lunes, 13 de abril de 2015

Cincuenta años de vacas flacas


Corre por Facebook un artículo que sirve de ejemplo de lo enfermos de odio que podemos llegar a estar los venezolanos: "¿Dónde están esos que se burlaron de los que se fueron?" testimonio de un emigrante venezolano a quien lo carcome el resentimiento ante los paisanos que vacacionan en el exterior derrochando dólares de viajeros Cadivi  mientras tildan a quienes emigraron de la Venezuela chavista como unos "limpia-baños". El autor del texto se confiesa feliz ante la presente situación económica en Venezuela, situación que podría representar no solo el fin de los manirrotos viajeros, sino también el abismo total en la economía venezolana.
Doloroso para quienes aquí seguimos ese sentimiento de: "ahora jódanse mis panas, ojalá lo pierdan todo por pendejos, menos mal que ya yo me fui". 
Como si mientras más se hunda Venezuela en este cataclismo revolucionario, más se justifica la difícil decisión de tantos venezolanos de emigrar en condiciones precarias. 
Para ser justos no es fácil ni la decisión de emigrar, ni la de seguir en la actual Venezuela marcada por la violencia, la escasez y la represión. Leyendo a quien apuesta por la implosión de su país como merecido castigo a los compatriotas que se quedaron y alguna vez viajaron a Disney World con Cadivi, me doy cuenta que a veces uno gravita sobre un tema más que por mera casualidad, como es el caso de mis lecturas de chinchorro margariteño de esta Semana Santa 2015: la novela "Herejes" de Leonardo Padura, y "Nieve en La Habana, memorias de un cubanito" de Carlos Eire. 
Al finalizar de leer ambos libros casi simultáneamente (uno impreso y el otro digital) me percaté que si bien ambos tenían como marco La Habana revolucionaria, las memorias de Eire tratan sobre la experiencia del cubano que se fue de su tierra para no volver, mientras la novela de Padura, con el antihéroe Mario Conde de nuevo como desentramador de misterios, entre otros temas trata sobre aquellos cubanos que sin estar felices con el status quo revolucionario, se quedaron en la isla adaptándose a la decadencia de país. 
"Venezuela no es Cuba" algunos decíamos cuando los más funestos agoreros, con la llegada de Hugo Chávez Frías al poder, vaticinaban que un rudo comunismo estaba a nuestras puertas. Ambos tuvimos razón, Venezuela no fue Cuba: quizás en el año 2015 podemos decir que llegamos al mismo destino de ruina revolucionaria, pero por caminos distintos: mientras en Cuba la represión fue casi inmediata, en Venezuela no fue sino hasta la llegada de Nicolás Maduro al mando cuando se apretó al acelerador rumbo hacía el abismo al que hoy parecemos caer sin paracaídas. 
Tanto Eire como Padura narran sobre los primeros cubanos que partieron al exilio apenas tomó Fidel Castro el poder, la mayoría allegados a la Dictadura de Batista que temían por sus vidas. Quienes huyeron primero quizás lograron salvar algo, después fue que comenzaron a irse ciudadanos comunes con poca disposición para el sacrificio revolucionario, a quienes los fidelistas bautizaron con desprecio: "gusanos", aquellos cubanos que prefirieron emigrar, aun arriesgando sus vidas, antes que quedarse en Cuba a luchar por el sueño revolucionario.
Se lee tanto en las novelas de Padura como en las memorias de Eire, la imposición revolucionaria a cortar cualquier lazo o comunicación con semejantes "traidores". 
Por supuesto que no debe ser fácil emigrar, bajo ninguna circunstancia, pero tampoco se puede negar que los cubanos y los venezolanos no lo hicieron en las mismas condiciones: en Venezuela, mal que bien, quienes claudicaban de país ante esta aventura revolucionaria, han tenido más de quince años para elaborar un "plan B", años para liquidar propiedades en Venezuela, conseguir trabajo en el exterior, hasta hace poco la facilidad para conseguir dólar preferencial Cadivi para los estudiantes, tiempo más que suficiente para calibrar opciones... en la Cuba revolucionaria se cerraron las puertas de salida casi que de inmediato, y quienes pudieron partir en avión, que fueron muy pocos, cuando lo hicieron ya habían perdido su dinero e inversiones en Cuba, sus propiedades no las habían perdido pero no podían disponer de ellas, y solo les permitían sacar de Cuba, según cuenta Eire que se fue de niño en la operación Pedro Pan en el año 1962: "Dos mudas de ropa, tres mudas de ropa interior, tres pares de medias, y un libro". 
