jueves, 15 de enero de 2015

Aquellos maestros...


Como hoy es 15 de enero y en Venezuela se celebra el Día del Maestro, me tomo la libertad de ponerme intensa recordando aquellos maestros que dejaron marca en mi vida.
La primera maestra que recuerdo es Yolanda, del Kindergarten Tamanaco, recuerdo poco nítido porque Yolanda me dio clases en pre-kinder cuando apenas tenía 4 años. Yo era su consentida no por simpática y querendona, sino porque del grupo de niños fui la primera que aprendió a leer. Rosa Elena era la maestra del salón de al lado, más vieja y más fea que Yolanda (así la recuerdo, a lo mejor no lo era), estaba celosa porque Yolanda tenía en su clase una niña que leía y ella no. Por eso una mañana Rosa Elena se dispuso a desmontar el mito de la pequeña lectora sentándome a descifrar palabras como "cigüeña". Gracias a Rosa Elena aprendí que no todas las maestras eran dulces y pacientes como Yolanda. 
Entré en el colegio Santiago de León de Caracas en primer grado recién cumplidos seis años, la mayoría de mis compañeros ya tenían siete, pero mis padres insistieron que entrara a pesar de que iba ser la menor del salón porque recuerden que yo era la lectora precoz... la niña genio. Hasta primer grado me duró la fama de niña genio, mis notas decían lo contrario, y para colmo, casi todos mis compañeros cursaron preescolar en el Santiago y ya eran amigos entre sí. Que yo fuera un año menor y una niña despeinada y retraída no ayudaba mucho en mi popularidad. No me fue fácil hacer amigos, en los recreos me sentaba en un banco con una novela de Enid Blyton mirando de reojo a los demás niños jugar. Por eso recuerdo a Rosita en tercer grado como una de mis mejores maestras, no porque supo desarrollar mi potencial académico, sino porque fue capaz de identificarme como una niña solitaria y darme las herramientas sociales para hacer mis primeros amigos, los del colegio, a quienes todavía hoy considero mis amigos del alma. 
De Yolanda y de Rosita no conocí ni sus apellidos. De Yolanda no supe más, de Rosita solo que al año siguiente de ser mi maestra se casó y se retiró de la docencia.
A pocas de mis otras maestras de primaria las recuerdo por nombre, en cambio a casi todos los profesores de los tres primeros años de bachillerato los recuerdo como si hubiera tenido clases con ellos ayer: Cándido Millán, Guillén, Toro, Tortugón, Pedro Hernández, El Gocho Vivas, Pernalete, Echezuría; muchos de estos profesores tenían tantos años dando clases en el Santiago que habían sido profesores de mis tíos. A mi me parecían unos viejos, eran mayores que mi papá. Por eso cuando entró Elizabeth Uzcátegui, la nueva profesora de Literatura, fue como si abrieran una ventana en una tienda de Antigüedades para que entrara una bocanada de brisa fresca. 
Elizabeth en ningún lado habría pasado inadvertida, menos en un colegio donde las niñas estaban obligadas a llevar faldas grises y los profesores lucían fluxes de color marrón. Era una catira menuda con muy buen cuerpo apenas unos añitos mayor que sus alumnos. La recuerdo dando clases vestida de blanco con faldas vaporosas y escotes pronunciados. Y no solo fue una brisa fresca por el contraste de esta joven y alegre licenciada con el resto de sus colegas: Elizabeth fue la primera profesora que insistió que la llamáramos por su nombre y la tuteáramos, lograba mantener el respeto en su clase porque siempre era interesante, si tocaba hablar de La Ilíada, ella era Aquiles Pélida. 
No fue monedita de oro Elizabeth, no todos mis compañeros la quisieron, más la queríamos sus alumnos de Humanidades que los de Ciencias, pero para mí fue la primera profesora en romper el molde de la formalidad escolar y la primera en demostrar la importancia de la creatividad y el amor por enseñar la Literatura más como una pasión que como una materia requerida por el Ministerio de Educación. Gracias a Elizabeth volví a sentir el orgullo de ser una de las mejores de la clase, aunque en esta oportunidad fue un orgullo compartido con varios, y no hubo señorita Rosa Elena para demostrar lo contrario. 
