Facebook, rogándole a los dioses de la informática que no fuera de quienes tienen un estricto control de privacidad. 
Sí es de quienes tienen un estricto control de privacidad, con poco menos de 200 amigos, cinco amigos en común, del perfil público del surfista solo se podía ver su foto de perfil en traje de baño cuerpo completo de lycra, aferrado a su tabla de surf, en un atardecer que bien podía ser en una playa de California, de Carolina del Sur o del mismo estado Florida. Si de una cosa estaba segura, playa venezolana no es.  
Poco era lo que se podría saber de nuestro amigo surfista más allá de que ya no lucía la reseca melena rubia oxigenada, pero todavía tenía buen cuerpo, que se quedó en el norte, y que parece haber vivido su vida alrededor del mar. 
Ni tan bobo después de todo, me digo viendo su foto aferrado a la tabla de surfear. Mientras que aquí las otrora chicas caraqueñas a las que les cantaba el grupo Guaco, pasando trabajo hasta para conseguir papel toilet. 
Cómo evitarlo, el virus de "si tan solo" como que se contagia porque al igual que a M., el sueño de esa noche me dejó sabor a playa. Tuve que levantarme tras la nostalgia que me quedó del California Dreamin con aroma a mar, para darme cuenta que el sueño recurrente de M. poco tenía que ver con aquel muchacho de collar de pukas al que le gustaba bailar.  

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