miércoles, 24 de enero de 2018

Los botoncitos


Releyendo "El Amor en los Tiempos del Cólera" de Gabriel García Márquez, casi al final de la novela despertó un recuerdo de la más temprana pubertad: de niña me sentía a mis anchas en el club, andaba sin supervisión por sus instalaciones. A los señores que jugaban golf con mi papá los sentía mis tíos, a las señoras que se bronceaban en las sillas de extensión con mi mamá eran como mis tías, y los niños que comparábamos saltos en los trampolines de la piscina -siendo yo la más cobarde a la hora de saltar- eran como mis primos. Como nunca fui del tipo campamentos de verano, ni mi familia de viajar en agosto, mis vacaciones escolares las pasaba feliz en el club al que sentía una divertida extensión del hogar. 
Ustedes dirán que esta intensidad les recuerdo mas bien a Un mundo para Julius de Alfredo Bryce Echenique, y así era, hasta que una mañana, no tendría yo más de doce años, mi mamá se encerró en el cuarto para hablar conmigo, no quería que mis hermanos escucharan la conversación. Sin mayor dramatismo me pidió que no volviera andar sola de la piscina a las canchas y de las canchas a la piscina, podía hacerlo acompañada, pero sola, no.  Y que ya era hora de que empezara a usar sostén, aunque tetas, tetas, nunca me crecieron más allá de como le crecieron a Lisbeth Salander antes de operarse en "La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina". 
 Como todavía era una niña, de las que aun jugaba con Barbies, me extrañó por qué el club, en el que me sentía segura como en mi casa, ya no lo podría sentir así. Mi mamá me preguntó si el día anterior no recordaba haberme encontrado con un amigo de mi papá. 
Claro, con G. y lo saludé, como ellos me habían enseñado a saludar a los adultos conocidos. Estaba con otro señor, no me fijé bien en él,  no se fija una niña de doce años en un hombre que se aproxima a los cuarenta. Pues bien, muy apenado G. le comentó a mi papá que nos cruzamos en el club y cuando seguí mi camino el muy baboso de su amigo comentó: 
"Qué teticas tan ricas, dan ganas de mordizquear esos botoncitos".
Según G, ahí mismo le dio un parado: "Respeta que es hija de unos amigos, además, ¿tu eres enfermo? Es apenas una niña". 
 El comentario de mis apetecibles "botoncitos" para mis padres fue como si les vertieran ácido en los oídos al oír referirse así de su muchachita. Para evitar más disgustos, G. prefirió no decir el nombre de quien comentó semejante babosidad, la idea no era llevar chismes, sino que yo estuviera pendiente. Le correspondió a mi mamá prevenirme de los hombres babosos, que mucho cuidado porque viejos verdes había en todos lados. Como en esta familia desde siempre evitamos intensidades, no tardé en volverme a sentir en el club a mis anchas, aunque ya no volví a ser la misma inocente pichoncita, cuando estaba en la piscina e iba a la fuente de soda a pedir un refresco o una ración de tequeños, procuraba ir con la franela puesta o tapada con un paño para no provocar pensamientos lascivos en ningún viejo cochino.


La anécdota de los botoncitos la recordé hace un par de años cuando durante la campaña presidencial en los Estados Unidos fueron desempolvados comentarios babosos del hoy presidente Donald Trump con respecto a diversas mujeres -por lo menos no respecto a ninguna niña- , que sus apologistas entonces excusaron como típica conversación en la intimidad de cualquier locker de caballeros, conversación que, supuestamente, no debería salir de ahí. 

También recordé los botoncitos cuando le pregunté a un conocido intelectual cómo le había ido en una charla que dictó para alumnos de cuarto y quinto año del colegio donde estudiaban mis hijas, y me respondió que perturbado ante los picones de las minifaldas de las colegialas que dejaban asomar sus apetecibles muslos adolescentes 

Guarro.