Cuando entré en Humanidades pasé de ser una alumna mala, de las que reparan, a una alumna buena, de las que eximen, pero no fue sino hasta que entré en la Escuela de Arte de la Universidad Central que el mundo se me volvió technicolor como a Dorothy cuando llega a Mushkinlandia. Mi mago de Oz fue Isaac Chocrón, aunque a diferencia del de la película de Warner, Isaac -que también insistió desde el primer día que lo llamáramos por su nombre- no era un charlatán. 
Las clases de Expresión Oral y Escrita que impartía Isaac en el primer semestre eran los viernes en el auditorio de Humanidades, incluía a los más de 100 alumnos que empezábamos la carrera, siendo la clase más masiva. Isaac decía que se preparaba para ella como si lo hiciera para un show en Las Vegas, y se notaba porque semana tras semana era un stand up comedy nuevo, habilidad que ya quisiera tener más de uno que ha hecho carrera montando monólogos sobre sus vidas. 
A pesar de que Isaac era la única estrella en su clase, y a pesar de tener tantos alumnos, nos iba conociendo porque todas las semanas mandaba de tarea una cuartilla sobre diversos temas, ejercicios de memoria emocional parecidos a esta crónica que están leyendo. A la semana siguiente los devolvía corregidos y con un comentario al margen. De trabajo final Isaac nos pidió que le entregáramos lo que quisiéramos, yo hice una versión criolla del primer acto de Pigmalión de Bernard Shaw que a Isaac le gustó tanto que se la dio a Enrique Porte, un joven director de Teatro recién llegado de Londres, para ver si le servía para su Taller de Actuación.
Así comenzó mi amistad con Enrique Porte antes que siquiera fuera su alumna. Cuando me enteré que algunos alumnos del Taller de Actuación de Enrique estaban amotinados por tener que trabajar con la obra inacabada de una chama dos semestres por abajo de ellos, le fui a llorar a Enrique, quien me regañó: "Si voy a trabajar tu Pigmalión es porque me gusta, y deja la pendejada que no es la primera crítica que vas a recibir en tu vida...", excelente lección eso de "deja la pendejada que no será la primera crítica que vas a recibir en tu vida", aunque es una de las enseñanzas que más cuesta asimilar.
Enrique hasta su temprana muerte en el año 1990, fue uno de mis mejores amigos. 
Enrique e Isaac no fueron los únicos grandes maestros que tuve en la Escuela de Arte, pero sí fueron los que más influencia tuvieron en mí, en cambio en mi rasante paso por la Escuela de Comunicación Social solo recuerdo un profesor inolvidable, de quien tampoco volví a saber, Luis Angulo se llamaba, era un profesor prestado de la Escuela de Letras y su sensibilidad para dar clases casi me hacen cambiar de carrera: si así eran los profesores en Letras, yo me tenía que ir para allá.
El profesor Angulo era venerado por todos sus alumnos, y al igual que Isaac, mandaba a escribir una cuartilla por clase de diversos temas, la diferencia era que teníamos una hora para escribirlas en las viejas máquinas de la escuela. 
Hoy me doy cuenta que muchas de las herramientas que aprendí en las clases de Angulo son las que aplico en el blog, sobre todo escribir contra reloj y concretar. Mi gran despecho académico fue cuando un lunes inesperadamente el profesor se despidió de sus alumnos a mitad de semestre, tenía demasiada carga académica y debía ceder la cátedra de Comunicación Social, a la semana siguiente tendríamos una nueva profesora.
No volví a saber de él.
 Este no es sino un breve recuento de algunos maestros de mi vida, al que podría incluir a muchos de los maestros de mis hijos, pero esas ya serían sus historias. Si hoy me dio por escribir esta intensidad fue para que quienes ejercen la vocación de enseñar sepan que vale la pena, que seguro en más de una ocasión en pequeños detalles hicieron la diferencia en algún estudiante que nunca los olvidará. 

No hay comentarios: