martes, 10 de junio de 2025

Un cometa llamado Ibsen



Termino de leer "La Mujer Incierta", libro de memorias de la escritora colombiana Piedad Bonnett, lo leí o me fue leído en audiolibro, el tipo de libros que quisiera tener en físico porque quedé con ganas de subrayar muchos pasajes. Cuesta entender a quienes consideran un sacrilegio subrayar libros, para mí los libros mientras más subrayados, más queridos, si los subrayamos es porque pretendemos volver a ellos, aunque quizás nunca lo hagamos. Bonnet también escribe sobre el buen hábito de subrayar.

Entre lo narrado por Bonnett que hizo eco en mi está la anécdota con un compañero de trabajo, al que creía gran amigo, amistad que pierde en un instante cuando la escritora, nacida en el seno de una familia clase media que en Latinoamérica es el equivalente a nacer en una familia privilegiada, lo invita a pasear por la universidad donde daba clases (o se graduó, entre lo malo de los audiolibros está que es difícil volver a un punto en cuestión) lo que para ella era normal, la que fuera su universidad, para el colega fue una muestra del mundo de privilegios en el que su compañera de trabajo vivía. 

Ese paseo representó el fin de la amistad sin mediar palabra. A Bonnet, que quizás nunca pasara hambre ni necesidad pero siempre fue una mujer trabajadora, y a cuya familia tampoco le sobraba el dinero, le costó entender la gélida actitud de su colega, hasta que logró comprender que su amistad fue víctima de un insólito ataque de resentimiento. 

Es difícil enfrentar al resentimiento, nada nos prepara para ello, a veces ni nos damos cuenta, las veces que me ha tocado enfrentarlo ha sido con alcohol de por medio, in vino veritas, el alcohol desinhibe y aquello que quizás se ha callado, con unas cervezas o unos rones encima, se es capaz de decir frases hirientes que para  quien las dice, no son sino crudas verdades. 

La primera vez que recuerdo que me tocó enfrentar un ataque de resentimiento fue terminando bachillerato, éramos cuatro, un dos para dos, y si bien la primera pareja estaba muy feliz, el amigo que le consiguieron a “la prima” (o sea yo), varios rones por delante empezó a preguntar en voz alta qué hacían ellos, estudiantes de “la Simón", con ese par de sifrinas estudiantes de colegio de monjas, aunque yo no lo fuera, de colegio de monjas que sifrina para qué negarlo. 

Ante semejante ataque es lógico preguntarse qué habría hecho o dicho la entonces carricita Adriana para causar tal reconcomio. La misma pregunta que me haría ante un ataque similar, más de cuarenta años después, de quien consideraba una pana, ataque que todavía estoy asimilando, que no viene al caso para esta crónica.

Imagino que habré sufrido otros ataques, y en algunas oportunidades habré sido yo la resentida, porque hay muchos tipos de resentimiento, pero el que se me vino a la memoria hace poco fue con alguien que después de un primer ataque de resentimiento, un par de décadas más tarde volvería a ser mi pana (para quienes no manejen el venezolano, amigos son pocos, panas pueden ser muchos).

A mediados de los años 80 cuando el Taller del Actor era mi familia elegida, una tarde apareció un viejo amigo de su director Enrique Porte: el escritor Ibsen Martínez. Ibsen y Enrique -que entonces andarían por los cuarenta años- eran lo que mis hijas llaman “frenemies” amigos-enemigos; si bien tenían mucho en común, había una especie de roce por el que no terminaban de encajar como buenos amigos. 

Cuando conocí a Ibsen quedé deslumbrada con su inteligencia y simpatía, todavía no era famoso como el autor de la telenovela: “Por estas Calles”, aunque ya era un dramaturgo reconocido. Yo había entrado al Taller del Actor después de que Enrique dirigiera tres obras de teatro de Ibsen (Martínez, no Henrik): “LSD", “Humboldt y Bonpland en el Orinoco” y “La Hora Texaco”; apenas llegué a ver la última, conservo el afiche y el libreto de ella que usó Enrique para dirigir. Pero cuando llegué al Taller del Actor como estudiante promesa de la Escuela de Artes (pues si, qué les puedo decir), ya Enrique e Ibsen, que además fueron vecinos en San Bernardino, se habían distanciado, la verdad es que no sé por qué, y si alguna vez lo supe, hoy no me acuerdo. 

 De lo que si me acuerdo es que un día reapareció Ibsen en el Taller del Actor porque a Enrique se le ocurrió que debíamos producir una obra de teatro con el esquema de los musicales de Hollywood, que Enrique, que había estudiado dirección de Teatro en Londres, describió como: Boy meets girl, boy looses girls, boy gets girl back.  Enrique la dirigiría, creo que Vinicio Ludovic (todavía no había llegado Yordano a nuestras vidas) sería el responsable de la parte musical, y los panas de Taller de Dramaturgia, es decir, las jóvenes promesas, bajo la tutoría de Ibsen, habríamos de escribir la obra. Y para esta encandilada joven promesa de la escritura que no llegaría a mucho, Ibsen resultó el hijo pródigo del Taller, el hermano perdido, la pieza que faltaba. 

