lunes, 10 de marzo de 2008

G.I. YO

Estaba aterrada, para qué negarlo, petrificada ante la posibilidad de que Venezuela entrara en guerra con Colombia. No sólo por las consecuencias catástroficas que habría tenido semejante enfrentamiento sino también por razones egoistas, después de todo pertenezco a una generación que creció con una franja rayada al este del mapa de Venezuela que decía: “zona en reclamación”; con los libros de texto de geografía prometiéndonos que tarde o temprano la zona conocida como “la Guayana Esequiba” que nos arrebataron los ingleses con la complicidad gringa en el Laudo arbitral de París en el año 1899, volvería a formar parte de Venezuela.
Para varias generaciones de niños venezolanos, hasta que el presidente Chávez lo reconoció como pleito hace tiempo perdido, el Esequibo –que prometía ser una zona rica en recursos minerales- más que un limbo limítrofe era una bomba de tiempo. Y la mayoría de quienes nacimos en los años 60 en democracia y crecimos en el auge petrolero, nos sentíamos cualquier cosa, menos guerreros.
Por eso después de tanto coco con la “zona en reclamación”, nos tomó de sorpresa que a principios de los años 80 la primera afrenta fronteriza que nos tocaría vivir no llegara por el este sino por el oeste, cuando en unos mapas colombianos ni la puntita que nos queda de la península de la Guajira estaba señalada como nuestra. Los nacionalismos se exaltaron, salían en los periódicos mapas de los últimos cien años que demostraban de cómo Venezuela había ido cediendo terreno a Colombia. Si seguíamos así, pronto perderíamos hasta el golfo de Venezuela.
A pesar de que apenas era una colegiala, recuerdo como un impasse diplomático – con tensión pero sin insultos ni groserías- este roce entre países hermanos que eventualmente se subsanó al dejarle claro a los colombianos que la puntita guajira que nos quedaba, ¡se respeta, carajo!
Para hacernos respetar, había que reforzar las Fuerzas Armadas primero, y se decretó que los venezolanos al cumplir 18 años nos inscribiríamos en el servicio militar. Por primera vez en la historia republicana de Venezuela esta ley aplicaba tanto para hombres como para mujeres. Así, recién graduada de bachillerato, a punto de entrar en la Escuela de Artes de la Universidad Central, tuve que inscribirme en el Servicio Militar, aunque mientras no hubiera guerra, los estudiantes estábamos exonerados.
Yo, que le tengo terror a los aviones, me anoté en la Fuerza Aérea. No fue un caso de demencia temporal, tampoco me picó la fiebre de Top Gun ni me invadió el espíritu de Amelia Earhart; a pesar de que pertenecía a la primera generación de mujeres criollas criada bajo los preceptos de la liberación femenina, creyendo que las mujeres y los hombres teníamos los mismos derechos y deberes, a la hora del arte de la guerra, retrocedí a la época de las abuelas: era incapaz de imaginarme vestida de verde militar con un fusil al hombro en una trinchera.
Por lo visto no era la única chama de mi época carente de espíritu bélico, y como todo en este país, no se había terminado de decretar la ley cuando ya había una salida a ella: en las heladerías, en las fiestas y en las discotecas se corría el dato que las mujeres debíamos inscribirnos en la Fuerza Aérea porque la igualdad de sexos en el ámbito castrense tenía su límite a la hora de darnos a pilotear un F-16. Se decía que en caso de guerra, a las chicas inscritas en la Fuerza Aérea, nos asignarían trabajos de oficina. Yo, lejos de ofenderme, ofrecía llevar mi Olivetti.
Menos mal que en los 80, como en marzo del 2008, tampoco hubo guerra en la frontera. Sin embargo la tarjeta militar la llevé durante años en la cartera no me la fueran a pedir en una redada. Pero los tombos de entonces tampoco creían en la igualdad de los sexos, y si más de un amigo pasó preso una noche por no cargar su tarjeta militar, no supe de una mujer que se haya visto entre rejas por no tenerla.
Más de 25 años después sí me asusté cuando el Presidente Chávez, ante el ataque colombiano al campamento de la FARC en Ecuador, con el grito de: “¡Invasión! ¡Soberanía!” ordenó, tras una retahíla de insultos, cerrar la embajada de Colombia, mandar a las fronteras diez tanques de guerra, y que fueran calentando los motores de los aviones rusos recién comprados.
Traté de recordar dónde carrizo estaría metida mi tarjeta militar, me pregunté aterrada si todavía en algún lugar en Fuerte Tiuna quedará registro que pertenezco a la Fuerza Aérea de Venezuela, porque de haberse declarado la guerra de la frontera, este gobierno tan loco como improvisado, a la hora de necesitarnos llamaría a sus reservistas veteranos para volar los Caza Rusos Sukhoi.
Y hoy no habría Olivetti que me salvara.

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