A todo articulista cada cinco años le toca su crónica sobre el martirio de sacarse el pasaporte. Esta es la mía. Y la escribo no para quejarme sino para reconocer lo fácil que fluyó el trámite, por lo menos la primera etapa que comenzó solicitando la cita por Internet. A la semana recibí un correo informándome que mi cita para estampar firma y huellas sería el 2 de julio, entre la 1 y las 3 de la tarde, en las oficinas de la Plaza Caracas. Lástima que coincidía con el acto de fin de año escolar de mi niño. Qué remedio, me lo tuve que perder porque si hay una cita impostergable es con extranjería.
En menos de hora y media ya estaba de salida, el único inconveniente fue cuando intenté sonreír para la cámara. “Boca cerrada”, me exigió la funcionaria. En la foto del pasaporte no hay lugar para la coquetería. Prometieron que en menos de 15 días hábiles estaría listo el documento. Recordé con alivio que cinco años atrás realizar este mismo trámite me tomó una mañana.
Salí tan rápido que decidí hacer algo que tenía años sin hacer: deambular por el centro de Caracas. Caminando ante gigantografías y murales con la imagen del Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, lamenté no haberme traído la cámara para dejar constancia del abuso del culto al líder en el espacio ciudadano, mi esposo se la había llevado para retratar al niño con sombrero de cogollo cantando “El sapo”. Estuve tentada de sacar el celular y retratar la idolatría que en cualquier ciudad civilizada no se toleraría pero que muchos admiran en tierras lejanas. La cautela venció a la indignación: hace poco una amiga fue sometida por tres zagaletones para arrebatarle el celular en la Plaza Caracas.
Aunque deambular no es la palabra para una travesía con destino, en mi caso los libreros bajo el Puente de Las Fuerzas Armadas. Compré tantos libros como fui capaz de cargar, entre ellos: “Contra el fanatismo” de Amos Oz que comienza con el escritor israelí aborreciendo la “…típica reinvindicación fanática: si pienso que algo es malo, lo aniquilo junto a todo lo que lo rodea…”.
A la hora de regresar a casa lo hice en un medio de transporte que tenía años sin usar: una camionetica. No sabía ni cuánto costaba el pasaje, así que pagué con un billete de diez. El chofer tenía el vuelto preparado con una moneda suelta y un bojote de billetes gastados. Adentro parecía la buseta de un colegio de monjas, todos los pasajeros éramos mujeres. El chofer me preguntó si sabía qué era lo que estaba pasando, el porqué de una guarimba roja trancando parte de la avenida Urdaneta. Le conté que también por La Hoyada, frente a no sé que edificio público, funcionarios de rojo manifestaban contra el golpe militar en Honduras.
Mi vecina de asiento, una mujer que no llegaría a los 40 años, mostró poca paciencia para este tipo de protestas: “pareciera que en Venezuela no tuviéramos problemas, que esos vestidos de rojo no saben lo que es la delincuencia, ni enfermarse, ni que en su calle falte el agua y la luz…”. Nadie le refutó. Oyéndola al mismo tiempo que los funcionarios públicos clamaban por el regreso de Zelaya a Tegucigalpa, pensé que por lo visto no soy la única en cometer el error de tener años sin montarse en una camionetita, quienes manejan los hilos del poder en Venezuela desde 1998 como que tampoco lo han hecho. Es como si hubiesen perdido la sintonía con la voz del descontento.
Artículo publicado en El Nacional el sábado 11 de julio de 2009. Como ese día no llevé cámara, para ilustrar el abuso de la iconografía revolucionaria en los edificios públicos seleccioné esta foto tomada poco antes de unas elecciones en la que sale el Instituto Nacional de Nutrición dándonos doble ración de proselitismo: imagen del líder rojo en la fachada del edificio, y publicidad electoral en el techo.
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