Lo que poco tiempo después descubrí, y que así sería hasta el final de sus días, fue que Ibsen era como un cometa, aparecía muy de vez en cuando, pocos como él para pasar raudo por nuestras vidas. Por lo menos así fue en la mía, y como Piedad Bonnett pudo ponerle el dedo al final de su amistad con su colega por un simple paseo por una universidad privada, yo a mis tiernos 22 años, pocos días después de conocerlo, pude ponerle el dedo al final de mi brevísima amistad con Ibsen, por lo menos en esa etapa mía de “joven promesa”, cuando una noche, con los amigos del Taller, en lugar de a la cervecería Tío Pepe de Sabana Grande, nos reunimos en casa de mis padres en El Pedregal de Chapellín, que casi casi era el Country Club. Sentados en la terraza, frente al amplio jardín sembrado de chaguaramos donde yo crecí, hablando de no sé qué temas, se despertó el marxismo-leninismo del camarada Ibsen con varios whiskys encima, como un chispazo inesperado, esa noche me di cuenta que esta supuesta joven promesa aun siendo inocente era culpable, que en memoria del bachiller Martínez estar en un lugar así, en semejante casa, era una traición de clases, así que señores, buenas noches. 

Y se fue Ibsen sin dar un portazo como la Nora del otro Ibsen, el noruego, aunque si con tremendo portazo emocional, pensé que para siempre, por lo menos de mi vida.  De más está decir que el musical tipo Broadway quedó en proyecto.

 Años después le conté esta anécdota a Ibsen, y se rió:
- Es que uno era muy pendejo.

  Semejante arrebato de lucha de clases no fue el final de mi amistad con Ibsen, nos encontramos años después cuando la revolución por fin llegara a Venezuela y ambos éramos columnistas en El Nacional. Ibsen renegó de esta supuesta revolución desde el principio, y aunque entre nosotros no hubo una amistad profunda si creo que hubo mutua simpatía, por eso digo que éramos panas más que amigos, además éramos vecinos, a menudo nos cruzábamos en el abasto de la Alta Florida buscando el artículo que se encontrara en tiempos de escasez. Me llegó a mandar una obra de teatro inédita para leer: “Petroleros Suicidas” (2011), pensando lástima que ya no esté Enrique para dirigirla. Una vez preparamos un pabellón criollo en casa para celebrar a un amigo mutuo que estaba de visita en Venezuela, Ibsen nos embarcó como era su costumbre, ni siquiera lo esperamos, ni nos extrañó, Ibsen era así. Me llamaba como cada cinco años para decirme que tenía un proyecto, que estaba pensando en mí, que le diera unos días para concretarlo, yo le decía que sí, que cómo no, aunque sabía que pasarían más de cinco años antes de volver a saber de él, con un nuevo proyecto. 

 Sus últimos años marcados por el movimiento “me too” debieron ser bien difíciles al verse Ibsen obligado a confesar públicamente lo que para muchos era vox populi, que había maltratado físicamente a algunas de sus parejas, chisme que a mí nunca me llegó. Aunque su pluma no mermara, se volvió una papa caliente, impublicable, por lo menos en medios como El País de España. La última vez que hablé con él, como un par de años antes del escándalo, me contó que sufría del corazón, que se tenía que ir de Bogotá a otra ciudad colombiana de menos altura porque a Venezuela bajo este régimen no volvía. Durante su caída en desgracia pensé en llamarlo, si bien deploro la violencia contra la mujer de la que se confesó culpable, ¿acaso no había sido mi amigo? Los amigos en las malas y en las buenas.  Pero qué es la amistad, es mucho más que simpatía mutua y una llamada cada cinco años, al final no lo llamé, ¿qué decirle? Pensé que algún día me volvería a llamar con un nuevo proyecto, así fuera solo para conversar un rato.

No lo hizo, Ibsen murió en Caracas en septiembre de 2024. Volvió bajo radar, sin avisar, quizás regresó a Venezuela para morir, al final el corazón le pasó factura. No sé si antes o después de que muriera el pana Ibsen, leí su última novela “Oil Story”, publicada en 2023, debió ser después de muerto porque para mí es su mejor novela, sobre la que yo sepa nadie, incluida quien esto escribe, se dignó a escribir. Ibsen se volvió un intocable, pero no de buena manera, si acaso la hay.  

Ya es tarde, tendría que volver a leer "Oil Story” para escribir sobre ella, la busco en  mi biblioteca y no está, me parece que la leí en Kindle. Es tarde para decirle a Ibsen que me gustó, que me divirtió mucho. Ya no volveré a recibir la llamada cometa del pana Ibsen, pero hoy las memorias de una escritora colombiana me lo recuerdan. 

Y sea donde quiera que estés, porque con los panas nos cuesta pensar en la nada, descansa en paz estimado cometa.