lunes, 30 de noviembre de 2009

De cómo volverse un novelista famoso



Cuando le llegó por email la invitación a la boda de su exnovia, Pete Tarslaw tomó una decisión: en menos de seis meses, para la ceremonia, tenía que ser un novelista famoso. Una decisión extraña porque aunque Pete se ganaba la vida escribiendo, a sus 29 años no se había planteado ser escritor.
Así empieza How I became a famous novelist (Cómo me convertí en un novelista famoso), de Steve Hely, divertida parodia del éxito editorial en los Estados Unidos, de cómo el oficio de escritor puede ser un oficio de charlatanes.
Hasta su inesperado despecho, Pete no tenía ambiciones, vivía de escribirle aplicaciones a estudiantes -en su mayoría asiáticos- para entrar en las grandes universidades estadounidenses. Cartas estilo: "De porqué Yale".
Así como a Pete, como un alquimista literario, le fue fácil encontrar la medida exacta qué buscan las universidades en esos ensayos estudiantiles, tampoco le fue difícil encontrar la fórmula para llegar al corazón de millones de lectores.
Comparto esta sencilla fórmula en Evitando Intensidades, con la esperanza de que si alguien de visita por este blog logra el éxito editorial y se vuelve un novelista multimillonario, por lo menos me dé una vueltica en su jet privado.


Fórmula Tarslaw para escribir best sellers:


1-Asúmete (Tarslaw no quiere ser un gran escritor, lo que quiere es fama, dinero, y humillar a su ex el día de su matrimonio).
2-Escribe un libro que sea popular. No pierdas el tiempo escribiendo un buen libro (el propósito no es escribir un gran libro sino venderlo. Moby Dick fue un fracaso editorial, en cambio las novelas que se leen y se olvidan en lo que tarda una comida china en llegar, asegura Tarslaw, sus autores vuelan en jets privados).
3-No incluyas nada de tu vida. (Piensa Tarslaw: "mi vida es fastidiosa, si tuviera una vida interesante no estaría escribiendo tonterías sino sería un reportero investigativo penetrando en lo profundo del siniestro mundoYakuza en Tokio).
4-Debe incluir un asesinato.
5-Debe incluir un club, misiones secretas/misteriosas, personajes tímidos, personajes cuyas vidas hayan cambiado drásticamente, sorprendentes affaires amorosos, mujeres que han desistido del amor pero resulta que son hermosas.
6-Evocar una confusa melancolía al final.
7-La prosa debe ser lírica (Según la definición de Tarslaw: liríco es lo que asemeja mala poesía).
8-Debe tener escenas en carreteras, el manejar como un acto poético y mágico (funciona bien para quienes oyen audiobooks en sus carros).
9-En los momentos fastidiosos, incluir descripciones de suculentas comidas (tantos gordos en los Estados Unidos no se pueden equivocar).
10- El personaje principal se libra inesperadamente de un trabajo fastidioso (las librerías están llenas, tanto de clientes como de los mismos libreros, de gente que odia sus trabajos).
11-Agrega detalles de interés sobre la ciudad o el pueblo donde se desarrolla la historia (tu novela se convertirá al instante en un libro de interés local).
12-Dale a los lectores versiones de sí mismos, con detalles que los hagan sentirse maravillosos.
13- Busca sectores demográficos interesantes (el protagonista debe ser multicultural o tener amigos exóticos).
14- Musicaliza (incluye canciones que puedan ser un buen Pop soundtrack cuando el libro sea llevado al cine).
15-Debe incluir lugares exóticos (por ejemplo, el Mediterráneo tiene un encanto particular para el público norteamericano aficionado a Andrea Boccelli y a la cadena de restaurantes Olive Garden).
16- Incluye nombres de plantas (según Tarslaw, en el año 1979 los escritores decidieron que había que incluir nombres de plantas en sus obras).

A esas conclusiones llegó Tarslaw recorriendo una librería, después en el Metro, para terminar su fórmula decidió incluir elementos de la televisión: ¿Qué ama el público? Crímenes, personas acusadas de crímenes que no cometieron, persecuciones, Las Vegas, desastres naturales, familias, humor... un poco de esto, y un poco de aquello, más un poco de suerte, y listo: "El club de las cenizas de tornado", primer bestseller de Pete Tarslaw.






sábado, 28 de noviembre de 2009

Álbum de boda



Cumpliendo 20 años de casados el único regalo que se me ocurrió hacerle a un marido que lo tiene todo (o casi todo porque no tiene ni Bancos ni Compañías Aseguradoras ni contactos con el Gobierno Revolucionario), fue el tan esperado álbum de boda.
Lo confieso, 20 años de casada y no había pegado las fotos de mi matrimonio en el álbum blanco comprado para la ocasión. Mi marido solía reclamarme con voz ofendida : “¿Cuándo vas a hacer el álbum? ”, hasta que un día dejó de reclamarlo. Tampoco pegó las fotos él, se resignó a que por lo visto el nuestro sería un matrimonio sin álbum blanco. Nuestros hijos se preguntarían si acaso nos fugamos o si fue que su madre se casó tratando de disimular una barriga de 8 meses de embarazo.
No había hecho el álbum en 20 años de casada por la sencilla razón que no me gustaron las fotos tomadas esa noche, en el año 1989 comenzaban a estar en boga las fotografías artísticas de este tipo de ocasiones como las que aún toma Mauricio Donelli -quizás el fotógrafo precursor de este estilo en Venezuela- pero Mauricio no pudo ir a mi matrimonio porque tenía otro compromiso y contratamos un fotógrafo de foto estudio que tomó unas fotos muy planas.
Hoy que las vuelvo a ver tras 20 años de casada me doy cuenta que sí, son planas, pero las fotos, por más planas que sean, siempre serán un maravilloso testimonio. Por ejemplo, qué horrible nos arreglábamos las mujeres entre las  décadas 80 y 90. Cómo van a gozar mis hijas adolescentes viendo a sus tías hipermaquilladas y con esos copetotes en las cabezas. ¿Acaso no había espejos en aquella época? Y las lentejuelas, ¿todo el mundo se vestía de lentejuelas?
Así como de las modas y de los peinados es imposible no reírse, armar un álbum de fotos con 20 años de atraso es arriesgarse a que se nos arrugue el corazón: ¿cuántos amigos y familiares con los que esa noche brindamos por el futuro, ya no están? Comenzando por Guy Meliet, el diseñador de mi vestido de novia que también vistió a mi mamá el día de su boda, un francés que trajo la alta costura a Venezuela. Meliet murió a principios de los años 90 dejando un legado del que todavía se nutren los diseñadores venezolanos.  
Los abuelos Margot, Carmen Elena, Vicente y Max tampoco están, queda el consuelo que vivieron una vida larga y llegaron a conocer un ejército de bisnietos. Dolor da encontrarse con caras jóvenes que se fueron antes de tiempo, verlos abrazados a los novios, y extrañarlos, porque ahora es que nos quedaba  por compartir.
No sólo la muerte se ha llevado a tantos afectos, veo las fotos y me doy cuenta que muchos de nuestros invitados se han ido a vivir fuera de Venezuela, ¡quién lo habría dicho entonces, tan felices que nos veíamos! En el año 1989 los de mi generación estábamos recién graduados, algo angustiados porque en  el país se comenzaban a vivir tiempos turbulentos, pero ni soñábamos que los panas que bailábamos como Juana La Cubana al ritmo de Las Chicas del Can, 20 años después, estaríamos desperdigados por el mundo. Sólo en contacto gracias a Facebook.
Sobre todo las generaciones que nos preceden, los primitos, cuántos niños que esa noche se escondían bajo las mesas vestidas de manteles de encajes, muchos hoy profesionales, algunos recién casados, emigraron de Venezuela en busca de un futuro mejor.
Nada fácil hacer un álbum con veinte años de atraso, me pregunto que me regalará mi marido a mí. 


