Siempre soñé vivir en un apartamento minimalista como esos que salen en las revistas de decoración catalanas: grandes espacios con escasos muebles de líneas audaces y en las blancas paredes, una obra de arte abstracta. Mi realidad de globalizada madre de tres niños contrasta dramáticamente con mis sueños: en una esquina los juegos de video y computadora, en otra, la cocinita con su comida de plástico; regados por todos lados: pelotas, carritos, tacos, jugueticos de Mac Donald, legos y muñecas con el pelo trasquilado. Decenas de Barbies que alguna vez fueron glamorosas yacen desnudas en una cesta. Los Ken se confunden con los Max Steel preparándose para una guerra sin cuartel contra los sufridos padres que no logramos comprender porqué, en medio de una crisis económica en la que se nos hace cuesta arriba pagar desde el colegio hasta la ortodoncia de nuestros hijos, los muy consentidos tienen más juguetes que Ricky Ricón.
Qué diferente esta orgía de juguetes a mi infancia no tan lejana en una Caracas en la cual la violencia no reinaba, los niños teníamos jardines donde jugar y mucha calle donde montar patines y bicicleta. Quizás porque el encierro no era una necesidad, la tecnología un imperio y el consumismo aún no se había desbordado, mis juguetes eran menos numerosos que los de mis hijos: muñecas de trapo y de papel, suplementos, libros, muchos libros, rompecabezas, un batimóvil que sobrevivió las impericias de cuatro hermanos, y una Barbie, tan sólo una.
En el siglo XXI la conciencia pica, unos niños con tanto y otros tan desposeídos. Unos recibieron más Yu Gi Hos el Día de Reyes mientras otros lo celebraron vendiendo calcomanías y limpiando parabrisas. A unos se les consiente todos los días y otros sólo son recordados en las promesas electorales. Algunas madres generosas recogen muñecas tuertas, carritos sin ruedas, creyones sin punta, los ponen en una caja y los regalan a instituciones benéficas, sin saber, las pobres, que ahí sobran las muñecas tuertas y los carritos sin ruedas pero faltan alimentos, lencería, medicinas, y especialmente hogares confortables como el que construye Fundana para 80 pequeñines en Colina de los Ruices.
Otras madres más astutas encuentran la solución perfecta a esta invasión de juguetes exiliándolos a una casa amiga. El modus operandis es sencillo: se busca una bolsa de boutique y se llena con todos esos perolitos que constantemente se están clavando en nuestras vidas como zapaticos de la Barbie, Polly Pockets, difuntos Tamagochis y cualquier juguete que se tenga que armar y le falten varias piezas, o al que hace tiempo se le oxidó la batería. A la hora de regalarlos hay que actuar como si nos estuviéramos desprendiendo de uno de nuestros mayores tesoros: “ Aquí te paso la granja de las niñitas, ellas sólo aceptaron salir de este juguete tan querido porque se lo están dando a su prima favorita”. Y mientras la incauta víctima saca de la elegante bolsa el cachivache, es necesario justificar el deplorable estado de la dádiva: “Está perfecta, sólo le hace falta una rueda al tractor, la vaca y el cochino hace tiempo que se perdieron, pero todavía queda la oveja. Está un poco sucia, nada que agua y jabón no puedan remediar”. Y así de fácil una se queda con un cachivache menos en su vida mientras la ingenua beneficiaria de este legado infantil, en cuestión de meses se encontrará con una casa invadida de los más inútiles juguetes construidos en civilización alguna.
Por eso joven madre primeriza, si te visita una prima, una cuñada o una comadre con una gran bolsa de boutique fina, sé astuta, no caigas en la trampa, y antes de que tu hogar se convierta en una chivera de juguetes, pon las normas muy claras: “Donaciones: sólo en efectivo o en cheque, por favor” y si es a nombre de Fundana, mucho mejor.
Publicado en El Nacional el 17 de enero 2004. Ilustración para Nojile de Rogelio Chovet. Afortunadamente, ya la etapa en mi familia de la chivera de juguetes quedó atrás.
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