domingo, 16 de octubre de 2011

La biblioteca de mi infancia


Fui una niña lectora, desde que arranqué a leer a los cuatro años todas las semanas mamá me llevaba a la librería Lectura o a la Librería Lea y me dejaba escoger un libro. Comencé a armar mi biblioteca con la colección de cuentos de autores como Hans Christian Andersen, Charles Perrault y los hermanos Grimm que vendían en el Círculo de Lectura. Después pasé a los libros de Enid Blyton, de Louisa May Alcott y a Pipa Mediaslargas de la autora sueca Astrid Lindgren. También tenía la enciclopedia El Tesoro de la Juventud, herencia de mi abuela paterna, quien la cedió a sus nietos mayores cuando sus hijos menores perdieron interés por los veinte tomos de lomo verde que contenían cuentos de hadas, curiosidades y avances de la tecnología como el telégrafo.
Otra donación recibida en la infancia fue un mueble de caoba tipo biblioteca que pertenecía a una prima hermana de papá, María Fuensanta, ávida lectora, 13 años mayor que yo. Cuando Fuensanta se quitó el María y se fue a vivir a Europa sin intenciones de regresar (no regresó), su biblioteca fue a parar a mi cuarto con un tomo de Platero y yo de Juan Ramón Jiménez y otro de Memorias de Mamá Blanca de Teresa de la Parra.
Poco a poco la biblioteca infantil se llenó de libros que leía y releía, El Tesoro de la Juventud y los libros de Fuensanta no perdieron su lugar, pero a medida que las aventuras de Enid Blyton y otras novelas infantiles dejaron de interesarme, los fui sacando de la biblioteca, arrumbándolos en la parte alta del closet para dar paso a Agatha Christie, Taylor Caldwell y a las hermanas Brönte. 
A veces, cuando iba a guardar un libro en la parte alta del closet, otro caía sobre mi cabeza y lo volvía a leer, pero cada vez menos, hasta que un día mamá, de manera inconsulta porque sabía que le habría dicho que no, metió los libros de mi infancia en cajas mandándolos con papá a un depósito familiar. Necesitaba espacio en el closet para guardar los adornos de navidad. 
Al saber el destino de mis primeros libros no me importó mucho, a los 13 años mis tiempos de Pipa Mediaslargas, la niña más fuerte del mundo, habían pasado, y pensé que guardados en cajas en el depósito en el edificio Mata de Coco estarían seguros para ser compartidos a largo plazo por mis futuros hijos, a quienes asumía tan ávidos lectores como su madre y la prima Fuensanta. 
Meses después, papá llegó a casa con la terrible noticia que en el depósito familiar uno de mis tíos decidió hacer limpieza, y entre las primeras cajas en botar, estuvieron las de libros infantiles. Mi historia literaria había sido borrada, ya no tenía que legarle a mis futuros hijos, me había quedado sin nada.
Lloré mi biblioteca infantil como se llora a un amigo, no durante meses sino durante años, no me conformaba haberla perdido. De mi patrimonio en libros solo quedaba El Tesoro de la Juventud y el par de libros de Fuensanta, y ni siquiera por mucho tiempo, en mi adolescencia la abuela me pidió que le devolviera El Tesoro de la Juventud porque decía que le gustaba regresar a sus cuentos de infancia. 
Pasaron los años y cuando comenzaron a nacer mis hijos (tres para ser exactos: Camila, Isabel y Oscar) a la hora de hacerles su biblioteca junto con los libros modernos que se conseguían en las librerías: ediciones Ekaré, los cuentos de Anthony Browne, y la serie Teresa de Armando Sequera; escarbé en las ventas de ocasión para rescatar mis libros de infancia. Conseguí varios tomos de las aventuras de los hermanos Hollister, de Puck detective, de las andanzas de las chicas de Torres de Mallory. Mi abuela me regresó El tesoro de la Juventud para que se lo leyera a sus bisnietos, y todavía estaban Platero y yo y Las Memorias de Mamá Blanca en la vieja biblioteca de caoba que fue a parar al cuarto de las niñas. 
Pero a medida que mis chamos crecieron aprendí una de esas duras lecciones de la vida: nuestros hijos son entes independientes, ni su realidad histórica es igual a la nuestra ni sus gustos tienen que ser los mismos.
Fueron pasando los años y me di cuenta con tristeza que en mi hogar, a diferencia de en el que crecí, no mandaban los libros sino la tecnología: computadora, videojuegos, Ipods, más de quinientos canales de televisión. Para mis hijos Facebook ha sido lo que para mí fue El Tesoro de la Juventud. Los libros que tanto añoré  y que compré para ellos en ventas de ocasión, jamás fueron abiertos, ni siquiera por mi nostalgia. Qué pre-adolescente tras las aventuras eróticas de las Gossips Girls se va asombrar con las guerras de almohadas de las internas de Torres de Mallory. Ellos tienen sus propias sagas como la serie Escalofríos, Harry Potter y Percy Jackson. Cómo habría disfrutado yo de las andanzas de los chicos-brujos de Hoghworths en mi niñez, pero tengo demasiados libros en la lista de libros por leer como para estar leyendo o releyendo literatura infantil.
Décadas después de desaparecidas la cajas con los libros de mi niñez, pienso que quizás fue lo mejor que pudo suceder, quiero creer que esos libros que tanto placer me dieron de niña no terminaron siendo pulpa de papel sino en las manos de uno, o varios niños, que aún conservaban la inocencia de asombrarse con una pequeña de trenzas color zanahoria capaz de cargar a un caballo con una mano. 
Hoy comienzo a hacer lo que hace décadas hizo mi madre, guardo en cajas aquellos libros que sé que mis hijos no volverán a leer, no para meterlos en un depósito familiar sino para donarlos a niños que sí los van a querer. No hay que ser visionario para saber que el legado de Guttenberg está en vías de extinción y mis futuros nietos, si acaso algún día los tengo, serán consumados lectores digitales. Solo espero que los niños del presente, últimos sobrevivientes del libro impreso, al abrir las cajas no aspiren a Harry Potters, que esos se quedan aquí, en la vieja biblioteca de caoba con El Tesoro de la Juventud.