Artículo publicado el sábado 28 de noviembre en El Nacional.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

En la emergencia


El dramático desenlace del triple empate del roundrobin del béisbol entre Leones-Tigres-Tiburones en enero de 2009 queríamos verlo en el estadio Universitario. Los hinchas de los Tiburones dependíamos del triunfo de Los Leones del Caracas ante los Tigres de Aragua para que los aficionados melenudos, que ese jueves abarrotaban el estadio, nos cedieran sus puestos para la segunda tanda del doble juego de desempate. El perdedor del primer encuentro disputaría el pase a la final con los gloriosos Tiburones de La Guaira. Pero no pudo ser, y no porque Los Leones perdieran el juego contra Aragua, ganaron y varios amigos le ofrecieron a mi esposo sus puestos en el Universitario; pero nuestro hijo de 9 años se quejó de una engorrosa inflamación y hubo que llevarlo de urgencia a una clínica. Así que en lugar de  ver el partido desde las gradas gritando: “Ehhhh, La Guaira”, tuvimos que hacerlo ante un pequeño televisor en una sala de emergencia pediátrica.
Cuando llegamos a las 7 de la noche a la emergencia sólo había una bebé recluida. Afortunadamente, ni se veía muy malita ni sus padres eran fanáticos del Caracas. El papá llevaba una braga médica que lo identificaba como versión criolla de los internistas de Grey’s Anatomy. La mamá era muy bonita, de ojos verdes, que su niña había heredado. Llevaba puesta una camisa azul de Ingeniera UCV. La bebé de año y medio correteaba por la sala de emergencia.
”No parece enferma”, le dije a la mamá como para bajarle el nivel de angustia, aunque más nervioso se veía el papá. Me contaron que había tenido una fiebre muy alta, pero bajo los efectos del Cataflam, volvía a ser una niña risueña. Debían esperar los resultados de los exámenes. Nosotros también. Lo hicimos viendo el juego. Como la joven pareja era magallanera, no estaba muy pendiente de la televisión. En cambio mi familia, fanática de los Tiburones, estaba ante el primer pase a la final en casi veinte años.
No podíamos gritar, así que el fanático de mi marido se tuvo que conformar con caminar por los pasillos, morderse las uñas, gesticular. La enfermera bromeaba que le tenía reservado un cubículo por si le daba un infarto. En cambio yo no pude evitar una que otra silenciosa mentada de madre ante la impotencia de ver que mi equipo conectaba hits, llenaba bases, pero las carreras no venían. En el transcurso del juego, a la emergencia pediátrica llegó un gordito que se tragó un clavo, y una niña con un ataque de asma. Mientras nebulizaban a la chamita, el pediatra de guardia tranquilizó a la mamá del cometutti viendo sus radiografías: el clavo estaba en las vías digestivas, se podían ir tranquilos, saldría al día siguiente de manera natural.
En el noveno inning, con  hombres en base, última oportunidad de los Tiburones para nivelar el juego ante los Tigres que iban ganando 3 carreras por 1, llegaron los resultados de los exámenes de mi Ozzie y de la niña de los ojos verdes. La inflamación de Ozzie era por un cuadro viral, podía irse a casa. Las noticias no fueron buenas para los jóvenes padres: su bebé, a quien ya le empezaba a subir la fiebre y se le veían los cachetitos rosados, padecía una severa infección. Era necesario hospitalizarla para descubrir de dónde provenía. Había un problema: no podía ser en esa clínica, su seguro era de PDVSA y Petróleos de Venezuela les debía un realero.
El out 27 fue el fin de las ilusiones para la fanaticada de La Guaira. No ligamos. Aragua clasificó para la final. Nos fuimos a casa con el corazón  rasguñado, no tanto por el zarpazo mortal, como por la suerte de una hermosa familia que a media noche sentiría vivir en una Venezuela que no les  respondía.  

Artículo publicado en la revista Contrabando.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La breve pero no tan maravillosa vida de Oscar Wao


Aunque en el post anterior aseguro que evito sucumbir a las modas literarias, a menudo sucumbo como es el caso del premio Pulitzer 2008: "The brief wondrous life of Oscar Wao" del escritor de origen dominicano Junot Díaz, traducida al español como "La maravillosa vida breve de Óscar Wao"(Mondadori), la novela a comentar entre los comelibros caraqueños estos últimos meses.
La mayoría de mis amigos lectores se enamoraron de la historia de este gordito adolescente devoto de la literatura fantástica que no pega una en cuestiones de amor por una supuesta maldición a la familia, lo que en República Dominicana llaman Fukú. Leyendo la prosa de Díaz cargada de spanglish, alusiones Pop y amores no correspondidos, es fácil comprender porqué gusta tanto esta historia de tres generaciones de empavados, es un libro muy sabroso de leer. Sólo un pana comentaba que sí, será sabroso de leer, pero tanto como darle el premio Pulitzer a la mejor novela publicada en el 2007 es un reflejo de lo incultos que son los jurados de premios literarios en los Estados Unidos, la parte en la República Dominicana de los años 50, el cómo las niñas lindas y sus familias estaban marcadas por el Trujillato, la leímos en "La fiesta del Chivo" de Mario Vargas Llosa.
Me divertí leyendo Oscar Wao pero no me pareció una gran novela, y no precisamente por encontrarla similar a la novela de Vargas Llosa a la que alude en varias oportunidades, creo que las historias de las Dictaduras jamás serán reiterativas en los horrores a contar. Lo que no me terminó de convencer de las desventuras del gordo Oscar, es que no se cumple la expectativa del "wondrous" o "maravilloso" destino que el narrador (o los narradores) prometen para el supernerd desde el mismo título.
Más que a La Fiesta del Chivo, la novela de Junot Díaz me acordó a una novela de John Irving que leí hace años: "Oración por Owen"(1989), donde capítulo tras capítulo el narrador nos está preparando para un apoteósico destino del enano protagonista, para un final sturm und drag, y con el libro entre las manos, leyendo las últimas líneas, uno queda preguntándose: "¿Y esto era todo?".
Quizás así es la vida, y siempre nos preguntaremos ante las últimas líneas de cualquier destino: "¿Y esto era todo?".
Una última recomendación, quienes lean inglés busquen las desventuras de Oscar Wao en su versión original, gran parte del encanto de esta novela se basa en el lenguaje spanglish que imagino que por muy buena que sea la traducción en español, no se logrará apreciar igual.

jueves, 19 de noviembre de 2009

La profesora que fue y el profesor que no pudo ser




Fui pésima estudiante de literatura, el último año de Humanidades pasé la materia justo con la nota necesaria. Cosa rara porque desde pequeña el adjetivo que mejor me describía era ser “lectora”. Leía de todo y sin prejuicios: comiquitas, clásicos de Mark Twain, Louisa May Alcott, Charles Dickens, las novelas infantiles de Enid Blyton y Astrid Lindgren. En mi temprana adolescencia pasé a Agatha Christie y a Taylor Caldwell, luego a las primeras novelas de Stephen King, y antes de graduarme de bachiller podía decir, con cierta propiedad y sin exagerar, que entre mis autores favoritos estaban Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, y por supuesto, Gabriel García Márquez.


Entonces ¿por qué fui tan mala en clases de Lengua y Literatura ese último año de bachillerato? Hoy lo achaco a cierta rebeldía que todavía conservo: siendo una ávida, ecléctica y desordenada lectora; siempre he detestado que me impongan qué debo leer, como por ejemplo, las modas literarias: “¿Acaso no has leído la trilogía Millenium de Larsson? ¿O Sándor Márai? ¿O la serie Resplandor de Stephanie Meyers?”
Esas modas, en las que sin desmerecer la calidad de sus autores, todo el mundo parece estar leyendo lo mismo. Desde adolescente repelía formar parte de un rebaño lector, imagínense si esta imposición lectora no venía de una moda, o de nuestros amigos, afines en gustos, sino de una cátedra, de una posición de poder, de una profesora de Literatura con la que cuesta congeniar.



Este tipo de profesora, o profesor -no nos pongamos sexistas a estas alturas- nos puede mandar a leer Harry Potter, La vida exagerada de Martín Romaña, La tía Julia y el escribidor, Amor y Humor de Aquiles Nazoa; cualquier libro, por más divertido que sea, y ese libro parecerá una imposición. Ese es mi inicio en la historia de las lecturas dirigidas, sencillamente, no congeniaba con mi profesora, sería cuestión de química, porque de casualidad aprobé la materia y amigos que de las novelas de Sidney Sheldon no pasaban, no les iba tan mal.

Hace poco encontré un trabajo de bachillerato en el que la bendita profesora me puso 10 (sobre 20 puntos como se califica en Venezuela). Me dio cosa leerlo, temblaba de los horrores que pude escribir, descubrir que a lo mejor ella tenía razón y yo era una mala estudiante, una tonta adolescente que se las daba de intelectual, creída, jactanciosa, pero elemental. Lo leí con temor, con pudor hasta tecnológico porque estamos hablando del año 1981, cuando las únicas computadoras que existían en Venezuela eran unos mamotretos con tarjetas que estaban en el IVIC y parecían las computadoras de la baticueva del Batman en technicolor que pasan en el canal Retro. Hago énfasis en este detalle tecnológico porque imagino que quienes tienen menos de 30 años no pueden imaginar una vida así: cero copy-paste, cero delete, cero corrección ortográfica, cero Wikipedia. Una vida estudiantil donde se escribía en una Olivetti, armada con tippex, diccionario y papel carbón. Un solo fluir de escritura.


Así que enfrentada a quien fui a los 17 años, leí el trabajo del 10, y no me ruboricé, me pareció que estaba bien, pocos errores ortográficos, puntuación correcta, narración fluida, quizás no sería una joven María Fernanda Palacios, pero qué se podía esperar, tenía 17 años, y no les voy a caer a mentiras, tampoco era un cerebro vanguardista, soy producto del apogeo de la época Disco, pero el trabajo estaba bien, no asomaba a una futura pensadora, pero estaba bien.
Leyendo a los 40 y picote de años ese trabajo que de milagro pasé, me doy cuenta que la antipatía parecía mutua, así que imagínense cuando por fin logré terminar ese tormento que se llama bachillerato, cuando por fin entro en la Universidad Central de Venezuela, a estudiar en la Escuela de Arte, materias como Teatro dada por José Ignacio Cabrujas, Taller de expresión oral y escrita por Isaac Chocrón, Cine por Iván Feo, Estética por Victoria D’Estéfano. Este era el momento de enseriarme, abandonar la fobia por las lecturas impuestas, acatar un nuevo espíritu de humildad, y dejarme ilustrar por mis maestros. Podrán imaginar el espanto al ver en mis horarios, que con ese Dream Team de profesores, en Literatura me tocaría nada más y nada menos que la aborrecible profesora de bachillerato.