Pero pocos años después de ese primer encuentro con un viejo verde, en el año 1979, no me horroricé cuando vi Manhattan de Woody Allen en el cine, más bien me encantó con la música de Gershwin,  Nueva York filmado en blanco y negro como si se tratara de postales, con los siempre ingeniosos diálogos del creador de Annie Hall. Aunque el mismo Allen opina que Manhattan dista de ser la mejor de sus películas, no recuerdo que ningún crítico en ese entonces pareciera cuestionar moralmente que el principio de la historia tratara sobre un intelectual de cuarenta y dos años con una amante de diecisiete, un año más de los que tenía yo cuando la vi.  
 Lo único que no me cuadraba era cómo un mujerón como la dulce chica interpretada por Mariel Hemingway, podía ser creíble sufriendo de amor por un viejo tan feo y neurótico como el Isaac Davis de Woody Allen. 
 Si mal no recuerdo a finales de los años 70 no era escandaloso el amor entre una adolescente y un hombre de mediana de edad, tampoco era tan común como en la época de nuestras abuelas que se casaban a media adolescencia con hombres hasta más de veinte años mayores que ellas con el beneplácito de sus familias. En mi adolescencia caraqueña salíamos con chicos no más de tres años mayores que nosotras, raras veces un poco más. Aunque siempre hay la excepción: tenía una amiga que a los 14 años se consiguió un novio que le doblaba la edad. No era la envidia de nadie, a mi me parecía como loco andar con un viejo de casi treinta años, a los papás de ella también, pero como les  dio la impresión de ser un buen tipo,  aceptaron el noviazgo, que si mal no recuerdo, duró como dos o tres años, antes de llegar a su fin.

En este año 2018 si una chica de 14 años se presenta en casa con un novio de 28, en el acto sería acusado de corrupción de menores. En los Estados Unidos iría preso. 

Treinta años después Manhattan es señalado por los detractores de Woody Allen como posible prueba de su gusto por las niñas, cuando en su momento nadie dijo ni "ñ". A mi me sigue gustando mucho la película y a Allen le sigo otorgando, lo que la escritora Margaret Atwood llama: "la presunción de la inocencia". 

Por eso evoco la anécdota de los botoncitos releyendo el último capítulo de "El amor en los tiempos del cólera", porque recuerdo que cuando la novela salió publicada en el año 1985, no levantó más reacción que convertirse en un best seller instantáneo, una rareza editorial alabada por el público y por la crítica. Yo tendría 21 años la primera vez que la leí, no una niña, ni siquiera una adolescente, pero tampoco una mujer. 
De eso me doy cuenta hoy porque la primera vez que leí "El amor en los tiempos del cólera" no entendía mucho a qué se refería García Marquez, a quien admiraba - y sigo admirado- tanto, cuando escribía sobre la diferencia entre "el amor de la cintura para abajo" y "el amor de la cintura para arriba".  
A mis 21 años, ingenua de mí, pensaba que el amor solo podía ser de cuerpo entero, nada de mitad y mitad. Aunque la insensible de Fermina Daza hubiese cambiado el amor de Florentino Ariza por una conveniente unión con el doctor Juvenal Urbino, pero si él juró amor eterno hasta que la señora de Urbino estuviera disponible otra vez, así pasaran décadas para que el buen doctor lo buscara la parca, cómo era posible que mientras tanto, el otrora telegrafista fuera un consumado seductor. 
Más de treinta años después de esa primera lectura, cuando me pensaba exenta de inconvenientes puritanismos, disfrutando de la novela de García Márquez como no la disfruté la primera vez que la leí, no pude evitar escandalizarme poco antes del romántico final de la novela, cuando se narra el último amor de cintura para abajo de Florentino, pasados los setenta años, al decidir darse un gusto tras la llegada al pueblo de América Vicuña, inocente colegiala de trenza y medias tobilleras, a quien el vejete prometió cuidar, y vaya forma de cuidarla.
No recuerdo que esta parte de explícita pedofilia, detallada de manera perturbadora por García Márquez, hubiese causado mayores rubores cuando salió la novela, pienso que entonces quien  señalara al fogoso Florentino como a un vil seductor de niñas hubiese sido acusado al instante de mojigatería.
Este año 2018 de movimientos y contramovimientos feministas para enfrentar el acoso sexual, quizás no sea el mejor momento para leer la seducción de la púber América Vicuña, no recordaba esa parte de la novela de García Márquez, leerla fue como agarrarme el dedo con una puerta, una mezcla de dolor y grima que me ha costado terminar la novela que tanto estaba disfrutando. 
Trato de convencerme de que en la literatura, como en el arte, nada peor que moralismos retroactivos. Pero me pregunto si en estos años de despertar contra el abuso sexual hubiese sido posible que   García Márquez publicara como parte de un simpático recorrido erótico, eso de un septuagenario galán besándole "la cuquita" a una niña. 

Como bien me enseñó mi madre, viejos verdes hay en todos lados, hasta en las novelas de García Márquez. 

No hay comentarios: