miércoles, 25 de noviembre de 2009

En la emergencia


El dramático desenlace del triple empate del roundrobin del béisbol entre Leones-Tigres-Tiburones en enero de 2009 queríamos verlo en el estadio Universitario. Los hinchas de los Tiburones dependíamos del triunfo de Los Leones del Caracas ante los Tigres de Aragua para que los aficionados melenudos, que ese jueves abarrotaban el estadio, nos cedieran sus puestos para la segunda tanda del doble juego de desempate. El perdedor del primer encuentro disputaría el pase a la final con los gloriosos Tiburones de La Guaira. Pero no pudo ser, y no porque Los Leones perdieran el juego contra Aragua, ganaron y varios amigos le ofrecieron a mi esposo sus puestos en el Universitario; pero nuestro hijo de 9 años se quejó de una engorrosa inflamación y hubo que llevarlo de urgencia a una clínica. Así que en lugar de  ver el partido desde las gradas gritando: “Ehhhh, La Guaira”, tuvimos que hacerlo ante un pequeño televisor en una sala de emergencia pediátrica.
Cuando llegamos a las 7 de la noche a la emergencia sólo había una bebé recluida. Afortunadamente, ni se veía muy malita ni sus padres eran fanáticos del Caracas. El papá llevaba una braga médica que lo identificaba como versión criolla de los internistas de Grey’s Anatomy. La mamá era muy bonita, de ojos verdes, que su niña había heredado. Llevaba puesta una camisa azul de Ingeniera UCV. La bebé de año y medio correteaba por la sala de emergencia.
”No parece enferma”, le dije a la mamá como para bajarle el nivel de angustia, aunque más nervioso se veía el papá. Me contaron que había tenido una fiebre muy alta, pero bajo los efectos del Cataflam, volvía a ser una niña risueña. Debían esperar los resultados de los exámenes. Nosotros también. Lo hicimos viendo el juego. Como la joven pareja era magallanera, no estaba muy pendiente de la televisión. En cambio mi familia, fanática de los Tiburones, estaba ante el primer pase a la final en casi veinte años.
No podíamos gritar, así que el fanático de mi marido se tuvo que conformar con caminar por los pasillos, morderse las uñas, gesticular. La enfermera bromeaba que le tenía reservado un cubículo por si le daba un infarto. En cambio yo no pude evitar una que otra silenciosa mentada de madre ante la impotencia de ver que mi equipo conectaba hits, llenaba bases, pero las carreras no venían. En el transcurso del juego, a la emergencia pediátrica llegó un gordito que se tragó un clavo, y una niña con un ataque de asma. Mientras nebulizaban a la chamita, el pediatra de guardia tranquilizó a la mamá del cometutti viendo sus radiografías: el clavo estaba en las vías digestivas, se podían ir tranquilos, saldría al día siguiente de manera natural.
En el noveno inning, con  hombres en base, última oportunidad de los Tiburones para nivelar el juego ante los Tigres que iban ganando 3 carreras por 1, llegaron los resultados de los exámenes de mi Ozzie y de la niña de los ojos verdes. La inflamación de Ozzie era por un cuadro viral, podía irse a casa. Las noticias no fueron buenas para los jóvenes padres: su bebé, a quien ya le empezaba a subir la fiebre y se le veían los cachetitos rosados, padecía una severa infección. Era necesario hospitalizarla para descubrir de dónde provenía. Había un problema: no podía ser en esa clínica, su seguro era de PDVSA y Petróleos de Venezuela les debía un realero.
El out 27 fue el fin de las ilusiones para la fanaticada de La Guaira. No ligamos. Aragua clasificó para la final. Nos fuimos a casa con el corazón  rasguñado, no tanto por el zarpazo mortal, como por la suerte de una hermosa familia que a media noche sentiría vivir en una Venezuela que no les  respondía.  

Artículo publicado en la revista Contrabando.

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