En ese entonces los alumnos de los primeros años de la Escuela de Arte, dependiendo de la materia, o podíamos estar juntos en un gran salón como era el caso de Expresión Oral y Escrita dada por Chocrón; o podíamos estar divididos en dos o más grupos, que por lo general se daban por orden alfabético, en el caso de dos grupos: de la A a la L uno, de la M a la Z otro. Así que mientras los que se apellidaban, digamos de Abadía a Luzardo estudiarían con uno de los profesores estrellas prestado de la Escuela de Letras, el escritor José Balza; quienes nos apellidábamos de Machado a Zurita, tendríamos a la profesora de mis tormentos.
Aunque imagino que a todos los que les tocó Literatura en la Escuela de Arte con mi Némesis habrían preferido estudiar con Balza porque su fama de profesor estrella lo antecedía, para mí se volvió una cruzada personal cambiar de salón. Sobre todo porque una compañera de colegio que entró conmigo en la Escuela de Artes, apellidada Méndez, logró de milagro hacer el bendito corte, aunque seguro hizo falta una jaladita.

Méndez estaba deslumbrada por no decir que enamorada de Balza, que en ese entonces era igualito como lo vemos hoy en día, menudo, de copete, con sus anteojotes y por lo menos físicamente, sin mucha gracia, pero Méndez lo amaba como solemos enamorarnos de nuestros profesores carismáticos, y cuando nos cruzábamos en el cafetín, no hacía sino hablarme de lo maravilloso de las clases de Balza. Era y sigue siendo una de mis amigas más queridas, la enamoradiza Méndez, ¡pero cómo la odié! Sobre todo porque mi detestada profesora nos mandó a leer El Castillo de Kafka, sin duda una de las grandes obras de la literatura universal, pero un ladrillo bajo la batuta de una profesora más críptica que el mismo Kafka. Me rendí de entrar al castillo mucho antes de que K lo hiciera. También encontré ese trabajo por ahí, saqué 12. Por lo menos había evolucionado.
Por supuesto que pedí cambio, solía ser una opción en la Escuela de Arte, era obvio que Méndez lo hizo. En la mayoría de las materias se lograba el cambio con un sencillo trámite burocrático: presentar en Secretaría de Humanidades una carta firmada del profesor a cuya clase queríamos pertenecer. Así que le monté una cacería a Balza hasta que por fin logré hablar con él, rogándole que me diera un par de minutos de su valioso tiempo, siempre estaba apurado, como corriendo. Al tenerlo ante mí, tras un “rapidito que tengo clases al otro lado de la universidad”, usé todas mis armas adolescentes: flirteé, exageré, lloré, dramaticé, jalé bolas, sólo me faltó ofrecerle un soborno… todo fue inútil, el profesor fue inclemente, el cupo estaba lleno, no podía aceptar ni un estudiante más, con sus alumnos de la Escuela de Letras no se daba abasto.
Le saqué a Méndez, “porqué Méndez sí y Villanueva no”, la verdad es que no recuerdo si es que Méndez se me adelantó a la hora de pedir cambio o si era un asunto limítrofe, la mitad del grupo de 100 estudiantes podría darse en la M pero jamás se daría en la V.
Al profesor Balza no le importó que yo le asegurara casi que abrazándole las rodillas que la profesora la tenía agarrada conmigo desde bachillerato. Insistió, a pesar de mis lágrimas desgarradoras, que ni un alumno más, estaba decidido, sin excepciones. Quizás sabía que si no era inflexible en esa regla, el salón de su colega se vaciaría en cuestión de minutos y a él no le alcanzaría el tiempo para corregir tantos trabajos y además escribir sus libros.


A estas alturas se estarán preguntando, si, pobrecita la bachiller Villanueva, por un caprichoso orden alfabético se tuvo que calar a su abominable profesora dos semestres más, pero qué tiene esta travesura del destino, este karma estudiantil, que ver con un tema tan serio a tratar en este foro como definir si las mujeres escritoras somos o no somos una Literatura de Género.
Adelantemos el reloj de esos hoy vilipendiados años 80, casi 20 años, no recuerdo si 1999 o 2000. Entonces yo era lo que Bryce Echenique describe “una escritora sin obra”, me sentía escritora, pero no había escrito nada, pero ya lo haría, en ese momento acababa de tener o estaría por nacer mi tercer hijo y comenzaba a aficionarme al mundo de Internet y a la maravilla de escribir en computadora. Seguía siendo una ávida y ecléctica lectora, y entre mis lecturas se encontraba la prensa, el Papel Literario de El Nacional, y dentro de Papel Literario, la columna del mismo profesor de mis despechos: José Balza, aquella montaña académica que no pude conquistar.
La verdad es que no me cuento entre el club de fans de José Balza, quizás por mi despecho universitario, o sencillamente porque no es mi estilo de escritor, sin embargo, la mayoría de sus columnas literarias las leía, y aquella mañana sabatina, leí con estupor como el maestro que no pudo ser se refería a “las mujercitas escritoras” en una columna en contra de autoras como Isabel Allende, Marcela Serrano y Ángeles Mastretta, escritoras latinoamericanas que tienen enorme éxito de ventas con una supuesta fórmula de narrar historias que apelan a cierta sensibilidad femenina.
Balza sentaba distancia, no lo fueran a creer misógino, no todas las escritoras eran mujercitas escritoras, Virginia Woolf, Victoria D'Estéfano y no recuerdo cuales otras mencionaba, merecían ser llamadas “escritoras”, aquellas mujeres que lograron entrar al panteón de la palabra.
No pretendo ser apologista de las novelas de Allende, Serrano o Mastretta, sin duda Balza tiene un criterio literario más elevado que el de millones de lectores que compran los libros de estas tres escritoras. Tampoco pienso caer en una discusión sobre los méritos que debe tener una obra para ser considerada literatura y si algún libro de ventas millonarias puede llegar a serlo, lo que me molestó, lo que me atragantó el café esa mañana de hace 10 años o más, fue el término utilizado contra las populares escritoras: “mujercitas”.
Me costaba entender cómo uno de nuestros grandes intelectuales, aquel profesor venerado en la Escuela de Artes por quien casi me decreto en huelga de hambre encadenada en la puerta de su salón para que me aceptara como alumna, denigrara el ejercicio de una escritora con ese argumento: “Mujercitas” así de despectivo.
Estaba en su derecho el profesor Balza de desestimar el estilo que veía mercenario de este trío de narradoras, lo que no tenía derecho era de denigrarlas a ellas y a sus lectoras en su condición de mujeres. Acaso a la hora de reseñar cualquier libro de dudosa calidad literaria pero implacable existo editorial, cualquier best seller firmado por un hombre, habría tildado a su autor como “hombrecito escritor”, eso sería impensable. Es que la frase Literatura Masculina, al contrario de Literatura Femenina, no existe, o por lo menos yo nunca me la he topado (Gisela Kozak dice que Luis Barrera Linares la usa). Los escritores que se regodean en plomo-culos y tetas, para hablar de un estereotipo de lo masculino, podrían ser catalogados quizás de malos escritores, o escritores mercenarios, pero jamás de hombrecitos escritores. En cambio una escritora que quizás se regodea en el romance facilón, para hablar del romance como estereotipo de lo femenino, debía calarse a la hora de ser juzgada su prosa un “mujercita”.

