Creo
que ya es hora de que la comunidad hebrea de Venezuela se entere: Isaac
Chocrón, querido escritor, pilar y orgullo de vuestra comunidad, a quien hasta ahora se le conocen casi una
veintena de obras de teatro, siete
novelas, pero ni esposa ni hijos;
tiene en realidad una hija goy que heredó de su padre judío su pasión por la escritura, por el
teatro, por Shakespeare, y por la literatura del sur de los Estados Unidos.
Puedo dar fe porque esa hija soy yo.
Tan
extraña paternidad se
remonta a principios de la década
de los ochenta, y para aquellos a quienes las cuentas no les dan, valga la
aclaratoria que vi la luz por
primera vez a los 18 años en el Taller de Expresión Oral y Escrita dictado
por Isaac Chocrón, en el
Auditorio de la Facultad de Humanidades de la UCV.
“Escribir no es escribir, sino
corregir”, “Escritor sin disciplina no sirve”, las sensaciones de Proust, la naturaleza de Thoreau y las enseñanzas de Rousseau eran las lecciones que el maestro Chocrón –quien prefería que sus alumnos lo llamáramos Isaac- nos
daba a los más de cien
estudiantes del primer año de la Escuela de Arte.
Chocrón asumía con pasión
esta cátedra de primerizos para deslastrarnos de los vicios del bachillerato, como se lo confesó a la
periodista Miyó Vestrini en el libro Isaac Chocrón frente al espejo (1980):
“...me encanta hablar y que me paguen por hablar me parece estupendo, más aún
si tengo poder para no dejar hablar a nadie o para escoger quien lo va a
hacer...” Chocrón daba poco
margen a la improvisación: “... me pegaba grandes puñales...” que le permitían
durante toda una mañana “estar en pie y sin papeles en la mano. Yo hago mi
clase como si fuera un Show en las Vegas. Siempre dejo una sorpresa para el
final”.
Nuestra filiación no fue reconocida
instantáneamente, yo era
apenas una estudiante más a quien Isaac pedía semanalmente que escribiera cortos ensayos sobre Zanzíbar, sobre personajes inolvidables, o sobre la calle donde vivía. Las breves notas con las que el maestro
Chocrón corregía y aupaba mis
primeros pasos como escritora, eran asomos de una paternidad no biológica sino intelectual y espiritual.
La relación se afianzó por la casualidad de ser vecinos de urbanización, a Isaac le gustaba llegar caminando a la universidad pero el calor del mediodía lo obligaba a pedir cola para regresar, y yo siempre estaba dispuesta a dársela para continuar unos minutos más las lecciones de mi querido profesor, a pesar de que éste me incitaba –en ese entonces era una inexperta y nerviosa conductora- a comerme una flechita para poder llegar más rápido a su edificio.
La relación se afianzó por la casualidad de ser vecinos de urbanización, a Isaac le gustaba llegar caminando a la universidad pero el calor del mediodía lo obligaba a pedir cola para regresar, y yo siempre estaba dispuesta a dársela para continuar unos minutos más las lecciones de mi querido profesor, a pesar de que éste me incitaba –en ese entonces era una inexperta y nerviosa conductora- a comerme una flechita para poder llegar más rápido a su edificio.
No
obstante esta breve dosis de anarquía urbana, la paternidad de Isaac no fue irresponsable: a los cincuenta años era un buen momento para
tener su primera hija, especialmente si ya estaba criada, porque Chocrón pasaba por una de las mejores etapas de su carrera: acababa de publicar la novela 50
vacas Gordas; su amigo José
Ignacio Cabrujas dirigía Simón,
una de sus más hermosas obras de teatro; pleno auge del Nuevo Grupo; La
Compañía Nacional de Teatro estaba por nacer, y Chocrón, su primer director, sin falsas modestias inauguró la
primera temporada con su obra Asia
y el Lejano Oriente.
Cuando tímidamente le
presenté como trabajo de fin de curso una adaptación ambientada en la Caracas
ochentosa de la obra Pigmalión de George Bernard Shaw, Isaac añadió a sus éxitos personales la
paternidad espiritual de una hija, crecidita ya, que algún día podría llegar a
ser una gran escritora: “como Lillian Hellman” y así me presentaba orgulloso a
sus amigos, entre los cuales no se escapó ni Edward Albee, autor de “¿Quién le teme a Virginia
Wolf?”, quien educadamente tuvo que soportar los alardes de padre orgulloso de
su amigo Isaac cuando vino de
visita a Caracas a mediados de los años
ochenta.
Si Isaac era un padre complaciente y
consentidor no por eso dejaba de ser estricto y exigente. Cuando llegaba a la universidad vestida a lo Madona a Papá Chocrón no le gustaba nada y me decía: “Niña tápate,
que se te ve el ombligo”, se molestaba si siempre escogía el mismo pupitre para
sentarme: “Hay que aprender a ver la vida desde distintos ángulos” y cuando no llenaba las expectativas académicas de mi
exigente maestro, como el día en que olvidé mencionar en una exposición a Ricardo
III entre los grandes malvados shakespereanos, habría cambiado mi reino de
minifaldas por un caballo para no tener que enfrentarme a la fría ira chocroniana.
