domingo, 22 de enero de 2012

La guerra de las polvorosas



En toda familia hay un secreto culinario muy bien guardado. En la mía son las polvorosas. Quedan divinas. Para cuanto festejo hay, las pongo a la orden porque nada más fácil que prepararlas. Las maestras de mis hijas lo saben y como me consideran una madre solidaria, me pidieron a última hora cien polvorosas para la fiesta de Navidad. No hay problema, con una llamada todo estará arreglado: “Alo, Suegrita, necesito cien polvorosas para mañana”. 
 Pero hasta la más incondicional de las suegras algún día nos puede fallar: “Hoy juego cartas con mis amiguitas. Es mi tarde libre, cero obligaciones. Te doy la receta porque no tiene ciencia hacerlas. ¡Hasta tú las puedes preparar!”
¡Esto es lo último¡ ¡Una suegra alzada! ¡Hasta tú las puedes preparar! ¡Qué humillación! A pesar de mi orgullo herido, corrí a buscar papel y lápiz para demostrarle a la abuela de mis hijos que no sólo soy capaz de preparar polvorosas, sino también de superar con creces al maestro.
“Precalienta el horno a 250. Usa más o menos la mitad del pote de manteca, tres tazas de harina, dos tazas de azúcar, una cucharada rasa de margarina y una cucharada rasa de polvo royal. Amasa los ingredientes. Prepara unas arepitas del tamaño de un realito, porque ellas crecen. Les haces rayitas con un cuchillo y las cocinas durante veinte minutos. Al sacarlas las espolvoreas con azúcar. ¡Cuidado se te queman!”.
A pesar de sentirme como un pajarillo que vuela solo por primera vez, no ví complicación en la receta, y me fui al abasto a comprar los ingredientes. Esperé hasta la noche a que los niños estuvieran dormidos para poder enfrentarme al reto de preparar mis primeras polvorosas. Mi esposo suspiró: “Tengo el presentimiento de que esta va a ser una noche larga”.
 Dejé a Edipo viendo televisión, asegurándole que en menos de una hora estaría de vuelta.
¡Tan inofensiva que se ve la manteca! Blanca y reluciente. Traté de calcular el más o menos la mitad del pote que aconsejaba mi suegra, le añadí las primeras dos tazas de harina y empecé a amasar. Apenas sumergí los dedos, me di cuenta de mi primer error de la noche, cuando la hasta entonces amigable manteca se transformó en una sustancia invasora que inclemente se apoderó de mis manos, convirtiéndolas en unos entes pastosos, grasosos y resbaladizos. 
Imposible medir y añadir el resto de los ingredientes. Me tuve que lavar las manos y comenzar de nuevo. Dos tazas de azúcar, una cucharada rasa de margarina, polvo royal. Listo para amasar.
Mi marido apareció con mirada burlona en media faena, justo cuando la masa parecía haber adquirido vida propia y estaba tratando de tomar la cocina por asalto. Probó uno de los cientos de grumitos que se habían logrado escapar, y con seguridad de conocedor dictaminó: “ Le falta harina”.
 ¡Harina auxilio¡ ¿Le habré puesto la taza que faltaba? Ante la duda decidí añadir media taza más. Preparé las arepitas y al meterlas en el horno me di cuenta con horror que se me había olvidado precalentarlo.
Sí, fue una larga noche, y al día siguiente cuando las maestras probaron mis primeras polvorosas, ignorantes del proceso, comentaron extrañadas: “Te quedaron como raras”.
 Que el cielo me juzgue, pero tengo una reputación que conservar: “Es que mi suegra se antojó en hacerlas, y la buena señora, no sabe seguir una receta”.

Artículo publicado en El Nacional como en el año 2001, la ilustración es de Rogelio Chovet.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

AAAAAAAAAAAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJ

Ancapi dijo...

Este deberías titularlo, más bien: "Usos de la suegra".