Mi marido ha resultado un optimista, de un tiempo para acá, después de pasar un promedio de dos horas en el tráfico, llega del trabajo para servirse un trago y repetir: “Tú vas a ver, es inminente, en menos de un año el tráfico en Caracas se acaba”.
El padre de mis hijos no cree que a corto plazo el gobierno decida aumentar el precio de la gasolina, ni sueña con que el transporte público mejore, ni siquiera tiene la esperanza que regrese el plan “pico y placa” en el que los carros, según el final de sus placas, tendrán horario restringido durante un día a la semana. No, para mi marido la disminución del tránsito automotor se deberá a un conjunto de razones más sencillas.
Pone por ejemplo nuestro vecino Chacao, el lomito de las alcaldías, poca densidad de población, buena recolección de impuestos, y un fiscal en cada esquina asegurándose de que las leyes de tránsito se cumplan. Pero en este municipio construyeron unos policías acostados del tamaño de murallas, que nadie sabe cómo atravesarlos: si de ladito, si apenas pisando el acelerador; del modo que lo hagamos nuestros carros siempre sonarán: “¡Klang, klang!”, como si algo se desprendiera del chasis.
El Municipio Libertador, donde resido, no tiene el problema de los gigantescos policías acostados, pero los huecos en las calles se han vuelto unas troneras, y a pesar de que estamos en vísperas de elecciones municipales, a quienes les corresponde el mantenimiento de las vías, ni pendientes. Los huecos son tan grandes, pero tan grandes, no por lo profundo sino por lo erosionados, que los vecinos que no tenemos camionetas 4X4, estamos pensando seriamente cambiar nuestros ya desbaratados carritos, por mulas.
El pésimo estado de la vialidad no es sufrimiento exclusivo de los vecinos de Libertador, en El Hatillo la están pasando peor: el camino en La Guairita vía al Cementerio del Este se ha vuelto intransitable de la cantidad de huecos quizás originados por el paso de camiones de carga pesada para la construcción de una ciudadela de edificios a un lado de la Cueva del Indio. Cuando llueve de noche, un guía improvisado, con un farol en una mano y una lata de leche para las propinas en la otra, ayuda a los conductores que regresan del cementerio a encontrar un espacio por donde pasar entre el lodazal.
Cuando a consecuencia de tantos huecos y enormes policías acostados por fin se nos echa a perder el carro, o si chocamos, costará Dios y su ayuda encontrar repuestos porque no hay dólares para eso. Si terminamos desahuciando nuestros pobres carritos, o si pasamos por el mal rato de que nos los roben, aunque pague el seguro, si queremos comprar uno nuevo y llamamos a una agencia, no hay carros disponibles. Es necesario anotarse en una lista de espera que puede durar años antes de conseguir un carro cero kilómetro. Tampoco faltan los vivos anotados en varias listas que logran comprar los carros a precio de agencia, para luego revenderlos con un sobreprecio de treinta por ciento.
Y si tras mucho sacrificio por fin compramos un carrito, nuevo o usado, ¿para qué? para que tarde o temprano se desbarate en un policía acostado de Chacao, o caiga en un hueco en El Hatillo, o en una tronera en Libertador, o nos los roben. ¿Y cuánto tiempo nos costará reemplazarlo o pasará en el taller esperando repuesto? Por eso el optimista de mi marido dice que el tráfico de Caracas, de que se acaba, se acaba. Publicado el 15 de noviembre en El Nacional.
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