domingo, 27 de julio de 2008

La decadencia de la mozzarella


Hace unos días oí a una vecina sugerirle al dueño de un automercado que estacionara una ambulancia a sus puertas: “Con esta inflación en cualquier momento a alguien le va a dar un infarto cuando la cajera le dé el monto a pagar”. Es verdad, si hasta hace pocos meses las quejas de los consumidores entre pasillos era la escasez de alimentos -aunque este problema no se ha solucionado del todo- hoy, a pesar de que se ha vuelto costumbre determinar a priori lo que podemos llevar y lo que se convirtió en un lujo, cada vez se ven más rostros desencajados frente a las cajas registradoras porque no hay aumento de sueldo ni generosa renta que logre paliar los efectos de la inflación.

Y eso que en Venezuela estamos en las vacas gordas petroleras y con el dólar aguantado, ¿qué pasará cuando se tenga que sincerar la economía a tiempos difíciles como está sucediendo en tantas partes del mundo?

Éste por lo visto, todavía no es nuestro caso: es lógico asumir que si los precios de la comida en los mercados son infartantes, la nómina y el valor de los alquileres de los locales aumentan, las cuentas en los restaurantes serán dignas de maharajás, por lo tanto deben estar vacíos porque entre los primeros lujos de los que prescinde la clase media en épocas de ajustarse el cinturón, es el de salir a comer fuera. Sin embargo, los restaurantes de Caracas siguen llenos. Pero también deberían tener ambulancias paradas a sus puertas por si a un incauto comensal, poco acostumbrado a estas sibaritas salidas, se le ocurre ir a una tasca, algún restaurante italiano, oriental o de carne, para darse cuenta de que en una sentada dejará lo que le cuesta la mensualidad del colegio de sus muchachos o un mes de condominio (siempre y cuando no comience con whisky o vodka ni pida una botella de vino porque eso le costaría el semestre completo).

Mi familia es de las que se resiste a prescindir de ciertos lujos, uno de ellos es salir a comer pizza por lo menos un domingo al mes. Nos gustan las horneadas en leña, masa fina como galleta y salsa de tomate natural. Comer pizza a marcado mi vida: de niña iba con mis padres a Tomaselli y a Da Pippo, universitaria me gustaban las pizzas del Royal en Sabana Grande, hoy llevo a mis hijos a un par de pizzerías cerca de donde vivimos cuyos nombres me reservo porque si bien en ellas hemos comido durante años suculentas pizzas, a precios solidarios y atendidos con gentileza, he sentido estos últimos meses un considerable bajón en su calidad. Tantos años comiendo pizza me ha forjado un paladar sensible a sus defectos y virtudes por eso no culpo a los pizzeros, sino a la calidad de los productos que estamos consumiendo en Venezuela, y el queso mozzarella no se salva de la debacle: sabe rancio, no se derrite bien; y no hay masa crujiente, ni horno de leña ni salsa de tomate natural que pueda contra un queso malo.
No me sorprende la decadencia del mozzarella, después de todo, agradecidos por encontrarlos los venezolanos bebemos leche aguada, compramos el queso blanco que consigamos, y el que puede costearlo, compra aceite de cocina importado carísimo porque el nacional está regulado y casi no aparece. Una pizza mediocre termina siendo metáfora de una sociedad que luce boyante pero donde impera el desabastecimiento, la calidad de los productos cae en picada, y en la que pagamos precios exorbitantes sin siquiera cuestionarlos.

(Esta pizza sí estaba sabrosa, pero es casera, preparada con mozzarella paisa que estaba fresco. En Evitando Intensidades agradecemos cualquier dato de las mejores pizzerías de Caracas).

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