Uno de los populismos más cínicos del Gobierno estos últimos meses fue suspender el comodato del edificio donde funciona el Ateneo de Caracas aludiendo que, de ahora en adelante, para ver teatro en las salas en Los Caobos: “no se tendrá que pagar”. Como si el teatro en Venezuela fuera un pingüe negocio capitalista.
Mas allá de la fiebre de monólogos que ha pegado comercialmente, y de ese estilo picaresco, algo pasado de moda, donde tetas y nalgas son las principales protagonistas; en Venezuela nadie hace dinero haciendo teatro. Apenas se sobrevive. Ya quisiera el más exitoso de nuestros teatreros recibir un sueldo fijo y prestaciones similares a las de un Asambleísta Nacional, o tener la liquidez de quienes negocian con el dólar permuta, o contar con una camionetota asignada como algunos locutores estrellas del Canal del Estado.
El Teatro en Venezuela se hace gracias al afán de grupos de soñadores, inyectados por el entusiasmo de un director, que dedican sus noches, primero durante meses de ensayos, y después frente al público, a llevar a escena una obra que no importa cuándo fue escrita, aspirará reflejar contemporaneidad. Y digo que el director debe ser un líder entusiasta porque para tanto trabajo y dedicación, con apenas 4 funciones a la semana, el escaso valor de las entradas, sin contar los pases de cortesía tan comunes en nuestro país; las ganancias económicas de los involucrados, con suerte, apenas darán para pagar el mercado.
Durante años los grupos de teatro en Venezuela sobrevivieron gracias a los subsidios que les otorgaba el Estado, pero quienes hoy pregonan “teatro gratis”, cortaron estos subsidios al punto de convertirlos en limosnas. Muchos teatreros se han tenido que ajustar a base de ingenio, otros sacrificando calidad al reducir gastos de producción, o montando obras con un perfil más comercial.
Entonces, si hacer teatro es casi un acto marginal, ¿por qué la saña revolucionaria? El desalojo del edificio de Los Caobos para crear una Universidad de las Artes(¿oficiales?), más que al Ateneo de Caracas y a los distintos grupos que tenían ahí su sede, es un golpe bajo a quienes insisten en hacer teatro sin ser presas de presiones políticas. Golpe que también busca noquear a tantos caraqueños que sentíamos que en esa frontera del este con el oeste de la ciudad, quedaba un oasis en nuestra vida cultural y cívica donde en otros tiempos se lograron dar inolvidables festivales internacionales de teatro, y hoy se seguía ofreciendo teatro clásico, contemporáneo, de vanguardia, infantil, ferias navideñas, talleres, buen cine, y buena música.
Con la toma del edificio del Ateneo, el teatro independiente a los caprichos revolucionarios termina de ser enclaustrado en un ghetto. Quienes quieran montar obras sin guiños al poder, o sin temor a que un artista o determinada frase sean vetadas por incomodar al régimen, tendrán que hacerlo, por ahora, en una pequeña franja entre el noreste y sureste de la ciudad. Olvídense del Oeste de Caracas, donde hasta hace unos años funcionaron nuestros principales salas de teatros, hoy centros activos del oficialismo. La cultura ha sido cercada por la bota ideológica. Aplaudir esta medida es de esperar en aquellos que abogan por el pensamiento único, pero cuesta entender que hay quienes todavía se llaman creadores, complacidos de cómo en Venezuela se asfixia cada vez más la libertad.
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