Leí tu artículo sobre la necesidad de abolir las vacaciones escolares, muy ocurrente, pero prepárate para algunos bombazos. Te confieso que a mí me da tristeza cuando afirmas con nostalgia que ya las familias no pueden viajar al exterior... no es que te esté criticando mi amor, pero da dolor como se han ido perdiendo las tradiciones. ¿Tú sabías que cuando yo era muchacha a las vacaciones se les llamaba vacantes? Uno nunca preguntaba: "¿dónde te vas de vacaciones?", sino: "¿dónde vas a temperar en las vacantes?". Y no sólo se temperaba en las vacantes, cuando a los niños se les veía pálidos y ojerosos se les decía: “A este muchacho como que le hace falta un temperamento”. A mí, por mis tifus y mis tupiciones, a cada rato me tenían que llevar a temperar. En esa época no se sabía nada de alergias, se les llamaba anafilaxias, el doctor Andrés Pietri, gran amigo de Papá desde su infancia en Río Caribe, le decía:
"Manoguan" así llamaba él a Papá "yo estoy por pensar que esta niña lo que tiene es una anafilaxia".
Y me mandaba a temperar a Macuto.
Las temperadas en Macuto eran inolvidables: por tan sólo 400 bolívares se alquilaban unas casonas, sencillas, sin mayores pretensiones, en las vacantes se iban las familias enteras a temperar durante uno o dos meses. Los hombres tomaban en las mañanas el ferrocarril para irse a trabajar a Caracas, regresaban en las tardes. El ferrocarril de Macuto salía de Caño Amarillo y llegaba a La Guaira. El camino era una belleza, bordeando la montaña.
¡Macuto era divino! Alguien que escriba bien debería escribir sobre el viejo Macuto, yo no, porque no soy escritora, pero te puedo contar un poco sobre lo maravilloso que era: todos los días nos bañábamos en el mar en unas casetas, por supuesto que las mujeres separadas de los hombres. Usábamos camisas de baño que eran unas camisolas blancas largas de vichy, nos las poníamos al entrar en las casetas. Bajábamos por unas escaleritas al mar agarradas de un mecate, cuando venían las olas, nos revolcábamos felices en el agua salada. Ni sol, ni arena, eso vino después.
Almorzábamos en la casa, por las tardes salíamos a pasear con nuestros sombreros de cogollo, botas de bocardo y unas medias largas blancas acordonadas para que no nos picaran los zancudos y no nos fuéramos a tostar de más. Paseábamos por el Malecón, desde la Plaza de la Palomas, hasta casi el Hotel Miramar. Recuerdo que el mar olía y sonaba, porque estaba lleno de piedras. También caminábamos por las estrechas calles de Macuto sombreadas por almendrones y tomábamos carato de acupe, que era una bebida preparada con maíz fermentado que vendían vendedores ambulantes en botellitas cerradas con corchos de cáscara de naranja. En casa de mi amiga Isabel Cecilia todavía lo preparan.
Al regresar de nuestros paseos nos esperaba una ponchera de agua ardiente con almidón y nos untaban con un algodoncito por todo el cuerpo para quitarnos el asoleado. ¡Quedábamos pintadas de blanco como unas payasas! Algunas noches ponían un gran telón en la playa donde se proyectaban películas de Douglas Fairbanks y Mary Pickford.
Macuto era un pueblito, sólo había una farmacia donde estaba el único teléfono, ahí se reunían todas las tardes los temperadistas para hacer sus llamadas de rigor. Imagínate que cuando yo era pequeña había sólo tres hoteles en Macuto: La Alemania, la Pensión Guánches y la Pensión de Adela Liendo. Pasé mi luna de miel con tu abuelo en el Hotel Miramar, pero ese hotel fue posterior, construido por el viejo Chataing a principios de los años treinta. Pero de niña, cuando me daban las tupiciones, me mandaban a temperar al Hotel La Alemania con la tía Cheché.