3 comentarios:

Ora dijo...

Torres de Malory ¡Dios mío! Retrocedí 20 años, y llegué otra vez a la biblioteca de la vecina de la casa de mi abuela, donde me hacían firmar "fichas de préstamo" por los libros que escogía y que subía a leer al techo de la casa durante mis vacaciones. Torres de Malory y Mujercitas, mis favoritos.

Adriana Villanueva dijo...

Qué maravilla una biblioteca "pública" en casa de una vecina, yo la verdad era bien caleta con mis libros, no los prestaba, pero tampoco recuerdo que me los pidieran prestado.
A Mujercitas, también uno de mis libros favoritos, hace tiempo escribí una intensidad. http://evitandointensidades.blogspot.com/2009/03/mujercitas.html

Mariana Sucre dijo...

Piki al leer esta intensidad era ver la lista de mi biblioteca y mi infancia. Solo me faltó leer (y seguro que lo hiciste) que el mejor plan de una tarde cualquiera era subir a la mata de mango con el libro y la merienda. Enyd Blyton, Mujercitas, Las Torres de Mallory, Agatha Christie, El Tesoro de la Juventud...precedidos por Andersen, Grimm, hadas por todos lados, y por ejemplo, a lo largo de todos los tiempos hasta hoy, Mafalda y TIntin, fueron mis amigos favoritos. Y luego me pasó lo mismo que cuentas: cuando pasé la etapa de leerle a los 3 mios Ekaré entre otras maravillas, y les llegó la hora a ellos de escoger me di cuenta que sus preferencias y necesidades eran distintas de mis expectativas. Creo que de grandes hemos coincidido escasamente en torno a Isabel Allende. Me mudé a digital, pero para mi sigue siendo un tesoro un buen libro.