Hoy ya puedo hablar no como mujer ofendida sino como escritora, tengo casi diez años escribiendo en El Nacional y otros medios, un par de libros publicados, y otro par de libros en computadora. Y aquí estamos, discutiendo en la Universidad Metropolitana si las mujeres escritoras somos un género como decir la literatura Fantástica o Ciencia Ficción o las novelas de Detectives. Por supuesto que no me gusta sentirlo así, me parece más que injusto, retrógrado, que a estas alturas de la historia se hable de Literatura, al referirse a la buena narrativa de un escritor del sexo masculino, y a menudo se anteponga la muletilla Literatura Femenina, cuando se trata de la obra de una escritora, como si de verdad fuéramos un género aparte.
Quisiera creer que los escritores no se clasifican por sexo, sino en escritores buenos, regulares o malos; en escritores que nos gustan y en aquellos que no nos llaman la atención; en escritores que releemos y en aquellos que damos por leídos; como suele suceder en el universo literario masculino. Pero la realidad es otra, o por lo menos la práctica, tanto es así que en un ámbito universitario estamos discutiendo si las mujeres escritoras somos un género. Imagínense este foro con el título: "¿hombres escritores o literatura de género?" Sería impensable. Y henos aquí a Gisela Kozak, a Krina Ber y a Adriana Villanueva discutiendo sobre el tema.
Ese karma de género no lo siento en el mundo literario anglosajón, en dos libros sobre el ejercicio de escribir: Plotting and writing suspense fiction de Patricia Highsmith y The faith of a writer de Joyce Carol Oates, el detalle de ser mujeres escritoras no ocupa ni una línea. Pero sí parece ser tema frecuente en las letras hispanas: recientemente leí un par de entrevistas a exitosas autoras españolas (no las nombro porque cuando las leí no sabía que escribiría sobre este tema y no quiero citarlas mal) el hecho de ser mujeres salió en ambas ocasiones, la primera escritora comentaba que todavía a estas alturas se encuentra con hombres que dicen que no leen libros escritos por mujeres, punto. Tienen el prejuicio que las mujeres somos incapaces de escribir un buen libro. Otra escritora recientemente premiada decía que las mujeres escritoras, al igual que cualquier hombre escritor, escribíamos sobre temas que conocíamos o nos interesaban, quizás cuando Jane Austen escribía los intereses de las mujeres se basaban en conseguir un buen marido, pero en este siglo XXI los intereses femeninos y masculinos ya no están delimitados: hoy las mujeres son profesionales y las labores del hogar se comparten.
Claro, hay cierta Literatura, digamos que femenina, que se podía considerar como un género, esa que los genios del marketing anglosajón promocionan como Chick Lit que empezó con Bridget Jones de Helen Fielding en los años 90, una fórmula para un público específico que quiere leer novelas urbanas con toques de glamour y alusiones de la moda a lo revista Vogue, escritas con mucho sentido de humor donde las protagonistas son profesionales que al final logran éxito en el amor y en el trabajo. Excelente material para ser llevado al cine comercial protagonizada por Amy Adams o Renée Zellweger. Pero este género dista de abarcar la imaginería de la literatura reciente escrita por mujeres en los Estados Unidos e Inglaterra que van desde el niño mago de J.K. Rowlings, novelas de misterio a lo Patricia Cornwell, hasta autoras de la categorías de Zadie Smith.
El género asumido con orgullo por sus autoras del Chick Lit es posterior a la obra de las “mujercitas escritoras” a las que se refería Balza al referirse a tres populares escritoras hispanoamericanas, pero no creo que ni Allende, ni Serrano, ni Mastretta se sienten orgullosas antecesoras del movimiento de Literatura para Chicas, como yo me negaría a sentirme parte de su versión criolla aunque mi primera novela, El móvil del delito, sea narrada por “La chica plástica”.
¿Escribo desde mi perspectiva femenina? Sin duda que sí, como también lo hago desde mi perspectiva social y cultural, y mi particular espectro de intereses y pasiones. Cualquier escritor hombre o mujer lo hace según el suyo. Encuentro paralelos en lo que escribo con digamos, Gisela Kozac, las debo tener porque somos de la misma generación, del mismo entorno cultural, de la misma ciudad, pero la razón de que ambas seamos mujeres no nos acerca más como narradoras que a otros autores contemporáneos, nacidos en esta ciudad en la misma década de los 60, con quienes a veces encontramos paralelismos y otras, profundas diferencias.
Entonces qué nos une a Gisela, a Krina, a María Ángeles Octavio, a Milagros Socorro, a Silda Cordoliani, a Sonia Chocrón, a Gisela Capellin; a otras escritoras venezolanas que nos anteceden porque tienen más tiempo publicando como Victoria D’Estéfano, Ana Teresa Torres, Elisa Lerner, Antonieta Madrid, Michelle Ascencio; y si nos vamos más atrás, a Antonia Palacios y a la mismísima Teresa de La Parra.
¿Qué nos une? Que por lo visto debemos justificarnos en nuestra condición de mujeres, que nos movemos en un universo, el de narrar historias, que parecía destinado a los hombres. Lean cualquier entrevista a una escritora famosa, por lo menos hispanoamericana, y el asunto de la feminidad saldrá al tapete.