La única iglesia de Macuto era San Bartolomé, era tan pequeña que la gente no cabía y algunos feligreses tenían que oír misa desde afuera. Tu papá recuerda que en los años cuarenta a los temperadistas no les gustaba confesarse ahí porque el párroco de San Bartolomé era muy estricto y mandaba unas penitencias larguísimas: por cualquier pecadillo tenías que rezar treinta credos y cincuenta ave marías. Esa iglesia ya no existe, la demolieron hace años, y el resto de Macuto desapareció casi totalmente en el año 99 por los deslaves en Vargas. Cómo es posible que un pueblo que estaba en pie desde mucho antes que la misma ciudad de Caracas se acabara en cuestión de horas. Sotavento se salvó, pero casi todas las casas que estaban construidas a su alrededor se las llevaron las aguas. Paulina dice que Sotavento parece una isla en medio de un pueblo fantasma. ¡Está desolada!
Mis temperadas en Macuto marcaron casi toda mi vida. Recién casada con Carlos, Papá compró en la urbanización Alamo una casa lo suficientemente grande para albergar a sus hijas con sus familias, pero en 1957, Papá me regaló un terrenito en Los Corales que compró una señora y como no lo había pagado, Papá cargó con él. Yo no lo quería aceptar porque era muy pequeño y tenía una gran mata de cují en el medio:
"¡Será para hacer la casa de Tarzán!".
"Acéptalo" me convenció Carlos.
Y en ese terrenito en vez de construir la casa de Tarzán, construimos Sotavento y hasta que Carlos se enfermó, pasábamos casi todos los fines de semana allá. Carlos amaba a Sotavento, en las tardes salía a dar largos paseos por la playa y llegaba cargado de piedras y palos.
A los muchachos también les encantaba Sotavento, aunque Caruso pagaba por ir a La Pimpera, la finca de los Ugueto en Barlovento. Desde pequeñito lo mandaba acompañado de María Julia, su cargadora, con tu tía Pimpa y su familia porque a él no había nada que le gustara más que montar a caballo. Ángel, el marido de Pimpa, que siempre fue muy generoso y quería mucho a Caruso, le regaló un caballo para que lo pudiera montar en Barlovento. En cambio Carlos nunca fue un hombre de campo, si acaso fue una vez a La Pimpera y no quedó con ganas de regresar más. Sin embargo, Carlos veía que a Caruso le gustaba tanto La Pimpera que le pidió a Ángel que le vendiera un pedazo de terreno para que Caruso también se sintiera dueño; eso se lo contó tío Ángel a Caruso después de que murió tu abuelo, por supuesto que no se lo vendió.
Esas eran las temperadas de los años sesenta, nada que ver con las temperadas de la pobre Mamá a quien de niña sus padres adoptivos la llevaban a temperar para El Valle, que dicen que era un sitio tan triste que de ahí nació el famoso refrán: “Ve a llorar al Valle”. También se temperaba en Los Chorros, en Chacao, en Antímano, en Los Dos Caminos, en los Teques, en Sabana Grande, en Maiquetía... Durante un tiempo Papá tuvo una casita en Los Dos Caminos y nos íbamos a temperar para allá. Las temperadas en Los Chorros y en Los Dos Caminos se caracterizaban por los fríos baños en el río Tócome. En esa casita viví mis primeros meses de casada.
Nunca fui a temperar a Los Teques, Pimpa sí, porque de muchacha tenía una fiebre que no se le quitaba y el doctor José Ignacio Baldó aseguró que, aunque no tenía nada en los pulmones, una buena temperada en Los Teques no le vendría mal. Las familias caraqueñas iban mucho para allá, pero tenían que tomar precauciones como cerciorarse de que en la casa en la que se estaba temperando no hubiera temperado antes un tuberculoso, porque por su clima seco y frío, Los Teques era el lugar predilecto para recuperarse a los tísicos.
¿Tú sabías que tu abuelo Carlos Raúl tenía una cicatriz en los pulmones? Sus padres se lo tenían que llevar a temperar a Chamonix y alejarlo del húmedo clima de París. Cuando tenía 18 ó 19 años se tuvo que ir a vivir durante más de un año a Málaga, España. ¿Por qué crees que se graduó de arquitecto a los 28 años? Porque cuando no le daba bronquitis, le daba pulmonía. Pero yo pienso que parte de su éxito como arquitecto se debe a la madurez con la que se graduó, y que el tiempo convaleciente no lo perdió sino que lo ganó cultivándose.
