sábado, 30 de mayo de 2009

La abucheada


Los síntomas le empezaron a Elena como una gripe cualquiera: malestar, fiebre, dolor de cabeza, tos. Como al pasar de los días se iba sintiendo peor, la fiebre no cedía y comenzó a toser sangre; mi amiga acudió a un neumonólogo quien le mandó a hacer una batería de exámenes.

Los exámenes dieron los valores alterados, era necesario hospitalizarla. Esa noche Elena se vio rodeada por un equipo médico tipo episodio del doctor House, debatiendo sobre una serie de posibles males en un argot incomprensible para quienes no han pasado, por lo menos, tercer año de Medicina.

Pero del diagnóstico definitivo se enteró Elena a los dos días de hospitalizada, y no por un doctor, se lo dio el plomero que fue a su habitación a arreglar un bote de agua. No llegó vestido con la típica braga del oficio, sino como si fuera a reparar un derrame radioactivo: con máscara, botas y guantes. Entró preguntando: “¿Éste es el cuarto de la señora con tuberculosis?”.

Así fue como Elena descubrió que una caraqueña del siglo XXI podía sufrir una enfermedad de lo más siglo XIX, que ella asumía erradicada y hasta principios del siglo XX, causó innumerables muertes, pero también propició obras románticas como “La dama de las Camelias” de Alejandro Dumas hijo, que a su vez inspiró la ópera “La Traviata” de Giuseppe Verdi; sin olvidar “La montaña mágica” de Thomas Mann, objeto de la ira de Teresa de la Parra por la frivolidad con la que sintió se trató el tema, ya que la autora de “Ifigenia” sufría esta enfermedad que la llevó a la tumba a los 47 años.

Con el tratamiento adecuado, en el año 2009 la tuberculosis no debería ser mortal, aunque sigue siendo delicada y muy contagiosa. A Elena la dieron de alta esa misma mañana para proteger a los demás pacientes de la clínica, tras prometer que seguiría el tratamiento frente a un funcionario del Ministerio de Sanidad, único ente capacitado en proporcionar la medicina y verificar que el enfermo se la tome, de lo contrario, podría desatar una epidemia más funesta que la pandemia gripal que hoy nos atemoriza.

Del diagnóstico ya hace más de dos meses, y pese a que Elena se siente mejor, dista de estar curada. El tratamiento dura por lo menos seis meses, tiene efectos colaterales, y se debe tomar un mínimo de precauciones como evitar el sol y las aglomeraciones. Elena lo pudo cumplir hasta que a sus niños les salió la cita para sacarse el pasaporte en San Juan de los Morros, a tres horas de Caracas. Como Elena debía acompañarlos, procuró un certificado médico esperando que no fuera necesario usarlo. Pero lo fue, a las nueve de la mañana la cola de padres con sus niños bajo el intenso sol guariqueño era kilométrica (¿dónde está la Lopna en situaciones como esta?). Elena no habría aguantado semejante cola sin sufrir una recaída, así que apeló a su certificado médico. Los funcionarios públicos de inmediato la hicieron pasar, dando lugar a uno de los momentos más bochornosos de su vida cuando cientos de padres afrontando horas de cola con sus niños bajo el sol, vieron como esta familia “privilegiada” les pasaba por delante, y la abuchearon tanto de entrada como de salida.

No sé porqué con tantas confrontaciones políticas que estamos viviendo en Venezuela, me dio por contarles esta historia de una madre con tuberculosis abucheada en Extranjería. Quizás porque en este tortuoso  camino pareciera que hemos perdido el don de la empatía.

Artículo publicado hoy en El Nacional

viernes, 29 de mayo de 2009

La madrina suplente

Este fin de mayo de 2009 tres temas compartieron titulares: la amenaza contra los medios, las agresiones a la Plaza del Rectorado en la UCV, y la fiebre del futbol en Venezuela. Esta crónica que escribí en 2001 para la sección Juego de Palabras de El Nacional, a su manera toca los tres. Por eso, y porque sigue siendo uno de mis textos favoritos, quise rescatarlo para Evitando Intensidades.



“Espero que no sigas escribiendo pistoladas”, dos semanas después de que mi nombre fuera sometido al escarnio público en Cartas al Nacional por escribir en un artículo de humor que el fútbol en Venezuela era una imposición de los colegios de curas españoles, mi marido me lo sigue echando en cara.


No lo estoy oyendo, veo en la televisión cómo un joven con una ganzúa violenta una ventana de la Plaza del Rectorado de la Ciudad Universitaria. Tomistas se les llama a los estudiantes que intentan penetrar por la fuerza a la rectoría. El fútbol y la universidad logran removerme el pasado.


Entré en la UCV en los años 80. Formé parte de lo que el rector de entonces, Edmundo Chirinos, llamó "la generación boba" por no ser ni la sombra de nuestros heroicos antecesores de los años 60 y 70. Como fiel representante de mi generación deambulaba por aquí y por allá disfrutando de la inigualable experiencia de ser ucevista: buscaba manifestaciones a las cuales unirme, degustaba los cafetines de las diferentes facultades, hojeaba libros en los pasillos de Humanidades, mariposeaba por la Tierra de Nadie solidarizándome con los sin cupo. Quería mimetizarme con Leger, Vigas, Vasarely, Calder, Narváez, Manaure. Coreaba en los banquitos de Estadística canciones del Solar de los Aburridos - por tu mala maña, de irte sin pagar- al son de la guitarra de Aquiles Báez, a quien entonces llamábamos “Guataca”


En este agradable deambular, un día a media mañana en el cafetín de Comunicación Social me topé con un grupo de estudiantes de Ingeniería Química con un pequeño gran dilema: se preparaban para un importante encuentro de futbolito contra sus rivales de Ingeniería Civil, y parecía que la madrina del equipo los había embarcado.


Los deportistas estaban entre descorazonados y furiosos: “No la podemos esperar más. Tendremos que hacer el desfile sin madrina”.


¡Qué humillación! Sus rivales se presentaron con un lindo bomboncito y los miraban sonreídos como queriéndoles decir: “Perdedores, ni una mujer son capaces de conseguir” .


De repente, uno de los jugadores se fijó en mi que andaba por ahí sentada tomándome un café como quien no quiere la cosa, con mi minifaldita de bluejean leyendo Historia de la literatura y el arte, tomo 2 de Arnold Hauser.


“Vamos a pedirle a esa chama que sea nuestra madrina”.


El resto del equipo me empezó a evaluar. Yo no me di por aludida pero me sentía como se deben de sentir las aspirantes a miss cuando son juzgadas por el comité de selección del Miss Venezuela: “Hay que retocarle la punta de la nariz, acomodarle los dientes, subirle las cejas, aumentarle las tetas, reducirle la celulitis, sacarle cintura, quitarle 10 kilos y puede ser”.


Los futuros ingenieros químicos no eran tan exquisitos, pero dudaron entre murmullos: “¿Esa chama madrina? ¡No pana! ¡Demasiado flaca!” .


En este país se perdona cualquier crimen, menos la escasez de curvas en una mujer. En ese momento me debí haber parado indignada haciendo valer mi condición de ser humano: “Cuerda de machistas, primero muerta que desfilando como una vaca” .


Pero no lo hice, recuerden que pertenezco a la generación boba de los años 80: Irene Sáez y Pilin León se acababan de llevar los máximos galardones de la belleza mundial, y yo, a pesar de ser una genuina feminista intelectual de izquierda de 1 metro 62, soñaba con sentir la gloria de desfilar convertida en una glamorosa reina de belleza.


Flaca y todo, una tiene sus armas. Mi juvenil experiencia me había enseñado que las flacas tenemos nuestro público, escaso, elitesco, pero lo tenemos. Moví un poco las piernas sabiendo que servían para algo más que para caminar. El capitán del equipo se convirtió rápidamente en mi defensor: “ Es flaca, pero mírenla, tiene tremendas piernas” .


Yo, sin levantar la vista de mi libro, capítulo 3, El barroco protestante y burgués, moví coquetamente las piernas otra vez, cruzando una arriba de la otra, cual Marlene Dietrich en El Ángel Azul. A mis escasos 18 años me constaba que un par de hermosas piernas valían tanto como cualquier otras dos poderosas razones. El jurado quedó convencido, gracias a ese cruce de piernas quedé electa por unanimidad madrina suplente del equipo de futbolito de Ingeniería Química de la Universidad Central de Venezuela.


Me quité los anteojos -porque madrina con lentes es demasiado avantgarde para unos chicos tan conservadores como los futbolistas de ingeniería-, me batí la melena, me puse un brillito en los labios, saqué de mi repertorio mi mejor sonrisa, me dieron un enorme ramo de flores y listo: “En una mañana tan linda como esta...”.


Mi brillo de reina llegó hasta la Escuela de Artes y poco a poco mis compañeros de estudios fueron llenando la cancha para presenciar mi momento de gloria. En cuestión de minutos dejé de ser una flaca esmirriada para convertirme en una reina que resplandeciente opacó al bomboncito de los futbolistas de Civil, quienes comentaban entre si extrañados: “¿Y de dónde habrán sacado los de Química esa barra tan estrambótica de peludos intelectuales?”


A pesar de la barra, Química cayó ante sus rivales de Civil 2 a 1. De mis ahijados del equipo de futbolito de Ingeniería Química no volví a saber. Seguro que reapareció su bombón y decidieron perdonarla. De lo único que he sido madrina a partir de ese día ha sido de 2 hermosos niños. Casi 20 años han pasado y un lector que no sabe leer entre líneas me llama nefasta para el fútbol nacional por un chiste repetido. No era una joven nefasta, sí un poco boba; pero viendo en televisión al estudiante con la ganzúa maltratando a la Ciudad Universitaria les puedo asegurar, que, sin duda, los hay peores.

sábado, 23 de mayo de 2009

¡Formidable!

A pesar de que mi abuelo el arquitecto Carlos Raúl Villanueva murió cuando yo tenía 12 años, tengo pocos recuerdos de él. Por eso a Oswaldo Vigas, uno de los artistas más jóvenes en participar en el proyecto de la integración de las artes en la Ciudad Universitaria, al topármelo en la FIAC del año 2004 me le presenté para pedirle: “Cuéntame de mi abuelo”.