¿Acaso eso pasa con los escritores, tienen que contestar desde su punto de vista de hombres que escriben, o tan sólo de escritores?
Por eso hoy que el profesor y también escritor, Karl Krispin, tiene la gentileza de invitarnos a hablar sobre el tema recuerdo aquella profesora que me calificaba bajo, aquel karma que me persiguió hasta mis años universitarios. ¿Se acordará de mí?
Quizás habrá leído alguno de mis artículos en El Nacional, o se habrá tropezado con alguno de mis libros en alguna librería, y me habrá asociado con aquella alumna flaca y despeinaba que pensaba que se las sabía todas y no se sabía ninguna. Quizás no pasa del primer párrafo de mis textos, y exclamará: "¡a los niveles que ha llegado la literatura nacional!" Pero sin duda la prefiero a ella que me estará juzgando según su criterio de lo que debe o no debe ser un buen escritor, que al profesor que no pudo ser, a José Balza, quien no tiene porqué acordarse de mí, y me imagino que si se enfrenta con aquello que he escrito su criterio puede ser uno de dos: o “he aquí una escritora” o “¡no, otra mujercita escritora no!”.


Conversación con estudiantes de la Universidad Metropolitana el miércoles 18 de noviembre: "Mujeres escritoras o Literatura de Género", levemente editada para hacerla más leíble. Foro presentado por Laura Febres, me acompañaron en el panel Gisela Kozak y Krina ber. Algunas fotos son de mis álbumes personales, otras robadas de Internet, y otras a Facebook a mis amigos Héctor Torres (libros), Jacqueline Mejías (estudiantes Escuela de Arte-UCV) y Rafael Pedraza (la bachiller Villanueva).

martes, 17 de noviembre de 2009

Miedos


El público abarrotaba El Centro de Arte Los Galpones, apenas tomó la palabra el orador de la noche, Jorge Volpi, nos ubicó en una escena que parecía salida de una apocalíptica película de Ciencia Ficción: “Ciudad de México, 21 millones de habitantes, abril año 2009, 2 de la tarde, las calles están desiertas, sólo silencio…”, así comenzó el escritor mexicano su conferencia: “Terror en la Ciudad: sobrevivir en las Megaurbes Latinoamericanas del siglo XXI” recordando la alarma desatada en su país ante el inicio de la epidemia que originalmente se conoció como “Gripe Porcina”.

Según Volpi, a pesar de que la humanidad jamás ha vivido en una era más segura que en este siglo XXI, los seres humanos tenemos más temores que nunca. A medida que el escritor los iba enumerando sentía que muchos de estos miedos son compartidos en las grandes urbes, como ser víctimas de la violencia, pero otros temores tienen sus matices de región en región, como por ejemplo, la hoy llamada gripe AH1N1 que no llegó a niveles de pánico en Caracas, a pesar de que más de un precavido ciudadano se encaramó su mascarilla y se abasteció del gel antiséptico Pureza por temor a estar ante una pandemia similar a la Gripe Española, que a principios del siglo XX, cobró tantas vidas.

Pero el Gobierno venezolano no la consideró una alarmante crisis de salud y hoy ya pocos caraqueños se asustan cuando alguien les tose al lado, y eso que en Venezuela la AH1N1 ha causado casi 100 muertes, cifra que quizás no nos asombre por ser similar a la de los decesos violentos de un fin de semana largo en Caracas.

Volpi habla de la angustia que se siente en Ciudad de México al montarse en un taxi, el pasajero teme ser robado por el conductor… y yo imagino el terror que debe sentir un taxista caraqueño cada vez que sube un pasajero, él es el que no sabe cuándo va a ser atracado. Terror compartido por conductores y usuarios del transporte público: “¿se subirá Juanito Alimaña en la próxima parada?”. Quienes andamos en carro no nos sentimos más seguros, temblamos en los semáforos o en cualquier tranca ante la posibilidad de toparnos con uno de esos motorizados y sus parrilleros que roban impunemente en el tráfico. Los motorizados honestos son los primeros que andan aterrados, además de preocuparse de que les roben la moto, no venga un paranoico a zumbarles el carro.

Tras oír a Volpi pienso que los miedos modernos también varían de ciudad a ciudad en Venezuela, mientras en Caracas tememos la amenaza de una crisis energética, en muchas ciudades del Interior dejaron de temer un futuro de apagones por la sencilla razón de que la crisis energética llegó hace rato. Mientras en Caracas unos hablan de guerra con Colombia como una gesta patriota contra el Imperialismo, y otros hacen chistes de esta nueva bravuconada presidencial, el miedo a un enfrentamiento bélico en las poblaciones cercanas a la frontera no es causa de gracia.

Pero de los terrores de los que habló Volpi en la 9na conferencia convocada por la Fundación para la Cultura Urbana, pocos nos identifican tanto como el que el escritor mexicano llamó: “la soledad cívica”, sentirnos desamparados por las instituciones que supuestamente están para protegernos. Ojalá se vuelvan palabras ciertas las de despedida del autor de El fin de la locura: “Hay que encontrar la manera de fortalecer las instituciones para ponerle límite al poder de los Gobernantes”.

Artículo publicado en El Nacional

sábado, 14 de noviembre de 2009

Misión chalequeo


Arriesgándonos a llover sobre mojado, en Evitando Intensidades hacemos un recuento gráfico de la arbitrariedad revolucionaria de impedir a como dé lugar finalizar el proyecto del Centro Cívico en el Municipio Chacao. La primera parte de este proyecto se logró al mudarse el viejo Mercado de Chacao a nuevas instalaciones con óptimas condiciones sanitarias.


Encantados hicieron el cambio a la acera de enfrente casi todos sus inquilinos, además de abrirse cupos para nuevos puestos. Pero aproximádamente media docena de vendedores, que, a pesar de tener en el nuevo Mercado sus puestos asegurados, se negaron a mudarse porque “yque” no estaban conformes con el cambio.