Ya radicado en Caracas y casado conmigo, su gran amigo el médico neumonólogo José Ignacio Baldó, tanto dio hasta que le encontró una cicatriz escondida tras una bolsa de aire en el pulmón izquierdo. ¿Sabes cómo lo curó? Inmunizándolo con su flema. Lo vacunaba con ella y esas vacunas eran tan fuertes que le dejaban el brazo como un jamón. Pero se curó. Sin embargo, la sensibilidad en los pulmones la conservó toda la vida.
A Carlos la playa le hacía mucho bien. Se puso tan moreno de tanto sol que tomó, que una vez una enfermera le fue a poner una inyección y cuando se bajó el pantalón la enfermera exclamó: “¡Pero si es blanco!”. A los 50 años un doctor le recomendó la natación para fortalecer los pulmones, Carlos se buscó un profesor y aprendió a nadar. Ése fue uno de sus mayores orgullos. En cambio yo nunca aprendí, ni Pimpa tampoco, ni Papá que era de Río Caribe aprendió a nadar. La gente empezó a nadar cuando comenzaron a hacer piscinas en Venezuela. Sólo mi hermana Beatriz aprendió, ¡qué fue lo que no aprendió Beatriz!
De niñas también temperábamos en Antímano. Aquello era divino. Alquilábamos una casa y nos íbamos con los Rodríguez Amengual y la tía Cheché. Antímano era un pueblito humilde de casas pequeñas, pero muy decentes. Todas las mañanas me sacaban a pasear porque yo estaba convaleciente de tifus, y los moradores nos saludaban muy amables. Nosotros comprábamos huevos y legumbres cultivadas en sus patios.
Antímano quedaba como a media hora de Caracas en tren. Papá y Henrique Rodríguez, el esposo de mi tía Carlota, iban todas las mañanas a Caracas a trabajar y regresaban por la tarde en el tren de las seis. En uno de estos viajes les sucedió algo asombroso: vieron a mi tío Bayal, el sobreviviente de los morochos Amengual, sentado en el asiento de atrás del tren. Ellos lo sabían prófugo en Santo Domingo, República Dominicana, y pensaron que había regresado pero que no los había saludado para no levantar sospechas. El tío Bayal estaba exilado por haber participado en un complot contra Gómez.
Los morochos, Vicente y Luis Rafael, eran los únicos hermanos varones de Mamá. Vicente murió trágicamente a los 17 años en la plaza Candelaria de un tiro en la espalda. Su asesino fue un amigo a quien le había dado un pescozón, y éste ofendido se fue a su casa a buscar un revólver y lo mató.
Luis Rafael era un tarambana simpatiquísimo y buen mozo, tenía estampa de artista americano. Entró en la revolución con Román Delgado Chalbaud. Se tuvo que ir de Venezuela y no pudo regresar hasta el día en que Papá y el tío Henrique juraron verlo en el tren a Antímano. Días después nos llegó la noticia de que el tío Bayal había muerto en Santo Domingo, solo y triste, de una violenta enfermedad. Su muerte coincidía con el día en que Papá y mi tío lo vieron, sería en espíritu, en el tren.
El turismo acabó con el temperamento. Yo oigo a los jóvenes de hoy hablando de sus vacaciones: Miami, Miami, y pienso que nos hemos salido de escala, Adriana, dejamos de ser lo que éramos. Ahora somos unos pitiyanquis: ni venezolanos, ni americanos. No critico al progreso sino a la pérdida de nuestra personalidad. Ya nadie come conserva de coco. Hoy muchos hablan intercalando palabras en inglés: Okay, all right. Tu abuelo lo decía: “nos hemos convertido en unos cocos-colos”. Y es la verdad.
Capítulo de Margot, retrato de una caraqueña del siglo XX
1 comentario:
Me encanta leer y releer tus escritos sobre Mamamá, siento que la tengo enfrente.
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