viernes, 29 de febrero de 2008

La Ráfaga


En la II Semana de la Nueva Narrativa Urbana la escritora Gisela Kozak leyó un cuento fabuloso que se desarrolla en la sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño: un hombre viviendo una crisis de mediana edad confronta su vida y su decadente relación matrimonial con el genio del joven director de orquesta Gustavo Dudamel, y la ruina humana de una indigente melómana.
Al finalizar la velada literaria, Kozak, conversando con el público, aseguró que a pesar de que el narrador es un hombre –y siendo ella de quienes prefieren partir de cero a la hora de escribir ficción- la imagen de la indigente en un concierto dirigido por Dudamel fue una experiencia real.
Seis meses después de oír el cuento de Kozak, el contraste de la indigencia con la fastuosidad del Teresa Carreño volvía a mí una tarde en un anfiteatro colmado de un público elegantemente endomingado esperando con ansiedad el encuentro del conductor Lorin Maazel con la pianista Gabriela Montero y la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar. A 20 mil bolívares la entrada, 5 mil bolívares balcón, este programa musical que incluía a Tchaikovsky, Grieg, Kodály y Ravel, y que en cualquier parte del mundo valdría un dineral poderlo disfrutar, en Caracas –gracias al maestro José Antonio Abreu y la fama de la juventud musical venezolana que salpica al Gobierno- era un concierto accesible a cualquier bolsillo. Sólo había que madrugar en taquilla para conseguir entradas. Sin embargo, ese domingo musical el contraste social y económico seguía ahí: señores de blazer y señoras de tacones caminando apurados entre mendigos que martillaban: “Epa burgueses, denme algo pa’comer”.
Al entregar el ticket y subir las escaleras mecánicas que llevan a la sala Ríos Reyna, los melómanos tendemos a olvidar al instante a esa otra Venezuela, la que no hay revolución que le mate la miseria, la que su fama no traspasa fronteras, y al entregar la entrada a las anfitrionas de sweater rojo del Teresa Carreño, nos vemos rodeados por las mismas caras que siempre están en los grandes eventos musicales.
También vivimos en el país de las sorpresas, y yo que requetemadrugué para conseguir un buen puesto, cuando llegué a mi asiento estaba ocupado por un anciano dormido, quien al ser despertado por la anfitriona, blandió una entrada para demostrar que su silla era la 41, aunque de la fila F, no de la E donde estaba sentado. ¿Y qué iba a hacer él, si en la F había una familia completa: papá, mamá, niñitos, tía y abuela?
“¿Su entrada no habrá caído del cielo?”, preguntó un niño de la F, y esta pregunta que podía sonar a ironía, o a realismo mágico, resultó ser la respuesta: el pequeño dejó caer su entrada por las escaleras, el viejito la recogió, y ahí estaba, dispuesto a oír el concierto bajo la batuta de una de los mejores conductores del planeta. Afortunadamente, una abuela no pudo asistir y a la familia le sobraba una entrada. Había puesto tanto para el niño descuidado, como para el anciano dormilón, quien se sentó en su silla malhumorado por el enredo.
Dice la familia de la fila F que nadie disfrutó tanto de Grieg como el anciano, aplaudió a rabiar a la solista Gabriela Montero. Tal vez sólo la fue a ver a ella, porque al finalizar la primera parte del programa, se paró de su asiento despidiéndose con una ráfaga de flatulencias.
Ante las carcajadas del niño, supe que para él éste fue el mejor momento del concierto.

Publicado en la revista Contrabando

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sinceramente tienes una magia para convertir lo trágico en algo que provoca una sonrisa