viernes, 1 de mayo de 2009

Teatro en tiempos de crisis

Cuando vi en 1999 el montaje del Grupo Actoral 80 de Art de Yasmina Reza, me gustó tanto que quedé con  ganas de ver la obra otra vez, y aunque Héctor Manrique la repuso hace poco en la sala Corp Group, aproveché que visitaría Chicago para disfrutar la puesta en escena de la prestigiosa compañía teatral Steppenwolf.

Algo extraño sucedió, a pesar de las impecables actuaciones, Art no hizo clic con el público que apenas reía con frialdad ante el enfrentamiento verbal entre los protagonistas: tres hombres que replantean su amistad mientras discuten sobre el valor del arte moderno. Posteriormente leí una crítica que sugería que la obra de la francesa Yazmina Reza, tan celebrada como montada a nivel mundial desde su estreno en París en el año 1994, es otra víctima de la crisis económica: quién puede disfrutar una discusión de si un cuadro blanco realmente vale los 200 mil euros que costó; en un momento histórico en el que la cifra de desempleos va en aumento, y hasta quienes se creían holgados económicamente, hoy temen perder no sólo su trabajo sino sus ahorros, sus viviendas, el futuro universitario de sus hijos, su jubilación… 

A Art en Chicago le cuesta llenar la sala: a pocas horas de subir el telón, se rematan las entradas en taquilla.

La crisis en Chicago se siente al ver las tiendas desiertas, en Nueva York con los grandes anuncios de liquidación por cierre, pero el teatro sigue adelante: fue necesario comprar las entradas con dos meses de antelación  para ver Wicked en Broadway, obra estrenada en el año 2003. Basada en la novela de Gregory Maguire, a su vez basada en El mago de Oz de L.Frank Baums, este musical compuesto por Stephen Schwartz con libreto de Winnie Holzman, es el mejor ejemplo de que no hay crisis que pueda contra un producto comercial que pega, y qué público más fiable que generaciones de niñas ansiosas por conocer la verdadera historia de Elphaba, la no tan malvada bruja del oeste, y Glinda, la no tan buena bruja del norte. 

No sólo el teatro es visita obligada en Nueva York, Manhattan también es la meca de buenos conciertos, en esta ocasión coincidí con una presentación de Seal en el Radio City Music Hall. Para quienes no les suena Seal: es el marido de Heidi Klum. Y eso de ser mejor conocido como el marido de una top-model alemana no lo digo por farandulera, entre canción y canción el cantante de las cicatrices en la cara hablaba de su esposa, hasta anunció en primicia su cuarto embarazo, y ella, como el personaje de George Steinbrener en la serie Seinfeld, dejó lucir su rubia melena de espaldas al público.

Mas allá del farandulerismo, el concierto estuvo fenomenal. Seal, que está promocionando su   CD de grandes temas de la música soul, canta y se mueve con estudiada sensualidad. Pero además de un buen concierto, me quedó un análisis sociológico del público que fue a aplaudir al músico afroinglés en Nueva York: en su mayoría de origen anglosajón, eran parejas de adultos contemporáneos que tomaban drinks alumbrados por removedores fluorescentes. Me sentía en un singles bar.

Lo que más me asombró fue que antes de terminar el concierto, la sala se comenzó a vaciar, algo nunca visto en un concierto equivalente en el Teatro Teresa Carreño, y eso que a la salida se forman unas colas para sacar el carro del estacionamiento que no conoce el público de Nueva York.

Seal cerró la noche cantándonos “The Change is gonna come” de Sam Cooke a Heidi, a tres gatos que todavía creen que un cambio está por venir, y a un par de venezolanas que jamás abandonan un concierto sino hasta el final.

Con el Radio City Music Hall no acabó mi agenda de eventos en esta visita al Imperio: la noche antes de viajar a Caracas fui a ver 33 Variaciones, el regreso a Broadway de Jane Fonda tras más de 40 años de ausencia. Obra escrita y dirigida por el venezolano Moisés Kaufman.

Siento un inmenso orgullo generacional por mi contemporáneo Kaufman, a quien no conozco personalmente, que ha logrado llegar a la cima del competido mundo teatral en Nueva York. Y tiene con qué: primero The Laramie Project, despúes Gross Indecency: the 3 trials of Oscar Wilde, y ahora 33 variaciones, que me dió la oportunidad de ver su trabajo en un teatro porque hasta donde yo llego, en Venezuela no han montado ninguna de sus obras.

En 33 variaciones, Kaufman –tanto como autor como director-, sin enredarse ni caer en  estereotipos ni superficialidades, maneja varias historias paralelas  en torno a las variaciones que hizo Beethoven del vals de Antón Diabelli.

Con 200 años de distancia entre sí,  acompañados por la pianista Diane Walsch, se intercalan los últimos meses de Beethoven (Zach Grenier) y los de la doctora Katherine Brant (Fonda), musicóloga afectada por la enfermedad de Lou Gherig quien se plantea como proyecto final descubrir porqué Beethoven se obsesionó con un mediocre vals ajeno.

Me traigo de regreso a Caracas una frase de 33 variaciones, la exclama la doctora Brant emocionada ante una estatua de Ludwig van Beethoven en una plaza en Bonn, la frase no es exacta pero dice algo asi: “¡Qué grande una ciudad donde hay estatuas de músicos en lugar de estatuas de militares!”.     

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