miércoles, 9 de octubre de 2013

El patán del Lexus, y las carajitas de las palomas


Desde niña voy con mi familia al Restaurante Da Guido en la Avenida Francisco Solano, uno de los pocos lugares donde el tiempo parece haberse quedado estancado en otra Caracas, en una ciudad más amable, donde uno siempre se encuentra con una amalgama de vario pinta clientela sin mayores roces políticos ni clasistas, solo buenas vibras. Por eso me agarró desprevenida la desagradable experiencia vivida a las puertas del que, asumía, un oasis ante la patanería ciudadana actual.
Para quienes tenemos carro, uno de los mayores dolores de cabeza en esta ciudad es dónde estacionarlo, pero los fines de semana no solía haber problema por esa zona porque si el señor que cuida los carros con el uniforme del Da Guido no te conseguía un puesto cerca, hay un pequeño estacionamiento al otro lado de la calle. Imagino que con la nueva ley del Trabajo, al estacionamientico no le resulta rentable abrir los fines de semana, y ese sábado tenía la cadena pasada. 
Tuve que estacionar el carro a una cuadra del restaurante, con un viejito que me aseguró que me lo cuidaba. El problema no era yo, que estaba con mis hijos, temía cuando mis padres llegaran porque los dos andan aporreados: mi mamá con una fibromialgia que la tiene muy limitada por el dolor en la espalda que le agarra una pierna, y mi papá tras una fractura de cadera de la que no se pudo recuperar del todo y necesita ayuda para caminar. 
Esperé con mis hijos en las puertas del restaurante a que mis padres llegaran para ver cómo resolvíamos, y mientras ayudaban a bajar del carro al abuelo, me percaté que unos clientes estaban saliendo del restaurante y se iba a desocupar un puesto justo detrás de donde mi mamá había parado el carro para que mi papá se bajara lo más cerca posible de la puerta. Le pedí al acomodador de carros del Da Guido que le reservara el puesto, y me dijo que no había problema, pero cuando mi mamá retrocedía el carro para entrar, un Lexus azul oscuro se metió a pesar de que el cuidador le había advertido al conductor que la señora había llegado primero. 
Indignada me quedé esperando a que mi mamá estacionara el carro a una cuadra de distancia y se me uniera con su andar pausado y adolorido. No estaba sola en mi espera, del Lexus se bajó un hombre como de unos 40 años, de buen porte, alto, moreno, vestido con chaqueta sport, de esas chaquetas que es fácil sospechar que debajo esconden un hierro porque hacía demasiado calor para usarla. Lentes de sol y pinta de sobrado. 
No aguanté, viendo a mi madre caminar lentamente desde lo que para ella es lejos, increpé al hombre sin exaltarme si no le daba vergüenza haberle quitado el puesto a unos señores mayores. Al estar en su lugar, que sin duda lo he estado por distraída, siempre he rectificado y cedido el puesto. Pero en el caso del hombre del Lexus ya estaba hecho el mal. Yo por lo menos me habría disculpado si alguien me lo señala, ofrecido una excusa: "Es que no me fijé que estaban esperando para estacionar el carro". Aunque fuera una justificación: "lo lamento pero el carro no está asegurado y no me puedo arriesgar a que me lo roben". 
Nada. Ante la falta de respuesta insistí preguntándole si no conocía el significado de la palabra decencia. El tipo miraba hacia otro lado, como si no fuera con él. En ese momento me sentí como María Corina increpando a Diosdado ante un nuevo abuso de la tolda roja de la Asamblea Nacional, la actitud del hombre era la misma, de arrogancia, de "¿y qué?".
Hasta que el tipo del Lexus como que no aguantó más que la loca le increpara que si no le daba pena, y subió al Da Guido a esperar adentro a quien fuera que estaba esperando, que resultaron dos mujeres y una niña. Ni siquiera en el restaurante se quitó los Ray Ban.
Testigo de lo que había pasado, una vendedora de lotería trataba de consolarme al sentir mi impotencia, me decía con sabiduría popular: "Mami es que mientras más dinero tienen más patanes son".
No creo que sea cuestión exclusiva de dinero, ni dinero viejo ni dinero nuevo, esa misma noche, narrándole a mi amiga Beatriz el mal rato que había pasado, me contó que ella vivió una situación de patanería ciudadana similar el día anterior cuando tras dejar a sus niños en el colegio, camino al trabajo, le tocó una cola entrando en la Cota Mil descomunal, más descomunal que de costumbre, en la que en un momento dado, un carrito todo chocado en el que iban dos muchachas, se les coleó descaradamente a quienes tenían un buen rato en ese tramo del atolladero. 
Que tire la primera piedra quien no lo haya hecho alguna vez, bien sea por descuido o porque "estoy apurado". Pero mi amiga Bea, que es de quienes no procesa este tipo de vivezas, bajó el vidrio de su carro y no brava, sino con el mismo tono aleccionador con el que le habla a sus hijos, les dijo a las muchachas algo así como: "hijas, no se coléen, no está bien". 
Más vale que no, esa breve lección de moral en lugar de causar un efecto tipo: "¡Ay disculpe señora, qué pena!", como yo aspiraría que respondieran mis hijas universitarias en una situación similar, o siquiera indiferencia, como el patán del Lexus; le costó a mi amiga un acoso de las carajitas de casi dos horas de carro a carro en la cola de la Cota Mil, insultándola, pintándole palomas, grosería tras grosería. 
A pesar de que en este espacio trato de evitar intensidades, imposible dejar de expresar la impotencia que se siente de vivir en una ciudad donde todos los días nos topamos con crudos ejemplos de agresividad, egoísmo, falta de cortesía. Donde triunfa sin disimulo la ley del más vivo, hasta en los más pequeños detalles. 
Así que perdónenme la intensidad, pero qué difícil se nos está volviendo sentirnos orgullos de ser caraqueños. 

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