martes, 18 de diciembre de 2007
Buscando Sazón
Recién llegada de la luna de miel y profundamente enamorada, Elvira decidió que el regalo que le daría a su adorado marido en sus primeras navidades de casados sería unas deliciosas hallacas caraqueñas. Sólo había un pequeño inconveniente: ¿cómo tomaría su madre, tan carupanera de alma, que su única hija la traicionara en la tradición gastronómica más importante de toda familia venezolana?
Por eso esperó el momento preciso, un atardecer viendo el Ávila mientras madre e hija conversaban de sueños, proyectos y de lo feliz que se sentía Elvira en su matrimonio, antes de soltarle el bombazo de que esta Navidad no seguiría su estirpe culinaria sino el exigente paladar de su marido.
A la pobre señora le subió la tensión y cayó postrada en un sofá: “Me estás matando hija mía: cien años de tradición navideña desde que la primera mujer de la familia desembarcó en Carúpano agregándole pasión corsa al guiso de las hallacas, y tú, desarraigada, vas a cambiar el picante de nuestra sazón oriental por el sabor dulzón de las hallacas occidentales. Dime en dónde fallé para que escupas de esta manera sobre las tumbas de tus ancestros. ¡Hallacas dulces! ¡Buajjj!”
Elvira, a pesar del drama, no se dejó convencer, ni siquiera por esos consejos de sabiduría materna a los que nunca les falta razón: “Hija, los hombres son animales de costumbre, hay que entrenarles el paladar, sobre todo cuando están recién casados que son mansitos y todo les sabe bien”.
Una semana después de este pequeño melodrama doméstico, una mañana Elvira se presentó puntual en casa de su suegra para hacer hallacas. En el enorme zaguán de la vieja casona se reunieron cuñadas, la abuela, la tata, la tía soltera, la tía divorciada, la prima monja, y Elvira, como nuevo miembro de la familia, se vio relegada a ser la última de las ayudantes de cocina. Ya el guiso estaba preparado desde el día anterior, la abuela, General en Jefe, dudando de la longevidad de los matrimonios modernos, le aseguró: “Muchas cucharas ponen el caldo piche”.
Lo importante, la sazón, Elvira ese año no la iba a aprender, quizás con la llegada del primer bebé, pero para eso faltaba mucho.
Rápidamente se distribuyeron las tareas y a la joven nuera le correspondió limpiar las hojas de plátano, seleccionar las fajas, lavar los trastos, servir refrescos, cargar pesadas ollas, preparar sandiwches, correr al abasto si se acababa algo; pero no se fiaron de ella ni siquiera para poner las pasitas y las aceitunas, mucho menos para envolver y amarrar, y cuando acalorada se le ocurrió preguntar: “¿Dónde están las cervecitas?”- su suegra le dijo con firmeza mientras amarraba una hallaca: “ Las mujeres de esta familia no toman alcohol cuando cocinan” .
Elvira, de tanto añorar a su mamá, sin que nadie la viera abrió la botella de vino La Sagrada Familia que tenían guardada para endulzar el guiso, y se la tomó como si fuera un refresco. Borrachita, pero liberada, se disculpó ante su familia política y corrió a la falda materna a llorar: “Ni un ají picante, ni una alcaparrita, nada, mamita, nada”.
Dos días después, cuando Elvira orgullosa le sirvió hallacas a su marido, el muy consentido, después de probarlas, desilusionado exclamó: “¡Qué lástima la receta de la abuela! Menos mal que este año no quedaron tan dulces... les faltó algo. ¡Y yo que estaba soñando con las picanticas de tu mamá!” .
Elvira, una mujer nueva estas navidades, buscó un frasco de picante jalapeño que había comprado en un bazar, y lo vertió encima de la hallaca de su amado.
Publicado en El Nacional, el sábado 20 de diciembre de 2003
Ilustración: Rogelio Chovet.
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