En el año 2001, cuando se les pidió a varios intelectuales que hicieran una lista con las mejores novelas venezolanas contemporáneas, Los pequeños seres de Salvador Garmendia quedó entre las 10 grandes del siglo XX. En mayo de ese año murió Garmendia a los 73 años de edad. ¿Llegaría a saber que su primera novela publicada en 1959 era considerada imprescindible? Me pregunto si ese detalle, tan de concurso de belleza, le habría importado.
Conocí a Garmendia un atardecer del año 2000 cuando nos convocaron en un café Nelson Rivera y Sara Maneiro para el relanzamiento de Papel Literario.
Yo, nueva en estas lides, me sentía cohibida al verme sentada entre Antonio López Ortega, Jorge Rodríguez (el ahora vicepresidente) y el gran Salvador Garmendia.
Salvador, como lo anunciaba su nombre, me hizo sentir de inmediato en familia hablándome de sus hijos, de nuestro amigo Boris Izaguirre y de cómo le gustaba buscar a otros Salvadores Garmendia por Internet. Por lo cariñoso que fue con esta tímida desconocida, podría jurar que el genial escritor nunca dejó de identificarse con esos pequeños seres que de forma tan precisa describió en su novela.
Dicen que Los pequeños seres es nuestra primera novela urbana contemporánea, que retrata el caos del alma que sufrimos los habitantes de las ciudades modernas; que Mateo Martán, el aturdido protagonista, es el antihéroe por excelencia, de esos que por más que luchen contra las vicisitudes del destino lo que hace es hundirse más en ellas. Pero la lectura de Los pequeños seres en este siglo XXI en el que la desesperanza se ha instalado en el alma de tantos caraqueños, más que a Mateo Martán me remonta a sus nietos, porque ese oficinista del año 59, que un día amanece preguntándose para qué estamos aquí, por qué vivir esta vida en la que las alegrías se diluyen en la mezquina rutina, ese Mateo Martán que tiene techo, quince y último asegurado, en una Venezuela recién salida de una dictadura, ese pequeño ser de la clase media urbana que se vuelve más insecto que Gregorio Sanz, hoy le parecería a sus nietos un privilegiado.
Leemos sobre Mateo Martán hundiéndose en ese abismo existencial de hormiga trabajadora que no sabe para qué vive, si vale la pena seguir, hacia dónde lleva el día a día, y pensamos qué habrá sido de la vida de Antonio, su hijo adolescente, tan oliendo a futuro, si habrá heredado el fatalismo de su padre, si también fue de quince y último garantizado y una desazón que no se quita. Y nos preguntamos qué será de sus nietos, ¿cuántas veces habrán sido víctimas del hampa? ¿Emigrarían a Miami o a Madrid? ¿Serán de los que piensan que esta V República es una pesadilla? ¿O de los que marchan con boinas rojas defendiendo el sueño revolucionario? ¿Dónde están los nietos de Martán? Esos pequeños seres del siglo XXI cuya rutina es sufrir la desidia de una ciudad cayéndose a pedazos, del tráfico infernal, la Virgen del Carmen me saque del camino de los malandros, hay un niño con la mano extendida en cada esquina, no se consigue leche, el queso Paisa desapareció, no sé cómo voy a hacer para llegar a fin de mes...
Si los pequeños seres del nuevo milenio logran sobrevivir en este infierno llamado Caracas, al toparse con la foto del abuelo Mateo, por más cara de atormentado oficinista que tenga, sin duda exclamarán: " ¡Y él que creía que su vida era de perros!".
2 comentarios:
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BESOS
Qué bueno! Aplausos de pie.
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