miércoles, 26 de octubre de 2011

Carolina



No hubo revelación celestial, ni siquiera un presagio, nada podía prever que la tranquila tarde del domingo 29 de junio de 1919 el bondadoso doctor José Gregorio Hernández abandonaría el reino de los vivos para convertirse en el primer santo no oficial de Venezuela.
Esa tarde, después de almuerzo, el doctor Hernández trató de robarle unos minutos a sus pacientes para dormir una merecida siesta al vaivén de su mecedora. A la 1:30 lo despertaron para avisarle que una humilde anciana estaba grave, tomó su maletín y su sombrero y fue a socorrer a la enferma. Tras auscultarla, aprisa fue a la botica que se encontraba cruzando la populosa esquina de Amadores para comprarle un remedio. Tan aprisa iba el distraído doctor que de regreso no se molestó en pararse junto al tranvía que estaba estacionado a un lado de la calle para verificar que no vinieran carros, con la mala suerte de que el orgulloso e inexperto conductor de uno de los escasos automóviles de Caracas lucía su flamante nave a la poco prudente velocidad de 30 kilómetros por hora, ocurriendo el primer accidente fatal de tránsito de la historia de nuestro entonces provinciano país.
84 años después, en los primeros 15 días de este fatídico mes de septiembre, han ocurrido 166 muertes en diversos accidentes de tránsito en Venezuela.
Las causas siguen siendo las mismas que ocasionaron la muerte del doctor Hernández: imprudencia y exceso de velocidad. Leemos el trágico saldo en el periódico y en medio del horror pensamos que las carreteras venezolanas son unas ruletas rusas... y salimos a la calle en máquinas -tan incautos como el Siervo del Señor- a velocidades supersónicas, mientras atendemos distraídos el celular, nos comemos las luces rojas, no nos paramos en las esquinas, esquivamos los huecos del pavimento o a peatones que cruzan temerarios las autopistas. 
Los muertos en letras impresas suelen ser abstracciones por eso preferimos no quejarnos a los choferes de los autobuses cuando van a exceso de velocidad, nos acostumbramos a la oscuridad de los túneles, estamos seguros de que ese trago de más no afectará nuestros reflejos, que el hombrillo de las autopistas es vía expresa, pero supersticiosos nos persignamos cada vez que cruzamos frente a un altar improvisado. 
En el periódico los accidentes de tránsito parecen historias como las que contaba Sherezade, lejanas a nuestra realidad politizada, polarizada, deshumanizada.
Carolina Herrera quizás no llegaba a santa pero era una excelente persona: 35 años, casada y sin hijos, su instinto maternal era compensado por el afecto de los niños del preescolar donde trabajaba como coordinadora. Buena y echada pa' lante -como la describen sus amigos-, a Carolina era raro encontrarla en su oficina porque siempre estaba de aula en aula atenta a sus niñitos y a los proyectos que se le iban ocurriendo para estimularles la imaginación.
También era muy paciente, cuando los atribulados padres acudíamos a ella porque nuestros geniecitos todavía no sabían leer o no hablaban perfecto inglés como en otros preescolares, Carolina nos preguntaba: "¿Para qué?", porque para ella lo fundamental era que los niños pasaran sus primeros años en un ambiente estimulante y rodeados de amor.
Este año escolar el colegio amaneció sin Carolina: "Educadora entre las víctimas fatales de accidente ocasionado por una gandola en la autopista Caracas-Guarenas", decían los fríos titulares en medio de otras noticias de interés nacional como la lucha por el derecho al referéndum revocatorio. A los que conocimos a Carolina nos queda recordarla con alegría y con la certeza de que personas como ella son las que hacen grande a un país.

Publicado en El Nacional el 27 de septiembre de 2003 

No hay comentarios: