Hace algunas semanas, de regreso a Caracas de Nueva York, viajaba con el maletín de mano lleno de libros. Traía la creme de la creme intelectualosa: lo nuevo de Auster, de Murakami, de Roth, libros que me garantizarían no meses sino años de lectura con sello de calidad “The New York Times Book Review”. La selección literaria fue cuidadosa porque con el dólar como está y con las aerolíneas que no perdonan ni un kilo de exceso de equipaje, no me podía traer los indiscriminados cargamentos de antaño.
Sin embargo, siempre hay espacio para un último libro, el del aeropuerto, el de los pocos dólares que quedan en la cartera. Suele ser algún best seller que me picó el ojo más de una vez, pero que por snob, me negué a comprar.
Es que por más intelectual que me las dé, siempre me vence el terror a volar y cuando veo por los ventanales del aeropuerto que hay una nube gris plomo en el plan de vuelo, el esnobismo literario se va para el diablo porque no hay Murakami que aguante una turbulencia.
Qué le voy a hacer. Estoy resignada a aceptar que los últimos dólares de la cartera siempre son para ese pocket book de lectura fácil que en un avión que se menea es más efectivo contra los nervios que un lexotanil de seis miligramos. Y esa tarde de principios de junio la nube era tan gris tirando a negra que sin dudarlo dos veces, pagué mis últimos siete dólares en una novelita de portada fucsia que hasta decir el título me da pena: “Confessions of a Shopaholic” de Sophie Kinsella.
Imagino que no hace falta ni traducir el título ni explicar el tema del libro. Así que después de encomendarme a todos los santos cuando el piloto, tras cuarenta y cinco minutos tratando de romper barrera, por fin saludó a los pasajeros con un poco optimista: “El tiempo no está muy bueno, let’s see qué tipo de vuelo nos tocará”, como ya no me quedaban ni los cinco dólares que cuesta media botella de vino en los aviones, le entré de frente a las aventuras de Becky Bloomwood, una joven periodista financiera londinense, y su insaciable adicción a comprar.
Así, en medio de una leve turbulencia, comencé a leer “Confessions of a shopaholic” con cierto desprecio, con un: “¿qué irán a pensar de mí mis vecinos de asiento?”, con ese remordimiento de tiempo perdido para mejores lecturas, pero me reí tanto, tanto con los sinsabores de la pobre Becky para hacerse de la bufanda de sus sueños, que el resto de los pasajeros, las dos aeromozas y el sobrecargo habrán creído que esa señora que en el puesto 24C estaba tan pálida que parecía que le iba a dar un ataque de pánico, llevaba una mulita de vodka en la cartera y supo hacer buen uso de ella.
Mi punto débil literario es todo aquello que me hace reír a carcajadas: me gustan desde las comedias de Shakespeare hasta los sitcoms que pasan por Sonny. No estoy sola en tanta desvergüenza con la risa: en una entrevista el dramaturgo norteamericano Edward Albee, autor de “¿Quién le teme a Virginia Wolf?”, se confesó ferviente admirador de la comedia televisiva “That ‘70s show”.
Dicen que hacer reír es más difícil que hacer llorar. Por eso no pierden vigencia ni Cervantes ni Moliere, por eso se agradece a quienes dan motivos para una buena carcajada, aunque no a todos nos funciona lo mismo (no encuentro divertido “That ‘70s show”), pero en el humor ajeno no hay que ser esnob, por eso cada vez que me ponen ante el aprieto de recordar a mis autores favoritos o aquellos que han tenido influencia en mi, pienso automáticamente en los que con excelente prosa me han hecho reír: Bryce Echenique, Oscar Wilde, Philip Roth, Nick Hornby, Vargas Llosa, Cabrujas, Mark Twain.
Por supuesto, no son los únicos escritores a los que admiro, faltan los que me conmueven, los que me asustan, los que me entretienen, los que me obligan a pensar… pero esas ya serían otras historias que contar.
Esta crónica la escribí antes de que saliera la película Confessions of a Shopaholic, que no he visto. Shopaholic toma Manhattan no me divirtió tanto, quizás porque no la leí en un avión.
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