Los
cinco años que duró mi carrera universitaria estuvieron marcados por el constante apoyo de Isaac quien fue mi profesor en las cátedras de Shakespeare y el Teatro
Isabelino, Teatro Norteamericano y Talleres de Dramaturgia.
Pero el legado más hermoso mi padre-maestro no me lo dio en el aula, sino con su cariño, ese legado fue la certeza de que sí bien a nuestra familia biológica
no la podemos elegir, la vida nos da la oportunidad de tener una
familia “ elegida” que nace
de afectos y compatibilidades.
La hija elegida de Chocrón resultó con
el tiempo una hija ingrata: al terminar la universidad pasé años sin verlo, y
todavía no he escrito la “gran obra” que Isaac de mí esperaba –“Esperaba no,
espero”-. Casualmente nos reencontramos
en la isla de Margarita en diciembre de 2000, y reiniciamos nuestra relación como si quince años no fueran nada: “sigue tus crónicas
deportivas, que ahí está tu novela”. Isaac rápidamente retomó el hábito de encaminar y
arrear a su ya no tan joven hija.
Estos quince años de nuestro involuntario distanciamiento para
Chocrón fueron activos: fue director del Teatro Teresa
Carreño, ejerció hasta hace poco la docencia en La Escuela de Arte, y los últimos tres años antes de su
jubilación fue su
director; ha dado cátedras
especiales en universidades del exterior, y en ningún momento ha
parado de escribir. El año 2001 fue un año especial para él: cumplió 70 años y fue homenajeado por todos los que lo
quieren y admiran en el Teatro Teresa Carreño, pero el 2002 no se quedó
atrás: Chocrón recibió
un Doctorado Honoris Causa de la Universidad Central de Venezuela y su novela Pronombres
Personales fue publicada por entregas en El Nacional.
Sólo me asalta una duda:
¿seré hija única? Lo llamo
celosa a preguntarle: “Imagínate, en veinte años de docencia miles de
estudiantes pasaron por mis aulas. Entre tantos muchachos, poco más de media
docena fueron para mí muy especiales, mis hijos elegidos: Xiomara Moreno,
Martín Hahn; ¡No me voy a poner a contarlos!”. Como buen padre
consentidor, Isaac prefiere
cambiar de tema: “¿Sabías que
estuve en Londres dictando unas cátedras? Los ingleses son tan
excéntricos que les ha dado por estudiar mi obra”.
No quiero despedirme de Isaac sin
preguntarle cómo debo terminar esta confesión de su paternidad a la comunidad
judía: “Termina con esa frase de Simón, en la que Simón Rodríguez le
dice a Bolívar: ‘Sal a reclamar tu parte. Todos tenemos derecho a reclamar
nuestra parte del mundo. Para eso nacimos’ ”
Pero el que parece que nunca se cansa de
reclamar su parte del mundo, es mi querido Papá Chocrón.
La
hija Goy de Isaac Chocrón fue publicado en el semanario Nuevo Mundo Israelita en el año 2001.
Adaptado para Ficción Breve en el año 2003. Esta madrugada murió mi querido profesor, me quedé huérfana de Isaac. La foto fue tomada la última vez que lo vi, cuando donó su biblioteca al Museo Sefardí de Caracas, rodeado de parte de su familia elegida.
5 comentarios:
Hola... ¡qué bonito tu escrito! yo también tuve oportunidad de conocerlo gracias a la UCV... claro que no tanto como tú ya que estudié Letras en esas épocas. Realmente es muy triste que se marchara pero nos queda la dicha del recuerdo y de todo lo bello que dejó. Un saludo Adriana Villanueva.
ASI FUE EN EL TALLER DE LA ESCUELA DE ARTES. ERA TODA UNA EXPERIENCIA. UN GRAN MAESTRO
Sin duda un profesor inolvidable, Isaac Chocrón, fuimos afortunados de ser partícipes de lo que él llamaba su "show en Las Vegas"
Hola, escribo desde Xalapa, Veracruz, en México. Ciudad en la que el maestro Chocrón estuvo allá por el 1992 y en la que tuve la oportunidad de conocerlo. Una pregunta que a la vez, es un favor. ¿Sabes a quién puedo dirigirme para obtener los derechos de autor de La Revolución? pretendo montar la obra, aquí en Xalapa. Mi mail es: freddypalomec@outlook.com
Saludos, y muchas gracias.
Hola Freddy, qué bueno que quieran montar La Revolución en Xalapa, Isaac estaría feliz de saberlo. Tuve que hacer tarea para averiguar el destino de los derechos de autor de su obra y averigüé que los legó a una fundación que llevará su nombre dirigida por buenos amigos suyos involucrados a la cultura en Venezuela. Te paso por correo el email del abogado de la Fundación para que se pongan de acuerdo, imagino que será a traves de Sacven que es la institución que maneja los derechos de autor en Venezuela.
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