Esto fue lo que me contó:

“Solía almorzar con Villanueva en París en los años 50 en Chez Renaut,  restaurante que tenía una colección impresionante de arte. Una vez tu abuelo agarró a Renaut por el brazo diciéndole que yo era artista. Renaut me trajo una mesita con acuarelas, pinceles y un gran cuaderno para que pintara ahí. Al hojearlo no lo podía creer: tenía dibujos de Miró, Picasso, Braque. Maravillas. Me sentí tentado de arrancar unas cuantas páginas, pero decidí pintar y llené dos hojas. 

Tu abuelo era un hombre generoso, en una ocasión me prestó 20 mil bolívares porque yo tenía un pariente enfermo. Traté de pagárselo de 20 bolívares en  20 bolívares que no me aceptaba. Hasta que encontré una manera de retribuirle el préstamo: Wifredo Lam  abandonó Francia durante la guerra y le dio unos cuadros a Picasso para que se los guardara. Cuando regresó, Lam corrió la voz que Picasso se había copiado de él. Picasso ni se dio por enterado, pero el galerista Pierre Loeb se molestó mucho, y para vengarse, le daba a los artistas jóvenes lienzos del pintor cubano para que pintaran sobre ellos. El peruano Fernando de Szyszlo se negó a pintar arriba de un Lam y me ofreció cambiar el lienzo por el precio de la tela que no era más de 20 francos. Por supuesto que le dije que sí. Era una cabeza hermosa, le puse una cañuela buena y se la di a Villanueva.

Recuerdo que la expresión favorita de tu abuelo era: “¡Formidable!”, decía que yo tenía un gusto para el arte formidable. Por eso me pidió que siempre que viera algo interesante le avisara. Una vez en una galería en la rue Seine encontré un cuadro de Max Ernst por 200 francos. Le envié un telegrama a Caracas a Villanueva. Me contestó que casualmente al día siguiente llegaría a París. En menos de dos días estábamos en la galería buscando el cuadro, pero nos dijeron que debíamos estar equivocados, no tenían ningún Ernst. En esos dos días el artista alemán ganó el premio de la Bienal de Venecia y subió tanto de precio, que los dueños lo guardaron para venderlo más caro.

La única duda que me quedó con tu abuelo era porque faltó Picasso de la Ciudad Universitaria. Le pregunté y me contestó que aunque le gustaba mucho, no iba con su arquitectura. Tengo mis dudas, quizás Pérez Jiménez no habría admitido a Picasso porque era miembro del Partido Comunista. Casi todos los artistas que participamos éramos de izquierda, pero comunista comunista, sólo Fernand Léger. Aunque era un comunista viejo y no tan publicitado como Picasso. Así sería de comunista Léger que cuando le preguntaban: “¿Cuánto cuesta este cuadro?”, sacaba papel y lápiz para tasarlo de acuerdo al tiempo que le llevó pintarlo. Sin embargo, Villanueva tenía autonomía con los artistas que participarían en la Ciudad Universitaria. El único “pero” que le puso Pérez Jiménez a Léger fue cuando viendo la maqueta del vitral de la biblioteca, le dijo a Villanueva: “¿Usted está seguro Arquitecto? Mis hijas pintan mejor”.

Se puede decir que Léger es responsable de que yo esté en la Ciudad Universitaria, en esa época  corrió una carta del grupo de Los Disidentes instando a los artistas a no participar en una obra de la dictadura. Tuve mis dudas y se las confesé a tu abuelo, entonces me llevó a hablar con Léger quien me convenció con palabras que resultaron ciertas: “La Dictadura pasará pero la Ciudad Universitaria será eterna”. 

Este es el recuento de una breve conversación que sostuve con Oswaldo Vigas en la FIAC 2004, publicado en 2008 en la revista Contrabando. Hoy que su mural de La Plaza del Rectorado se vio afectado con los eventos de violencia política en la Ciudad Universitaria, vale la pena rescatarlo.

jueves, 21 de mayo de 2009

La UCV no se amedrenta


Tras la reducción del 6 % del presupuesto a la Universidad Central, la comunidad ucevista convocó a una marcha rumbo al Ministerio de Educación Popular el miércoles 20 de mayo saliendo de la Plaza del Rectorado. El día anterior, con ese afán de amedrentar que caracteriza a algunos incondicionales del Gobierno, un carro fue quemado dentro de la misma Plaza del Rectorado, sufriendo también un mural de Oswaldo Vigas.Difícil creer que quienes cometieron semejante vandalismo sean ucevistas, parte de nuestro honor es que a la Ciudad Universitaria se le protege a toda costa. Pero ahí estaba el carro quemado, símbolo de la barbarie, de la ideología a la fuerza.
El carro incinerado no amedrentó a la comunidad universitaria que desde las 9 de la mañana se concentró con sus pintas y sus globos para insistir en el diálogo con el Ministro Popular para la Educación.

Los rumores estaban a la orden del día:  la última marcha que convocó la oposición, la del día del Trabajador, los marchistas no fueron recibidos precisamente con flores por la Guardia Nacional.  Esta vez los rumores tampoco eran infundados, quienes buscan inspirar el terror a la disidencia, dejaron un regalito en la entrada de la Plaza Venezuela: un camión cava que distribuía productos lácteos a los cafetines de la universidad,  saqueado y quemado en horas de la madrugada.
Y ahí quedó, como una muestra más de que la violencia política en Venezuela está guapa y apoyá.

Evitando intensidades me quedé en la salida de la Uu-ucv, sólo acompañé la marcha hasta el gimnasio cubierto porque tenía una presentación por terminar. Hoy leo en la prensa que hubo alarma cuando recién comenzada la marcha, se oyeron disparos desde el gimnasio. Ni me enteré. Tranquilaza me fui caminando justo donde un grupito de  jóvenes uniformados con las típicas franelas del Che, del PSUV y estrellas pasteles con los cinco picos de la revolución, le gritaban a los rezagados: "¡Ignorantes! ¡Pensionados!".
No se veían ni portadores de armas ni quema carros, tan sólo muchachones con ganas de meterle el dedo en el ojo a los escuálidos. En Noticiero Digital se les señaló como responsables de incendiar una buseta horas después.
Quise tomarles una foto,  accedieron simpáticos si me retrataba con ellos, pero en ese momento bajo los pasillos cubiertos, ya casi vacíos, fue activado un artefacto que no sé si sería explosivo, pero echó bastante humo. Unas muchachas que pasaban por ahí, tuvieron que salir corriendo. Ya era hora de regresar a casa.  
Hoy leyendo  la prensa me entero de que fueron tres vehículos los quemados: dos en las inmediaciones de las Tres Gracias y otro en la Plaza del Rectorado, y que la marcha ucevista, aunque llegó a su destino sin contratiempos, fue recibida con el desprecio y la sorna de quienes hoy ejercen el poder y se comportan de manera miserable  con quienes no estamos dispuestos a exclamar: "¡Ordene mi Comandante!"

domingo, 17 de mayo de 2009

Ghetto Cultural

Uno de los populismos más cínicos del Gobierno estos últimos meses fue suspender el comodato del edificio donde funciona el Ateneo de Caracas aludiendo que, de ahora en adelante, para ver teatro en las salas en Los Caobos: “no se tendrá que pagar”. Como si el teatro en Venezuela fuera un pingüe negocio capitalista.

Mas allá de la fiebre de monólogos que ha pegado comercialmente, y de ese estilo picaresco, algo pasado de moda, donde tetas y nalgas son las principales protagonistas; en Venezuela nadie hace dinero haciendo teatro. Apenas se sobrevive. Ya quisiera el más exitoso de nuestros teatreros recibir un sueldo fijo y prestaciones similares a las de un Asambleísta Nacional, o tener la liquidez de quienes negocian con el dólar permuta, o contar con una camionetota asignada como algunos locutores estrellas del Canal del Estado.

El Teatro en Venezuela se hace gracias al afán de grupos de soñadores, inyectados por el entusiasmo de un director, que dedican sus noches, primero durante meses de ensayos, y después frente al público, a llevar a escena una obra que no importa cuándo fue escrita, aspirará reflejar contemporaneidad. Y digo que el director debe ser un líder entusiasta porque para tanto trabajo y dedicación, con apenas 4 funciones a la semana, el escaso valor de las entradas, sin contar los pases de cortesía tan comunes en nuestro país; las ganancias económicas de los involucrados, con suerte, apenas darán para pagar el mercado.

Durante años los grupos de teatro en Venezuela sobrevivieron gracias a los subsidios que les otorgaba el  Estado, pero quienes hoy pregonan “teatro gratis”, cortaron estos subsidios al punto de convertirlos en limosnas. Muchos teatreros se han tenido que ajustar a base de ingenio, otros sacrificando calidad al reducir gastos de producción, o montando obras con un perfil más comercial.

Entonces, si hacer teatro es casi un acto marginal, ¿por qué la saña revolucionaria? El desalojo del edificio de Los Caobos para crear una Universidad de las Artes(¿oficiales?), más que al Ateneo de Caracas y a los distintos grupos que tenían ahí su sede, es un golpe bajo a quienes insisten en hacer teatro sin ser presas de presiones políticas. Golpe que también busca noquear a tantos caraqueños que sentíamos que en esa frontera del este con el oeste de la ciudad, quedaba un oasis en nuestra vida cultural y cívica donde en otros tiempos se lograron dar inolvidables festivales internacionales de teatro, y hoy se seguía ofreciendo teatro clásico, contemporáneo, de vanguardia, infantil, ferias navideñas, talleres, buen cine, y buena música. 

Con la toma del edificio del Ateneo, el teatro independiente a los caprichos revolucionarios termina de ser enclaustrado en un ghetto. Quienes quieran montar obras sin guiños al poder, o sin temor a que un artista o determinada frase sean vetadas por incomodar al régimen, tendrán que hacerlo, por ahora, en una pequeña franja entre el noreste y sureste de la ciudad. Olvídense del Oeste de Caracas, donde hasta hace unos años funcionaron nuestros principales salas de teatros, hoy centros activos del oficialismo. La cultura ha sido cercada por la bota ideológica. Aplaudir esta medida es de esperar en aquellos que abogan por el pensamiento único, pero cuesta entender que hay quienes todavía se llaman creadores, complacidos de cómo en Venezuela se asfixia cada vez más la libertad.

jueves, 14 de mayo de 2009

El monumento de libros a medio terminar


Recientemente me hicieron una pregunta que jamás se le debe hacer a una lectora compulsiva: “¿Cuál fue el último libro que no fuiste capaz de terminar?”. Debí salir con una respuesta ingeniosa, con un autor que me resultara antipático, pero la sinceridad venció: mi mesa de noche es un monumento de libros a medio leer. 
Esta mala maña no me ha afligido toda la vida, cuando era estudiante y no tenía hijos era una lectora de disciplina espartana: libro que empezaba no lo abandonaba hasta la última página. No solía llevarme chascos, cualquier lector avezado desde un primer párrafo es capaz de determinar si el libro abierto lo atrapará hasta el final. Un buen principio, una buena prosa, un buen feeling, la recomendación de un amigo, suelen ser augurios de un libro que nos va a gustar. No un clásico, eso sería demasiado pedir, pero sí de uno que no merece ser dejado indefinidamente de lado.
Quizás la clave de mi antigua constancia lectora era la falta de promiscuidad: al comenzar una novela le era fiel, no solía intercalar lecturas, era mujer de un solo libro. La vida cambia: los niños, el tráfico, Internet, la televisión por cable… y  miles de libros por leer. 
“¡Oh Dios, no dejes que muera antes de terminarlos todos!”, implora Woody Allen en una de sus películas. No me atrevo a pedir lo mismo, sería exigir la inmortalidad.
Tantos libros por leer y releer y tan poco tiempo para la lectura han hecho de mí una lectora desordenada. Gracias a esas ganas de leerlo todo a la vez he ido formando un sistema de libros para distintos momentos: los de los fines de semana que se pueden dedicar a lecturas más densas, los de la noche antes de apagar la luz cuando ya casi no quedan neuronas activas, los de llevar en la cartera para pasar el tiempo muerto como la cola de un banco, los de ir a la playa, los del baño. Este sistema no sólo me ha convertido en una lectora promiscua, sino además irresponsable porque cuando se atraviesa un libro que me seduce, los demás quedan de lado. A algunos regreso, otros se van acumulando en mi mesa de noche en una torre cada vez más imponente.
Esta torre también es un monumento al eclecticismo en la lectura, entre los libros dejados por la mitad hay clásicos, memorias, bestsellers y novelas contemporáneas. En su mayoría libros densos como la autobiografía de Hillary Rodham Clinton que quedó en la página 347, recién llegada como Primera Dama a la Casa Blanca. A medio terminar también está la Guerra Civil Española en versión de José María Gironella:  “Los cipreses creen en Dios”, en la página 500, ya no recuerdo ni quién era republicano ni quién franquista. Los clásicos y los premios Nobel tampoco se salvan: abandoné a Isabel Archer recibiendo la herencia que la convertiría en una soltera cotizada en “Retrato de una dama” de Henry James, y al señor José de “Todos los nombres” de José Saramago, colándose en registros de vidas ajenas. No están solos, prestigiosos autores como Joyce Carol Oates, y comprobados cazalectores como Matilde Asensi, los acompañan.
A veces me hago la promesa de no empezar ningún libro antes de rescatar a las víctimas de mi desidia. A veces pasan tanto tiempo, los pobres, sin ser abiertos en la mesa de noche que olvido puntos claves de la historia y es como si estuviera empezándolos por la mitad. A veces los termino, cuando esto sucede, regresa la esperanza de que las víctimas de este ingrato monumento no están del todo perdidas, que quizás algún día les tocará llegar a su punto final.
Crónica publicada hace unos meses en la revista Contrabando
  

sábado, 9 de mayo de 2009

El del aeropuerto


Hace algunas semanas, de regreso a Caracas de  Nueva York, viajaba con el maletín de mano lleno de libros. Traía la creme de la creme intelectualosa: lo nuevo de Auster, de Murakami, de Roth, libros que me garantizarían no meses sino años de lectura con sello de calidad  “The New York Times Book Review”. La selección literaria fue cuidadosa porque con el dólar como está y con las aerolíneas que no perdonan ni un kilo de exceso de equipaje, no me podía traer los indiscriminados cargamentos de antaño.
Sin embargo, siempre hay espacio para un último libro, el del aeropuerto, el de los pocos dólares que  quedan en la cartera. Suele ser algún best seller que me picó el ojo más de una vez, pero que por snob, me negué a comprar.
Es que por más intelectual que me las dé, siempre me vence el terror a volar y cuando veo por los ventanales del aeropuerto que hay una nube gris plomo en el plan de vuelo, el esnobismo literario se va para el diablo porque no hay Murakami que aguante una turbulencia. 
Qué le voy a hacer.  Estoy  resignada a  aceptar  que los últimos  dólares de la cartera siempre son  para ese pocket book de lectura fácil que en un avión que se menea  es más efectivo contra los nervios que un lexotanil de seis miligramos. Y esa tarde de principios de junio la nube era tan gris tirando a negra que  sin dudarlo dos veces,  pagué mis últimos siete dólares en una novelita de portada fucsia que hasta decir el título me da pena: “Confessions of a Shopaholic” de Sophie Kinsella.
Imagino que no hace falta ni traducir el título ni explicar el tema del libro. Así que después de encomendarme a todos los santos cuando el piloto, tras  cuarenta y cinco  minutos tratando de romper barrera, por fin  saludó a los pasajeros con un poco optimista: “El tiempo no está muy bueno,  let’s see qué tipo de vuelo nos tocará”, como ya no me quedaban ni los cinco dólares que cuesta media botella de vino en los aviones, le entré de frente a las aventuras de Becky Bloomwood, una joven periodista financiera londinense,  y su insaciable adicción a comprar.
Así, en medio de una leve turbulencia, comencé a leer “Confessions of a shopaholic” con cierto desprecio, con un: “¿qué irán a pensar de mí mis vecinos de asiento?”, con ese remordimiento de tiempo perdido para mejores lecturas, pero me reí tanto, tanto con los sinsabores de la pobre Becky para hacerse de la bufanda de sus sueños, que el resto de los pasajeros, las dos aeromozas y  el sobrecargo habrán  creído que  esa  señora que en el puesto 24C  estaba tan  pálida que parecía que  le iba a dar un ataque de pánico,  llevaba una mulita de  vodka en la cartera y  supo hacer buen uso de ella.
 Mi punto débil literario  es todo aquello que me hace reír a carcajadas: me gustan desde las comedias de Shakespeare hasta los sitcoms que pasan por Sonny. No  estoy sola en  tanta desvergüenza con la risa: en una entrevista el dramaturgo norteamericano Edward Albee, autor de “¿Quién le teme a Virginia Wolf?”, se confesó ferviente admirador de la comedia televisiva “That ‘70s show”. 
Dicen que hacer reír es más difícil que hacer llorar. Por eso  no pierden vigencia ni Cervantes ni Moliere, por eso se agradece a quienes dan motivos para una buena carcajada, aunque no a todos nos funciona lo mismo (no encuentro divertido “That ‘70s show”), pero en el humor ajeno no hay que ser esnob, por eso cada vez que me ponen ante el aprieto de  recordar a mis autores favoritos o aquellos que han tenido influencia en mi, pienso automáticamente en  los que con excelente prosa me han hecho reír: Bryce Echenique, Oscar Wilde, Philip Roth, Nick Hornby, Vargas Llosa, Cabrujas, Mark Twain.
Por supuesto, no son los únicos escritores a los que admiro, faltan los que  me conmueven, los que me asustan, los que me  entretienen, los que me obligan a pensar… pero esas ya serían otras historias que contar.

Esta crónica la escribí antes de que saliera la película Confessions of a Shopaholic, que no he visto. Shopaholic toma Manhattan no me divirtió tanto, quizás porque no la leí en un avión.

jueves, 7 de mayo de 2009

La próxima víctima


El país está como está y a una que le da por recordar telenovelas. No Por estas calles o La señora de Cárdenas, que hicieron historia en RCTV, sino una serie brasilera que pasaban en Televen titulada La próxima víctima. Era un culebrón atípico, mucho odio y poco amor, un policial sobre una familia que vivía en una mansión cuyos integrantes empiezan a morir en oscuras circunstancias. Al principio las muertes eran distanciadas, pero a medida que la novela iba llegando a su “etapa cumbre”, los crímenes se sucedían con insólita rapidez y el espectador se preguntaba, mientras intentaba descubrir al asesino, si al final quedaría algún sobreviviente de una estirpe marcada por el rencor.
Por eso cuando el viernes 25 de mayo en el programa “Aló Ciudadano”, Leopoldo Castillo le leyó en cámara a Marcel Granier la sentencia del Tribunal Supremo de Justicia en la que cedían las torres de transmisión de la empresa 1BC a la futura estación TVES, sentí que llegamos a la etapa cumbre de este culebrón nacional donde las víctimas del pensamiento totalitario van cayendo como barajitas.
El domingo con la salida del aire de RCTV las víctimas de turno fueron la libertad de expresión y la propiedad privada que, gracias a la sentencia del TSJ, ahora está sujeta a cualquier eufemismo de algún Mujiquita. Desde entonces quienes no creemos en la descarada concentración de poderes, ni en la voz de un líder único, nos preguntamos vulnerables: ¿quién será la próxima víctima?
Las primeras víctimas no fueron muy  protestadas por aquellos que hoy  claman por RCTV. Estos primeros crímenes a la autonomía ciudadana se perpetraron cuando la mayoría chavista de la Asamblea Nacional nombró Fiscal, Defensor del pueblo y Contralor a tres partidarios incondicionales del proceso. Las  víctimas que siguieron -no sabría ponerlas en orden-  son aquellas instituciones públicas que  para ser confiables exigen cierta distancia del gobierno: la Asamblea Nacional, el Tribunal Supremo de Justicia, Petróleos de Venezuela, Consejo Nacional Electoral, las Fuerzas Armadas; hoy todas son rojas rojitas, confesas, sin apologías y sin espacio para la disidencia.  
Algunas posibles víctimas han logrado salvarse –por ahora- a costa de su dignidad pasando agachadas o replegándose a las órdenes del líder. Otras siguen defendiendo su derecho a  ser autónomas a pesar de estar en la mira por el delito de no querer arrodillarse ante el proceso. No es paranoico preguntarse cuál será la próxima rendija de libertad en ser tomada como objetivo político por un gobierno que se jacta de ello.
Muchos han sido los señalados por el dedo acusador de Miraflores como enemigos de los intereses del pueblo: Globovisión, emisoras de radio, la prensa escrita, las ONG, la autonomía universitaria, la educación privada, distribuidoras de alimento, Internet (ya se tiñó de rojo la CANTV), el derecho a manifestar, las ligas deportivas, movimientos sindicalistas, alcaldes de la oposición, clínicas, el este de Caracas, y hasta los sugestivos hilos dentales. Empiezan a correr rumores, que por descabellados, algunos preferimos obviar. Aunque en estos últimos ocho años muchos rumores descabellados terminaron haciéndose realidad como el caso del fin de la concesión a RCTV. ¿Quién habría imaginado, tan sólo un año atrás, que el canal más popular de televisión saldría del aire?
Amigo lector, lo reto a poner a prueba sus dotes de detective, o de clarividente, a ver si se atreve a pronosticar quién será la próxima víctima del proceso.
Hoy que la sede del Ateneo es la nueva víctima de un gobierno militarista en pos de aniquilar la disidencia de pensamiento, no está de más recordar este artículo publicado en El Nacional hace dos años.

martes, 5 de mayo de 2009

Silvio no se pudo retratar en grupo


Se lamenta uno de nuestros trovadores cubanos preferidos, el gran Silvio Rodríguez, que qué cambio ni qué cambio, el gobierno de Obama se hizo el loco a la hora de darle la visa a los Estados Unidos.  La gloria del ya no tan nuevo canto cubano no pudo estar presente en el concierto homenaje a Pete Seeger celebrado el domingo 3 de mayo,  en el Madison Square Garden en Nueva York.
Seeger, quien es uno de los cantantes de protesta más aguerridos de los Estados Unidos, celebró sus 90 años acompañado en escena por más de 40 invitados especiales, entre ellos Bruce Springsteen, Joan Baez y el colombiano Juanes. El veterano de la canción antibelicista habría querido que su pana Silvio, con quien ya cantó  Guantanamera, estuviera presente en tan especial ocasión, pero la visa para pisar territorio estadounidense no le llegó al compositor de El Unicornio Azul y la Canción del Elegido.
El incidente no fue mencionado en The New York Times, periódico que reseñó el tributo a Seeger como una gran noche en la que además de la música de Seeger, se celebró  la llegada de Barack Obama al poder, y aunque el presidente Obama no pudo estar presente, envió una carta reconociendo la voz de Seeger como la de los sueños y esperanzas del pueblo norteamericano.
Pero el despechado Silvio se quedó con las ganas de retratarse en este exquisito grupo y de cantar en el nido del águila mayor, por eso clama qué cambio ni qué cambio, lo mismo que insiste su comandante Fidel.
  


domingo, 3 de mayo de 2009

Cadáveres

Cuando anunciaron la exposición Bodies Revealed en Caracas a principios de marzo, no me interesó: pagar para ver cadáveres sólo las momias del Antiguo Egipto. Me parecía morboso admirar difuntos contemporáneos desollados, a pesar de que amigos que visitaron Bodies… the exhibition en otras ciudades del mundo, me aseguraron que era una lección impactante sobre el funcionamiento del cuerpo humano. Pero cuando el gobierno bolivariano clausuró la exhibición por razones burocráticas alegando la falta de permiso del Ministerio de Sanidad para traer a Venezuela los cadáveres expuestos (que posteriormente fue negado), y realizó un despliegue forense que ya quisieran los familiares de la gran cantidad de víctimas de muertes violentas que ocurren semanalmente en Venezuela; lamenté haberme perdido la muestra científica que nuestro reaccionario gobierno cerró pocos días después de su exitosa apertura, por motivos tan banales que parecía una retaliación contra la empresa de eventos que trajo la exhibición a Caracas.

Por eso al constatar en una reciente visita a Nueva York que Bodies seguía abierto en el bajo Manhattan, quise aprovechar para ver la muestra de cadáveres plastificados similar a la que en Venezuela fue vetada. Casualmente, mi prima Paulina, que vive en París, pasaba Semana Santa en Nueva York y la invité a ver Bodies conmigo. Cuando me respondió un rotundo no, temí lo peor: que mi primita se había salido del closet chavista. Sus razones no eran políticas sino éticas: en Francia la exhibición también desató una álgida controversia: ¿de dónde provenían los cadáveres desollados? Yo habría asumido que de personas que donaron sus cuerpos a la ciencia,  pero no, los muertos y órganos humanos preservados con una moderna tecnología para que en las grandes metrópolis sepamos cómo funciona la anatomía humana hasta el último cartílago, salieron de la morgue de un hospital chino. Se alegaba que eran cuerpos que no fueron reclamados. El dilema bioético se profundizó al asumir que estos muertos anónimos usados en tan lucrativas exhibiciones, provenían en su mayoría de cárceles en China donde los derechos humanos son violentados por un régimen totalitario. 

Tremenda paradoja: el neoliberalismo salvaje y el totalitarismo comunista se dan la mano beneficiándose del infortunio humano gracias a la curiosidad científica de millones de espectadores.

