Hay tres tipos de electores: los que madrugan para votar, quienes votan cuando mejor les acomode, y los que no votan porque les da fastidio o son indiferentes. Pertenezco a la segunda categoría, aunque en ninguna elección he dejado de votar, prefiero tomármelo con calma: desayuno, leo el periódico, me baño, me visto, y hasta me maquillo, y a golpe del mediodía, estoy lista para darle mi voto a quienes considero deberían llevar las riendas de mi municipio, de mi estado, o de mi país.
Este domingo 23 de noviembre no sería la excepción, pero a las 10 de la mañana ya me estaba llamando mi mamá a preguntarme si había votado. Ella pasó después de votar en la Casa de la Cultura de Chapellín frente al Liceo Jesús Enrique Losada, donde yo voto desde que tengo 18 años, y estaba vacío. Decidí apresurarme, no se fuera a llenar de rezagados al mediodía.
Llegué a las 11 de la mañana a mi centro de votación, y en efecto, no había mucha gente, quizás porque el CNE lo ha descongestionado enviando a parte de los inscritos ahí a otros centros electorales cercanos.
Esperando por la máquina captahuellas sólo tenía dos personas por delante, pensé que al igual que en las dos elecciones anteriores, tardaría unos minutos en votar, pero me tocó la mesa lenta, la que se le echó a perder la máquina porque una señora haló la boleta de votación cuando no era, se trabó y fue necesario llamar al técnico; me tocó la cola en la que hubo un conato de altercado porque alguien quiso hacer campaña política in situ; en la que hubo hasta un infartado a quien fue necesario llevárselo con la ayuda de paramédicos sin lograr ejercer su derecho al voto. Los viejitos y las mujeres embarazadas también abundaban en mi cola; y mientras en las aledañas mesas 3 y 4 los electores no tardaban más de los seis minutos reglamentarios en votar, a mí me tocó hacer más de dos horas de cola.
Corrí con suerte, la mayoría de los electores en otros municipios tardaron un promedio de 4 horas en votar. Es que las máquinas asustan, ¿y si uno le da a donde no es? Y yo que pensaba que esa era una paranoia personal porque soy torpe en cuanto a tecnología se refiere, me consolé al leer ayer domingo en la mañana en el artículo de Milagros Socorro que ella teme lo mismo. Tanta paranoia no resulta infundada, en la mesa en el Municipio El Hatillo donde votó mi marido, una señora se confundió y votó por Diosdado Cabello, al darse cuenta de su error, pidió ayuda, pero ya era muy tarde. Una vez que le das al ovalito, no hay marcha atrás. Lo mismo le ocurrió al actual Gobernador del estado Barinas, el maestro Hugo de Los Reyes Chávez, se equivocó de candidato y no votó por su hijo Adán como sucesor, fue necesario anular su voto.
En el Municipio Libertador la cosa no parecía tan difícil, apenas había que darle a cuatro ovalitos en la computadora: gobernador, alcalde, cabildo metropolitano y qué se yo más. En otros municipios como Sucre había que marcar hasta diez. La señora frente a mí en la cola estaba angustiada, se le quedó la chuleta, si su hija se enteraba, la mataba, ¿y ahora cómo era? Quise ayudarla, pero imposible adivinar si su voto sería rojo, blanco o amarillo. Le aconsejé que se acercara a los tarjetones que estaban pegados en una cartelera para que identificara dónde estaban ubicados los candidatos de su preferencia. Llegó a los pocos minutos toda sonrisas: “Esto no necesita chuleta”. Al rato se volteó para decirme en susurro cómplice: “Los de enfrente mío son chavistas”.
Eso es lo divertido de votar en el Liceo Jesús Enrique Losada, ahí votan ricos, clase media, clase obrera. Hacemos juntos la cola chavistas radicales, la oposición que no falla una marcha, arrepentidos de ambos lados y los eternos indecisos; pero después del conato de altercado, nadie discutía de política, lo que si parecía estar presente era el béisbol nacional, demasiados caraquistas en esa cola para mi gusto, pavoneándose con su gorra leonina, ¡ay sí gatitos! pero los aficionados a los Tiburones pronto nos manifestamos, mientras que los magallaneros prefirieron mantenerse en la clandestinidad. También se discutió del tiempo, si llovería o no; y que el 27 de noviembre serían los festejos de la virgen de La Milagrosa.
Antes de la una de la tarde ya yo había votado. Luego fui a una reunión familiar en El Hatillo. Ahí todos tenían su cuento, si votaron en la madrugada, o si prefirieron esperar a la tarde. Si fue rápido, o si tardaron horas en la cola. A diferencia de pasada elecciones, la abstención, por lo menos en mi familia, no fue una opción. Todos los mayores de 18 años tenían sus meñiques derechos manchados de tinta. Los más chamos no estaban interesados en política, preferían saltar en la colchoneta o jugar fútbol. Las mujeres de la familia acordamos la fecha de la elaboración de las hallacas, y antes de las seis de la tarde prendimos la televisión para ver cómo estaba la cosa. En Globovisión se veían imágenes de motorizados vestidos de rojo dando vueltas a la escuela Jesús Enrique Losada en actitud amedrentadora. Nada tenía que ver ese ambiente con el que viví al mediodía.
Antes de la 8 ya estaba en mi casa y a las 10 durmiendo. No me quise trasnochar como en pasadas ocasiones esperando que la rectora Tibisay Lucena diera los primeros resultados oficiales, el día había sido largo. A las 12 de la medianoche me desperté exaltada, prendí el televisor y ya habían dado los primeros cálculos: Venezuela seguía pintada en gran parte de su territorio de rojo; pero con la excepción de los vecinos del Municipio Libertador, Caracas rechazó la monocromía.
Algunos fuegos artificiales se dejaron oír a lo lejos, no sé si por el triunfo de Jorge Rodríguez como Alcalde del Libertador, o si por el triunfo de alguno de los candidatos que se identifican como oposición en el resto de Caracas. Qué importaba. Esta noche la democracia triunfó, y por lo menos en mi ciudad, podríamos dormir tranquilos.
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