viernes, 23 de abril de 2010

Más que una gota de lluvia



Al revelar en Caracas las fotos de mi viaje a Granada me sorprendió ver una burbuja de luz en medio de la Plaza de las Flores. No la recuerdo. Trato de descifrar qué habrá escondido en ella: ¿acaso una princesa visigoda, un sabio tramposo o un valiente soldado moro? Me niego a aceptar otra explicación: visitar La Alhambra y descubrir las crónicas de Washington Irving al mismo tiempo, convencerían al más escéptico viajero de que la antigua ciudad española es un lugar encantado.

Mi peregrinación comenzó por caminos bordeados de olivares en un taxi conducido por un simpático chofer que nos llevó de Sevilla a Granada en menos de tres horas, iba señalando de tanto en tanto unos mojones blancos que indicaban la ruta seguida por Washington Irving. 


Conocía sólo de nombre a este decimonónico escritor norteamericano famoso por sus relatos de jinetes sin cabezas y leñadores de sueño profundo. Por eso cuando el chofer me preguntó: "¿Habeís leído sus cuentos de la Alhambra?" Con cierto rubor tuve que confesar que no. Por el espejo retrovisor vi como una chispa se encendía en sus ojos: "Soy granadino y los cuentos que durante mi infancia narraba mi padre, la historia de mi pueblo, piezas que no encajaban, detalles que faltaban, todo lo comprendí leyendo Los cuentos de la Alhambra".

Ante semejante recomendación, después de visitar en Granada la Catedral, la Capilla Real donde se encuentran sepultados los Reyes Católicos, y el barrio La Alcaicería, en lugar de comprar babushkas o pashminas, tomé en una tienda de souvenirs Los cuentos de la Alhambra. En la obligada hora de la siesta española, leí el accidentado trayecto de ese gringo loco que debió ser Irving, por las sierras andaluzas en busca de un legendario castillo morisco que pocos hombres de su tiempo conocieron.

Visitar La Alhambra en el siglo XIX era turismo extremo: había que mandar por adelantado los objetos de valor con feroces arrieros, y porsia las moscas, también había que llevar oro suficiente para satisfacer la codicia de los bandidos. Nada más letal que un forajido sin botín. Irving se jacta en sus crónicas de haber viajado como un contrabandista aceptando lo bueno y lo malo y mezclándose con todo tipo de gente: "Con un estado de ánimo así: ¡qué país para el viajero!". 
Acompañado por un amigo diplomático y un guía español, el escritor partió de Sevilla una mañana de primavera a la grupa de un buen caballo, durmiendo donde le agarrara la noche, andando kilómetros y kilómetros durante el día, a veces sin toparse con un alma, ni siquiera con el canto de un ave. A pesar de tanta soledad, a la caravana no la abandonó el susto de ser sorprendida por una manada de toros salvajes, o peor aún, por una de las bandas de delincuentes que merodeaban la zona.


Tan raro era que en el año 1829 un forastero llegara a esos parajes de Dios (hasta 1492 parajes de Alá) que el mismo gobernador de Granada recibió a Irving y lo invitó a quedarse como huésped del palacio por el tiempo que él quisiera. La tía Antonia, ama de llaves y señora del castillo nazarí, lo acogió como a un miembro más de la familia de los "hijos de la Alhambra" humildes moradores del castillo que llevaban su pobreza con orgullo de hidalgos. Durante meses Irving deambuló a su gusto por la fortaleza mora que en sus tiempos de esplendor llegó a albergar más de cuarenta mil habitantes. Irving conoció cada rincón de La Alhambra, cada leyenda, entre ellas el secreto del por qué ha logrado sobrevivir durante más de diez siglos a guerras y terremotos: en su entrada está grabada una mano intentando agarrar una llave, cuando la logre alcanzar, la fortaleza desaparecerá en medio de grandes explosiones.


Mucho ha cambiado el turismo en La Alhambra de Irving para acá. Hoy hay que pedir cita para entrar, y tantos son los turistas en peregrinación a la legendaria fortaleza, que apenas se tiene derecho a recorrerla tres horas, y muchos de sus aposentos están cerrados al público. Pero gracias a Irving, al entrar en mi breve recorrido a La Alhambra encontré las manchas rojas en el piso de mármol, recuerdo imborrable de la sangre de los 37 nobles cristianos degollados ahí; gracias a Irving escucho el laúd de plata de la princesa Zorahaida, quien no se atrevió a fugarse tras un gallardo caballero español como sus hermanas Zaida y Zoraida, siendo condenada por su cobardía a marchitarse en una solitaria torre; gracias a Irving busco las dos estatuas blancas que miran en dirección a un tesoro escondido, y tengo la certeza de que bajo el palacio todavía está enterrado con sus riquezas el astrólogo Ibrahim. Y quien sabe si tras la puerta de madera cerrada al público, esa que tiene una plaquita que dice: "En este cuarto escribió Washington Irving Los Cuentos de la Alhambra", aún esté el espíritu del aventurero escritor recopilando leyendas.

Por eso cuando una escéptica empleada de laboratorio mira la foto de la burbuja de luz en la plaza granadina, y con voz de conocedora de químicos y revelados, asegura: "No es más que una gota de lluvia," prefiero quedarme callada mirándola con cierta pena, sin duda nunca ha estado en Granada.



Crónica publicada en Ficción Breve tras una visita a España en otoño del año 2004

2 comentarios:

Isabel O'conn dijo...

Adriana me sorprende que no uses una cámara digital....bellas tus andanzas por tierras de Boabdil,estas muy bien en la foto eres guapa, además de buena con la pluma...besos

Adriana Villanueva dijo...

Isabel, este viaje a Granada fue en el año 2004, todavía no usaba cámara digital, de haber visitado La Alhambra con mi Lumix, quizás habría perdido parte de la experiencia por el anhelo de tomar fotografías