Sentada en un restaurante chino en París, contemplo con cierto estupor cómo mi vecino de mesa, luego de un opíparo almuerzo con los más suculentos platos de la cocina tzechuan, decide cerrar con broche de oro con el postre más caro del menú. Verdadera exquisitez para una fría y lluviosa tarde de primavera: un exótico mango.
En mi calidad de nativa de un país tropical en el cual un mango no es un lujo sino un derecho adquirido, observo con interés antropológico que raya con la indiscreción cómo mi distinguido vecino se enfrenta con el divino manjar sin perder la clase y la elegancia. La diligente mesonera oriental le sirve lo que en Venezuela llamamos "una manga", más grande y más dulce que el mango y carente de hilachas. Con experto ojo de conocedora, diagnóstico que esa manga está verde y pasmada; el pobre ignorante, sin percatarse de la calidad de la fruta que le acaban de servir, comete el mayor pecado que mis caraqueños ojos hayan visto jamás: en vez de hincarle el diente, como el caso lo amerita, toma un cuchillo y un tenedor, y la pica.
Trato de no ser xenófoba. Acostumbrado a los escargots, al chateaubriand y al beaujolais, este pobre señor seguro ignora que al otro lado del océano Atlántico existe un país llamado Venezuela, en el cual a pesar de que a la mayoría de sus habitantes no les alcanza el dinero para comprar la cesta básica, durante cinco meses al año un buen mango nunca le falta a nadie.
Ya en abril las matas de toda Venezuela están cargadas de ácidos mangos verdes, que con un poco de sal, muchos juran preferir al dulce mango amarillo. Estos mangos verdes, a menos que sean ayudados por un hambriento pájaro o por una certera piedra, no se caen de las matas y las amas de casa tienen que recurrir a un enorme palo para alcanzar la cantidad suficiente para preparar una deliciosa jalea. Yo prefiero los mangos dulcitos, los que se caen de maduros, los mangos amarillos y mangas rosadas que invaden de tal manera los jardines venezolanos que muchas familias con matas en sus jardines, no sabiendo qué hacer con tanto mango, llenan enormes bolsas y las dejan abandonadas a las puertas de sus casas con la seguridad de que serán bien aprovechadas.
Vivo en un edificio con una sola mata de mango, que a pesar de su generosidad, no se da abasto para tantos comensales. Los vecinos tienen la suerte de tener pequeños jardines con frondosas matas de mangos que han provocado incalculables problemas fronterizos. Sólo la ecuánime intervención de una vecina abogada, quien decretó que las frutas que cayeran en territorio neutral son propiedad de la comunidad, logró que se evitara una guerra vecinal. Un avaricioso vecino encontró una solución para no ser despojado del usufructo de su jardín: todas las mañanas, en bata y pantuflas, regresa a su niñez de tumbamangos y con mejor puntería que aquellos que lo quieren despojar de sus tesoros, tumba con una piedra las frutas que amenazan con caerse sin su debido permiso.
Pequeñas idiosincrasias caribeñas que un distinguido francés, que come mango con cuchillo y tenedor, jamás podría entender.
Primera columna publicada en El Nacional en la sección de Humor, no recuerdo si en el año 2001 o 2002. Ilustración de Rogelio Chovet.
2 comentarios:
Aqui se come manzana con tenedor y cuchillo, tambien el durazno, la pena, etc etc , imginate cuando esta india le mete el diente directamente.
Gaby, la próxima vez que te miren feo en España por comer fruta con las manos, sólo tienes que explicar: "por picar una manzana un dedito me corté, mi abuelita me ha curado con un beso y un pastel".
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