Trataron de argumentar que el terreno cubierto de techos de zinc era patrimonio cultural, y apoyados por el Gobierno Revolucionario, impidieron que se comenzara a construir la segunda parte del Centro Cívico que contaría con canchas deportivas, lugares de recreación, y un estacionamiento subterráneo, todo de gran utilidad para los vecinos y usuarios de tan congestionada zona.
Y ahí se quedaron los vendedores rebeldes, aupados por el oficialismo, en el terreno casi baldío, impidiendo la construcción de un centro con irrefutables beneficios para el Municipio, hasta que se hizo un referendo vecinal donde ganó por paliza la decisión de adelante con el Centro Cívico. Pero la segunda parte del Centro Cívico sigue como proyecto irrealizable por fuerzas mayores, el Gobierno Revolucionario militarizó el terreno para montar una de sus misiones donde reparten materiales de construcción.
Es obvio que el punto es que no, que no, que no, que no… que de ahora en adelante y para siempre jamás, en la República Bolivariana de Venezuela no pueden hacerse obras que no se le atribuyan a la gesta revolucionaria.
Las tres primeras fotografías fueron tomadas en junio con mi modesta camarita, el proyecto del Centro Cívico y la toma militar del antiguo Mercado de Chacao son prestados de Internet.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La estafa rusa


La compré en los pasillos de la Ciudad Universitaria porque estaba en la sección de películas rusas, con letras rusas, apenas el título en inglés: If Only(Si tan sólo) y un título fácil en español: Te amaré por siempre. En la portada dos amantes se abrazan con miradas nostálgicas, tan rusos ellos, no reconozco a los actores, qué sé yo de cine ruso moderno. Ese es el punto, abrirme a otros cines más allá de Hollywood.
En mis excursiones por los cidiceros he comprado a ciegas películas de Europa Occidental que posteriormente me han encantado, así que me llevé If Only, confiando en el criterio de mis amigos cidiceros, por algo la tendrían, sería una de esas películas que arrasaron en varios festivales europeos, de las que en Venezuela ni nos enteramos. El martes en la noche, aprovechando que mi marido fue al partido Leones-Tiburones en el Universitario, la puse en el DVD preparada para tremendo barranco soviético.
Comencé a sospechar que algo estaba mal con las primeras notas de la presentación musical, como salida de una película gringa de los años 80, tampoco la primera toma era en las estepas, en la Plaza Roja, o en el Cáucaso, sino un plano general de un amanecer londinense.
Terminé de comprender que mis amigos cidiceros me habían estafado, que esto era más lejano a una película rusa que un clásico de Cantinflas, cuando leí el nombre de la protagonista, no en letras rusas sino en perfecto inglés y nada que ver con Katerina Katenariesvka o Natacha Vaminoblich, para mi gran horror la protagonista era la vidente de Ghost Whisperer, serie que en el canal Sony presentan: "Y con la misma mala actuación de Jennifer Love Hewitt".
Qué corte de nota, como salir a comer caviar beluga con vodka y terminar comiendo hot dog con coca cola. Yo que soy seguidora de cuanta serie gringa hay, no soporto Ghost Whisperer precisamente por su protagonista, tan insufrible, aspirando a ser la heredera de Audrey Hepburn, como si la gran Hepburn pudiera tener herederas.
Así que no se puede decir que comencé a ver If Only con la mejor de las disposiciones ni que al finalizarla cambié de opinión, porque esta no es la película en la que Love Hewitt por fin demuestra que puede llegar a ser actriz, peor aún, nos impone su faceta de cantautora.
Cosa curiosa, tampoco podría decir que me disgustó esta historia de segundas oportunidades, a pesar de contar con las misma mala actuación de ya sabemos quien, que además fue su productora, pero es una buena historia, y al terminar de verla me quedé pensando que si tan sólo hubiese sido otra la muchacha de la película... pensando en los compromisos que deben hacer los escritores y los directores para ver realizados sus proyectos... y pensando hasta donde es capaz de llegar un cidicero de la Ciudad Universitaria para vender una película de Jennifer Love Hewitt.

viernes, 6 de noviembre de 2009

La huérfana gasolineando


Quizás la libertad de circulación debería tener un límite, por ejemplo, en una ciudad con un tráfico infernal como Caracas, cómo es posible que un viernes al mediodía transite en Chacaíto un camión publicitario anunciando el estreno de La Huérfana de Jaume Collet-Serra. Sólo en Venezuela, donde el litro de gasolina es más económico que el agua, se ve esta atorrante forma de publicidad: un afiche tridimensional que deambula en el tráfico invitando a los enervados conductores, a los hastiados pasajeros de un autobús, a los motozorizados buscando un hueco por donde escabullirse; al cine de un centro comercial para ver la historia de una familia que desoyendo el credo inglés de "no good deed goes umpunished" es decir, no hay buena obra que quede sin castigo, adoptan a una huérfana como de 10 años para mitigar el dolor de la perdida de su tercer bebé.
Sólo de ver la publicidad entre cornetas y gritos tipo: "¡muévete, estás dormido!", por principio no provoca ir al cine, pero el problema no es si la película de la niña maligna es buena o es mala, lo que indigna viendo el afiche tridimensional tres carros ante mi casi recalentado carro, en un tráfico que se mueve de a centímetros, es preguntarse: ¿cuántas personas pagarán por ver La Huérfana seducidos por esta abominable forma de promoción? ¿Todo vale en el mundo de la publicidad?¿Así es como se mueve la rueda de la producción? ¿Pasa esto en ciudades donde llenar un tanque de gasolina representa un golpe en el bolsillo o donde hay una mínima conciencia ecológica?
Pequeños gestos son los que ayudan a que seamos una mejor ciudad, y qué mejor gesto que eliminar de una vez por todas la publicidad ambulante.

La foto la tomé hace un par de meses, hoy serán otras películas las que promocionan gasolineando.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Chivera de Juguetes


Siempre soñé vivir en un apartamento minimalista como esos que salen en las revistas de decoración catalanas: grandes espacios con escasos muebles de líneas audaces y en las blancas paredes, una obra de arte abstracta. Mi realidad de globalizada madre de tres niños contrasta dramáticamente con mis sueños: en una esquina los juegos de video y computadora, en otra, la cocinita con su comida de plástico; regados por todos lados: pelotas, carritos, tacos, jugueticos de Mac Donald, legos y muñecas con el pelo trasquilado. Decenas de Barbies que alguna vez fueron glamorosas yacen desnudas en una cesta. Los Ken se confunden con los Max Steel preparándose para una guerra sin cuartel contra los sufridos padres que no logramos comprender porqué, en medio de una crisis económica en la que se nos hace cuesta arriba pagar desde el colegio hasta la ortodoncia de nuestros hijos, los muy consentidos tienen más juguetes que Ricky Ricón.

