lunes, 24 de marzo de 2014

El Impasse


Haciendo un repaso de las más recientes intensidades es fácil darse cuenta porqué en las últimas semanas me ha escrito más de un amigo preocupado desde el exterior, y es que Evitando Intensidades se ha convertido como el relato de un náufrago que se resiste a abandonar un barco a la deriva, pero somos tercos e insistimos en no cejar porque además de que Venezuela es el país donde nacimos por el que bien vale la pena luchar, la balsa salvavidas tampoco es que se vea muy alentadora, y dudamos que al saltar este barco no terminaremos en otras tierras donde no seremos recibidos, precisamente, con los brazos abiertos. 
Hablando con los panas preocupados por cómo la estamos pasando en Venezuela me cuesta decidir si acaso quienes aquí seguimos terminamos acostumbrándonos poco a poco a este drástico bajón de calidad de vida, o si la impotencia de quienes viven afuera se puede magnificar con la intensidad de las redes sociales.
Por ejemplo, cuando viene alguien muy cercano de visita a Venezuela, si antes te llamaban para ver si querías que te trajeran Advil PM o el último ejemplar de la revista Rolling Stone, hoy se ponen a la orden por si quieres que te traigan harina, azúcar y hasta papel toilet. Una amiga le dice a sus hijos que se coman toda su comida porque en Venezuela no tenemos qué comer. 
Por lo menos en ese sentido en Venezuela no estamos taaaan mal, años luz de las hambrunas de la Europa de la postguerra cuando las familias tenían que compartir una papa podrida, o de la miseria de tantos países en África que ni siquiera tienen una papa podrida para compartir, o de la Cuba que narra Leonardo Padura donde cualquier plato preparado por la mamá del Flaco Carlos con lo que se consiga en el mercado negro es una bendición para el teniente Conde acostumbrado a moros y cristianos. Aunque en Venezuela es difícil hasta comer congrí porque tanto el arroz como las caraotas negras están difíciles de conseguir.
Digo y me desdigo, vamos a ver si me explico, por lo menos en Caracas todavía distamos de estar pasando hambre a pesar de que el 47 % de los productos regulados en la canasta básica no son fáciles de encontrar, por ejemplo, en mi casa teníamos meses sin leche en polvo, que para un extranjero puede ser "So what?", pero para gran parte de los hogares venezolanos es un producto de primera necesidad sobre todo porque tampoco se consigue leche fresca. Cuando aparece la leche en polvo, las colas para pagar son kilométricas, y como en mi familia el niño pequeño ya cumplió catorce años, me niego a hacer cola y me acostumbré a tomar el café con leche de larga duración, que aparece y desaparece con la regularidad de la luna menguante, al igual que productos como el arroz, harinas, margarina, aceite, azúcar y el mismo café.  
Por otro lado en el abasto de mi vecindario es usual encontrar pollo, huevos, nunca falta carne, ni frutas ni verduras ni charcutería, y hasta ahora la pasta nunca ha fallado. Enlatados los que quieras (menos Diablitos que es difícil de encontrar), e inclusive extraños productos importados como Bloody Mary Mix. Así que ni de hambre ni de sed hemos sufrido, pero sí parece que ya nos estamos acostumbrando a hacer cola y a saber que eso de ir al mercado solo una vez a la semana, en Venezuela es cosa del pasado porque nunca encontramos ni la mitad de lo que fuimos a comprar. 
Ya narré en una intensidad pasada el lúgubre ambiente que se respira hoy en el abasto de mi vecindario, no me voy a repetir con eso que la gente está de a toque: grandes emociones seguidas de grandes depresiones. Hace una semana la gran emoción fue que la nevera del abasto estaba llena de helado de mantecado, solo de mantecado. 
El señor de las verduras conversaba con un cliente que divagaba sobre la manera de levantar el país, no presté atención porque sé que este tipo de conversaciones en lugares público no suelen llegan a buen puerto. Y no me equivoqué, de repente una señora perdió los papeles y comenzó a gritar: "¡Pero chico tú crees que Venezuela está bien! ¿De verdad tú crees que tu país está bien!".
Se puso tan brava la señora que por un momento temí que sería necesario llamar a seguridad.   
El señor de las verduras siguió pesando cebollas, murmurando sin perder su afabilidad: "Para mí la vida no ha cambiado estos últimos años, yo sigo viviendo igual". 

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