viernes, 14 de diciembre de 2007

La indómita carrucha veloz








Cuando Camila comentó con cierta indiferencia que en su colegio se realizaría una competencia de carruchas, su padre emocionado proclamó: “Ya ganamos porque a mí en materia de carruchas no hay quien me supere”.

La sola mención de la palabra carrucha hizo que se le removiera la infancia al fanático de mi marido. Mis hijas se prepararon resignadas para escuchar por enésima vez de labios de su padre como los tiempos de antes, cuando se jugaba libremente por las calles de El Paraíso, eran mejores que los tiempos de ahora en que los niños están obligados a vivir encerrados entre las cuatro paredes de un apartamento.

Un concurso de carruchas. Por fin uno de los sueños de mi marido se iba a hacer realidad: ¡sería propietario de una escudería!
Esa noche no durmió estudiando las estrictas reglas del concurso: la carrucha no debía exceder de un metro de largo, cincuenta centímetros de ancho y cuarenta centímetros de altura. Los pilotos debían ser alumnos entre primer y tercer grado del colegio. Sólo un pequeño obstáculo lo atormentaba: la alumna entre primer y tercer grado de nuestra familia, Camila, había heredado el espíritu deportivo de su madre y desde un principio participó: “Yo ni de broma me monto en una carrucha”.

Su padre no se molestó en convencerla, tantos años de afición a la Fórmula Uno le habían enseñado que sin un buen piloto, no hay máquina que valga.

Al día siguiente, Camila llegó con una solución: “Joanna se ofrece como piloto de nuestra escudería”.

La vimos con cierto escepticismo, su amiga Joanna es harina sacada de su mismo costal. Sin embargo, era nuestra única alternativa, así que aunque con reservas, ya teníamos a nuestro piloto, sólo nos faltaba la máquina.

Después de un viaje a la ferretería, mi marido se encerró en el maletero todo el fin de semana y sólo lo vimos cuando subía al apartamento a buscar los más curiosos materiales: una cuerda de saltar, patines viejos, un retazo de tela. El domingo por la mañana, con ojeras y barba de dos días, subió para anunciar a la familia que el bólido estaba listo. Rápidamente nos pusimos las batas y las pantuflas, cargamos al bebé, y las niñas y yo nos preparamos para ser deslumbradas por la imponente máquina: “cierren los ojos, con cuidado, pasen, tataaán, les presento a ¡Hi-yo Silver!”.

¡Qué decepción! La máquina que le costó dos noches de desvelo al jefe de nuestra escudería -una tabla vertical, en sus extremos dos tablas horizontales con unas rueditas- era una simple y vulgar... carrucha.

“No la miren así” comprendió el genio de la aeródinamica la incomprensión familiar: “Escondido entre la sencillez de sus líneas está un portento que sobrepasará la velocidad del sonido”.

Nos reunimos esa misma tarde con nuestra piloto y su familia en la bajada del colegio escogida como circuito. Ellos no se habían querido quedar atrás y también confeccionaron una carrucha. Sería manejada por el pequeño Jonathan de siete años y medio -un año menor que su hermana Joanna-, quien ya tenía rato practicando en la elegante nave de fórmica blanca construída por su papá.
Joanna, al ver la máquina que le tocaba pilotear, no pudo evitar un gesto de desdén, la que hizo su padre era más bonita. Se alistó en el rústico asiento del que sería su carro, y con una sonrisa que pronto se transformaría en mueca de terror, se dejó deslizar por la empinada bajada. A los pocos segundos salió disparada del asiento, y viéndose las rodillas raspadas, entre lágrimas juró que más nunca se montaría en una máquina de esas.

Nos habíamos quedado sin piloto.

Gallardo como pocos, Jonathan se ofreció a suplantar a su hermana, quería demostrar de una vez por todas que a pesar de Milka Duno, el automovilismo seguía siendo cosa de hombres. Acostumbrado a la estabilidad de la carrucha de su padre, Jonathan duró menos que su hermana montado en nuestra raudo vehículo. Asustado, pero decidido, se volvió a montar en la bestia mecánica dispuesto a domarla. A los pocos metros volvió a rodar.

Mi marido tenía que salvar el honor de su máquina: “Ella no es peligrosa, es que hay que saber manejarla” y regresando treinta años atrás, se montó en su carrucha y nos dio una clase de cómo se era feliz siendo niño, a principios de los años 70.

