La película la compré por carambola en los pasillos de la UCV, me gustó el título: “Cartas de París”, además nunca había visto una película ambientada en Georgia, un pequeño país euroasiático que a partir del siglo XIX formó parte del Imperio Ruso, hasta que la Revolución Bolchevique le concedió la independencia en 1917, para volvérsela a quitar en 1922. En 1991 Georgia por fin logró la autonomía.
Lo investigado en Wikipedia me cuenta menos de Georgia que “Depuis qu’Otar est parti”, título original de la ópera prima de la directora Julie Bertuccelli, premio de la crítica en el festival de Cannes del año 2003. Hasta entonces directora de documentales, Bertuccelli se estrenó en la ficción con la historia de tres mujeres: una anciana, su hija y su nieta; sólo rompen la rutina en sus tediosas vidas las cartas y llamadas desde París del único hombre de la familia, Otar, médico que decidió que mejor le iría como obrero ilegal en la capital francesa.
Eka, Marina y Ada viven en Tbilisi, una ciudad que ni que mi vida dependiera de ello habría sabido identificar como capital de Georgia (gracias Wikipedia), ciudad más europea que asiática, pero europea del este, fría, de calles de piedra, constantes apagones, y suculentas pastelerías, habitada por gente sencilla, medio tristona, quienes no viven en opulencia, pero comida no les falta en la mesa.
Eka (Esther Gorintin), la abuela, es una belleza de viejita de 90 años, consentida y consentidora, golosa, coqueta con su pelo blanco adornado de peinetas, algo malcriada, siempre pelea con su hija Marina que la acusa de Stalinista. “A mucha honra”, contesta la anciana. Marina (Nino Khomasuridze) es una sensual mujer que bordea los cincuenta años, resignada a las limitaciones de su vida, no sólo económicas sino también emocionales: su actual pareja es un hombre bueno del que desearía estar enamorada, pero la divierte sólo en la cama y la aburre en lo demás. Lo que más parece afectarle a Marina es que su madre no disimula la preferencia por su hijo varón. Y por último está Ada(Dinara Drukarova), apenas saliendo de la adolescencia, tan sombría que no parece una mujer joven; sus debilidades son la cultura francesa y su abuela.
La monótona pero tranquila vida de estas tres mujeres cambia no con una carta de París sino con una llamada de Niko, un amigo de Otar quien les informa que éste tuvo un grave accidente en el trabajo, no se atreve a investigar más porque él también está ilegal. Tras un trámite burocrático, Marina y Ada se enteran de que Otar no sobrevivió y fue sepultado en un cementerio de indigentes en París.
¿Cómo decírselo a Eka?
Ni Marina ni Ada se atreven, y así comienza el engaño, Ada falsifica la letra de su tío para que su amada abuela siga recibiendo cartas de París, en ellas explica que su actual trabajo le hace imposible seguir llamando. Eka se lo cree, o parece creérselo, pensaba yo, supuse que estaba ante una versión francesa-georgiana del famoso cuento de Julio Cortázar: La salud de los enfermos. Pero aunque la premisa es la misma: ocultarle con cartas forjadas a una anciana la muerte de su hijo consentido; el desenlace es diferente al cuento de Cortázar, pero igual de conmovedor.
Cartas de París es una hermosa película sobre la relación de una familia matriarcal y sobre las consecuencias de tratar de sostener una mentira. No es para todo público, es una película más de silencios que de palabras, que me alegra haber visto por casualidad.
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