Másná. 
La operación Pedro Pan de la que se beneficiaron el joven Carlos y su hermano mayor fue una puerta de salida que se abrió a catorce mil niños cubanos a quienes se les dio visa para emigrar a los Estados Unidos viviendo arrimados en casa de familiares y amigos, muchos en orfanatos, mientras esperaban a que sus padres consiguieran visas para unírseles. Cuenta Eire que en la despedida en el aeropuerto de La Habana, a la que acudió toda su familia extendida: abuelos, tíos, primos... ni el más pesimista pensó que esa despedida sería definitiva. Pero los hermanitos se fueron de Cuba para no volver: en el aeropuerto vieron por última vez a su padre y a sus abuelos. Su mamá se habría de reunir con ellos dieciocho meses después. 
Hasta para el cubano más próspero tras el exilio revolucionario ser "limpia-baños" distaba de ser un insulto como para el venezolano ofendido, sino un trabajo como cualquier otro para comenzar a construir sus vidas desde cero. Criado como un principito en La Habana, Eire pasó años de su adolescencia lavando platos en el Hotel Hilton de Chicago para mantener a su madre, que tenía un brazo lisiado, y pagar sus estudios.
Coinciden Eire y Padura en destacar la solidaridad del cubano para ayudarse entre compatriotas, tanto en el exilio como en los avatares de la isla, en eso Venezuela tampoco es Cuba. Pero si la historia del libro de Eire termina en la despedida en el aeropuerto en La Habana, la de Padura comienza con la llegada del artista neoyorquino Elías Kaminski a la tierra de sus padres, por recomendación de un amigo, Kaminski busca a Mario Conde -ahora dedicado a la compra-venta de libros usados en La Habana- y le ofrece cien dólares diarios para que lo ayude a dar con el paradero de un retrato de Rembradt, herencia familiar.
Herejes es tres novelas en una: la primera parte es grandiosa, narra la historia de Daniel Kaminski y su tío Pepe Cartera, inmigrantes en Cuba marcados por la tragedia familiar ante el sentimiento antisemita de mediados de siglo XX cuando se les negó el desembarco en La Habana a cientos de pasajeros judíos que huían del nazismo. 
La segunda parte es la historia del retrato de Rembradt, la cabeza de un Cristo de rasgos judíos,  y la tercera parte asemeja más a las otras novelas policiales de Padura cuando Mario Conde se involucra en la desaparición de una joven "emo", cuyo burócrata padre había sido señalado en negocios turbios en Venezuela. Al final las tres historias se conectan entre sí, son historias de Herejes, de aquellos que se atreven a desafiar un dogma impuesto por el poder. Del judío que se rebela a las imposiciones de su religión, hasta los jóvenes "emos" hijos del desencanto revolucionario. 
Pedro Kaminski, mulato hijo adoptivo del judío Pepe Cartera, al conocer a su exitoso primo neoyorkino trata de explicarle las razones por las cuales un buen médico como él, vive apretado en una pequeña casa con su esposa, hijas, yernos (todos profesionales) y nietos en condiciones más que precarias (uso la memoria para citar porque dejé el libro en Margarita): "Tuvimos oportunidad de irnos pero no lo hicimos porque siempre pensamos que la situación tenía que mejorar, y nunca lo hizo". 
Leo esa frase con miedo, es cierto que Venezuela no es Cuba, pero ¿será que también nos tocarán más de cincuenta años de vacas flacas revolucionarias?

1 comentario:

Maruja Muci dijo...

Ay Piki..... (suspiro profundo)