Viendo lo lejos que podía llegar nuestra carrucha en comparación con la suya, Jonathan accedió a ser nuestro piloto pero se negaba a montarse en la máquina antes de que la escudería hiciera unos mínimos ajustes de seguridad. La semana de la competencia, decenas de jóvenes pilotos aprovechaban las tardes y las noches para practicar con sus padres y sus carruchas la mejor ruta a seguir, mientras que nuestro mecánico se dedicaba a hacer los ajustes necesarios para que ¡Hi-Yo Silver! resultara vencedora. Craso error, se concentró en la máquina y olvidó al conductor.

La mañana de la competencia, 62 carruchas hacían fila para someterse al escrutinio de estrictos jueces quienes vigilaban que no se pasaran de las medidas reglamentarias. Doce carruchas fueron descalificadas, cincuenta carruchas entraron en competencia, entre ellas ¡Hi-yo Silver! No era una carrera, el primer premio se lo llevaría la carrucha que llegara más lejos. Cada escudería tenía derecho a dos lanzadas de su máquina y se podía cambiar de piloto. Un piloto podía participar en varias escuderías.

Nuestra carrucha era la última en concursar. Jonathan primero probó suerte con la carrucha de su padre sin llegar más allá de unos metros, su carrocería era demasiado pesada. Cuando le tocó montar ¡Hi-yo Silver!, ya se había olvidado del trauma de la semana anterior y estaba contagiado por la euforia de los demás participantes. Se montó en la carrucha, se ajustó el casco, esperó a que le dieran la orden de partida, y en la curva maldita se volvió a caer.
Ahora sí habíamos perdido a nuestro piloto definitivamente, ningún poder humano haría que Jonathan se montara de nuevo en nuestra indómita carrucha veloz.

En medio de la desesperación vimos al pequeño Pedro, de segundo grado, cabizbajo porque la carrucha que iba a pilotear había sido descalificada porque su tamaño sobrepasaba los límites reglamentados. Un niño sin carrucha y una carrucha sin niño. Mientras esperaban a que las otras 49 carruchas concursantes hicieran su segundo recorrido, mi marido trató de darle al joven Pedro un curso intensivo de cómo se maneja una carrucha veloz. Quizás pecamos de ilusos, uno no le da a un piloto novato a manejar un carro de fórmula uno, el valiente Pedro cayó en la misma curva que sus compañeros. ¡Hi-yo Silver! había quedado descalificada.

La carrucha ganadora del evento fue “Guacamóvil” piloteada por un alumno de tercer grado: Alan, una especie de reencarnación de Ayrton Senna Da Silva. Triunfó el piloto más que la máquina. Pero al final de la competencia los organizadores del evento tenían preparada una sorpresa: la competencia de padres. ¡Esta era la oportunidad de demostrar el potencial de la mejor máquina conducida por un experto piloto! Uno a uno se fueron lanzando los niños treintones con las carruchas de sus hijos. Cuando por fin le tocó el turno a ¡Hi -yo Silver! demostrar cuan lejos podía llegar, debí haber sospechado que algo extraño iba a pasar porque mi marido se despidió de mí con un beso: “Cuida a los niños que quizás vaya a tardar un poco en regresar” y se impulsó por la bajada con tal fuerza que temí que se iba a caer en la curva, pero no, la logró sortear y siguió rodando hasta pasar al público, y siguió rodando hasta salir del colegio, y siguió rodando hasta llegar a la autopista, y siguió rodando hasta Puerto Ordaz, y siguió rodando y lo último que supe de él es que vieron a un hombre feliz, en una indómita carrucha veloz, atravesando la frontera de Brasil a Paraguay.

(Crónica publicada en la sección: Juego de Palabras en El Nacional en enero de 2002).

2 comentarios:

lennis dijo...

Qué crónica tan divertida!
Donde yo me crié, en El Consejo, los chamos se lanzaban en carrucha por las veredas de la urbanización, que eran empinadísimas. Yo nunca quise probar porque me daba miedo, prefería mi bicicleta. Aunque mis amigos decían que desde la carrucha el golpe era menos fuerte, porque se estaba más cerca del piso. La verdad es que ahora me arrepiento... ¿No podrán prestármela un rato?

Qué gusto leerte Adriana, no sabía que tenías blog. Ya mismo me dispongo a enlazarte.

Adriana Villanueva dijo...

Gracias Lennis, me da vértigo imaginarte por la empinada bajada en bicicleta, así que ¡Hi yo Silver! está a la orden para cuando quieras regresar a las veredas de El Consejo.