Qué diferente esta orgía de juguetes a mi infancia no tan lejana en una Caracas en la cual la violencia no reinaba, los niños teníamos jardines donde jugar y mucha calle donde montar patines y bicicleta. Quizás porque el encierro no era una necesidad, la tecnología un imperio y el consumismo aún no se había desbordado, mis juguetes eran menos numerosos que los de mis hijos: muñecas de trapo y de papel, suplementos, libros, muchos libros, rompecabezas, un batimóvil que sobrevivió las impericias de cuatro hermanos, y una Barbie, tan sólo una.

En el siglo XXI la conciencia pica, unos niños con tanto y otros tan desposeídos. Unos recibieron más Yu Gi Hos el Día de Reyes mientras otros lo celebraron vendiendo calcomanías y limpiando parabrisas. A unos se les consiente todos los días y otros sólo son recordados en las promesas electorales. Algunas madres generosas recogen muñecas tuertas, carritos sin ruedas, creyones sin punta, los ponen en una caja y los regalan a instituciones benéficas, sin saber, las pobres, que ahí sobran las muñecas tuertas y los carritos sin ruedas pero faltan alimentos, lencería, medicinas, y especialmente hogares confortables como el que construye Fundana para 80 pequeñines en Colina de los Ruices.

Otras madres más astutas encuentran la solución perfecta a esta invasión de juguetes exiliándolos a una casa amiga. El modus operandis es sencillo: se busca una bolsa de boutique y se llena con todos esos perolitos que constantemente se están clavando en nuestras vidas como zapaticos de la Barbie, Polly Pockets, difuntos Tamagochis y cualquier juguete que se tenga que armar y le falten varias piezas, o al que hace tiempo se le oxidó la batería. A la hora de regalarlos hay que actuar como si nos estuviéramos desprendiendo de uno de nuestros mayores tesoros: “ Aquí te paso la granja de las niñitas, ellas sólo aceptaron salir de este juguete tan querido porque se lo están dando a su prima favorita”. Y mientras la incauta víctima saca de la elegante bolsa el cachivache, es necesario justificar el deplorable estado de la dádiva: “Está perfecta, sólo le hace falta una rueda al tractor, la vaca y el cochino hace tiempo que se perdieron, pero todavía queda la oveja. Está un poco sucia, nada que agua y jabón no puedan remediar”. Y así de fácil una se queda con un cachivache menos en su vida mientras la ingenua beneficiaria de este legado infantil, en cuestión de meses se encontrará con una casa invadida de los más inútiles juguetes construidos en civilización alguna.

Por eso joven madre primeriza, si te visita una prima, una cuñada o una comadre con una gran bolsa de boutique fina, sé astuta, no caigas en la trampa, y antes de que tu hogar se convierta en una chivera de juguetes, pon las normas muy claras: “Donaciones: sólo en efectivo o en cheque, por favor” y si es a nombre de Fundana, mucho mejor.

Publicado en El Nacional el 17 de enero 2004. Ilustración para Nojile de Rogelio Chovet. Afortunadamente, ya la etapa en mi familia de la chivera de juguetes quedó atrás.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Mango-Tics


Sentada en un restaurante chino en París, contemplo con cierto estupor cómo mi vecino de mesa, luego de un opíparo almuerzo con los más suculentos platos de la cocina tzechuan, decide cerrar con broche de oro con el postre más caro del menú. Verdadera exquisitez para una fría y lluviosa tarde de primavera: un exótico mango.

En mi calidad de nativa de un país tropical en el cual un mango no es un lujo sino un derecho adquirido, observo con interés antropológico que raya con la indiscreción cómo mi distinguido vecino se enfrenta con el divino manjar sin perder la clase y la elegancia. La diligente mesonera oriental le sirve lo que en Venezuela llamamos "una manga", más grande y más dulce que el mango y carente de hilachas. Con experto ojo de conocedora, diagnóstico que esa manga está verde y pasmada; el pobre ignorante, sin percatarse de la calidad de la fruta que le acaban de servir, comete el mayor pecado que mis caraqueños ojos hayan visto jamás: en vez de hincarle el diente, como el caso lo amerita, toma un cuchillo y un tenedor, y la pica.

Trato de no ser xenófoba. Acostumbrado a los escargots, al chateaubriand y al beaujolais, este pobre señor seguro ignora que al otro lado del océano Atlántico existe un país llamado Venezuela, en el cual a pesar de que a la mayoría de sus habitantes no les alcanza el dinero para comprar la cesta básica, durante cinco meses al año un buen mango nunca le falta a nadie.

Ya en abril las matas de toda Venezuela están cargadas de ácidos mangos verdes, que con un poco de sal, muchos juran preferir al dulce mango amarillo. Estos mangos verdes, a menos que sean ayudados por un hambriento pájaro o por una certera piedra, no se caen de las matas y las amas de casa tienen que recurrir a un enorme palo para alcanzar la cantidad suficiente para preparar una deliciosa jalea. Yo prefiero los mangos dulcitos, los que se caen de maduros, los mangos amarillos y mangas rosadas que invaden de tal manera los jardines venezolanos que muchas familias con matas en sus jardines, no sabiendo qué hacer con tanto mango, llenan enormes bolsas y las dejan abandonadas a las puertas de sus casas con la seguridad de que serán bien aprovechadas.

Vivo en un edificio con una sola mata de mango, que a pesar de su generosidad, no se da abasto para tantos comensales. Los vecinos tienen la suerte de tener pequeños jardines con frondosas matas de mangos que han provocado incalculables problemas fronterizos. Sólo la ecuánime intervención de una vecina abogada, quien decretó que las frutas que cayeran en territorio neutral son propiedad de la comunidad, logró que se evitara una guerra vecinal. Un avaricioso vecino encontró una solución para no ser despojado del usufructo de su jardín: todas las mañanas, en bata y pantuflas, regresa a su niñez de tumbamangos y con mejor puntería que aquellos que lo quieren despojar de sus tesoros, tumba con una piedra las frutas que amenazan con caerse sin su debido permiso.

Pequeñas idiosincrasias caribeñas que un distinguido francés, que come mango con cuchillo y tenedor, jamás podría entender.

Primera columna publicada en El Nacional en la sección de Humor, no recuerdo si en el año 2001 o 2002. Ilustración de Rogelio Chovet.