Esa misma semana leí en el New York Times cómo se estrechaban los vínculos económicos entre China y  varias naciones latinoamericanas, especialmente Venezuela, y me encajó el porqué durante la controversia sobre Bodies en nuestro país, el gobierno eludió la frase “cárceles chinas”. Se juzgó la profanación capitalista de los cuerpos expuestos a la que se trató como tráfico de cadáveres, mas ni por asomo se criticó la procedencia de los muertos. Por su lado la oposición saltó a defender una exposición científica aplaudida en las principales ciudades del mundo, el origen de los cadáveres tampoco pareció importar un comino.

Y una controversia que daba para tanto terminó siendo reflejo de lo que nos hemos convertido los venezolanos estos últimos diez años: todo tiene un interés político sectario, la ética la perdimos hace rato. 

La semana pasada el gobierno francés ordenó la clausura de Bodies. En los Estados Unidos sigue siendo un controversial éxito, pero yo regresé a mi postura inicial: pagar para ver cadáveres, sólo las felices momias del Antiguo Egipto. 

viernes, 1 de mayo de 2009

Teatro en tiempos de crisis

Cuando vi en 1999 el montaje del Grupo Actoral 80 de Art de Yasmina Reza, me gustó tanto que quedé con  ganas de ver la obra otra vez, y aunque Héctor Manrique la repuso hace poco en la sala Corp Group, aproveché que visitaría Chicago para disfrutar la puesta en escena de la prestigiosa compañía teatral Steppenwolf.

Algo extraño sucedió, a pesar de las impecables actuaciones, Art no hizo clic con el público que apenas reía con frialdad ante el enfrentamiento verbal entre los protagonistas: tres hombres que replantean su amistad mientras discuten sobre el valor del arte moderno. Posteriormente leí una crítica que sugería que la obra de la francesa Yazmina Reza, tan celebrada como montada a nivel mundial desde su estreno en París en el año 1994, es otra víctima de la crisis económica: quién puede disfrutar una discusión de si un cuadro blanco realmente vale los 200 mil euros que costó; en un momento histórico en el que la cifra de desempleos va en aumento, y hasta quienes se creían holgados económicamente, hoy temen perder no sólo su trabajo sino sus ahorros, sus viviendas, el futuro universitario de sus hijos, su jubilación… 

A Art en Chicago le cuesta llenar la sala: a pocas horas de subir el telón, se rematan las entradas en taquilla.

La crisis en Chicago se siente al ver las tiendas desiertas, en Nueva York con los grandes anuncios de liquidación por cierre, pero el teatro sigue adelante: fue necesario comprar las entradas con dos meses de antelación  para ver Wicked en Broadway, obra estrenada en el año 2003. Basada en la novela de Gregory Maguire, a su vez basada en El mago de Oz de L.Frank Baums, este musical compuesto por Stephen Schwartz con libreto de Winnie Holzman, es el mejor ejemplo de que no hay crisis que pueda contra un producto comercial que pega, y qué público más fiable que generaciones de niñas ansiosas por conocer la verdadera historia de Elphaba, la no tan malvada bruja del oeste, y Glinda, la no tan buena bruja del norte. 

No sólo el teatro es visita obligada en Nueva York, Manhattan también es la meca de buenos conciertos, en esta ocasión coincidí con una presentación de Seal en el Radio City Music Hall. Para quienes no les suena Seal: es el marido de Heidi Klum. Y eso de ser mejor conocido como el marido de una top-model alemana no lo digo por farandulera, entre canción y canción el cantante de las cicatrices en la cara hablaba de su esposa, hasta anunció en primicia su cuarto embarazo, y ella, como el personaje de George Steinbrener en la serie Seinfeld, dejó lucir su rubia melena de espaldas al público.

Mas allá del farandulerismo, el concierto estuvo fenomenal. Seal, que está promocionando su   CD de grandes temas de la música soul, canta y se mueve con estudiada sensualidad. Pero además de un buen concierto, me quedó un análisis sociológico del público que fue a aplaudir al músico afroinglés en Nueva York: en su mayoría de origen anglosajón, eran parejas de adultos contemporáneos que tomaban drinks alumbrados por removedores fluorescentes. Me sentía en un singles bar.

Lo que más me asombró fue que antes de terminar el concierto, la sala se comenzó a vaciar, algo nunca visto en un concierto equivalente en el Teatro Teresa Carreño, y eso que a la salida se forman unas colas para sacar el carro del estacionamiento que no conoce el público de Nueva York.

Seal cerró la noche cantándonos “The Change is gonna come” de Sam Cooke a Heidi, a tres gatos que todavía creen que un cambio está por venir, y a un par de venezolanas que jamás abandonan un concierto sino hasta el final.

Con el Radio City Music Hall no acabó mi agenda de eventos en esta visita al Imperio: la noche antes de viajar a Caracas fui a ver 33 Variaciones, el regreso a Broadway de Jane Fonda tras más de 40 años de ausencia. Obra escrita y dirigida por el venezolano Moisés Kaufman.

Siento un inmenso orgullo generacional por mi contemporáneo Kaufman, a quien no conozco personalmente, que ha logrado llegar a la cima del competido mundo teatral en Nueva York. Y tiene con qué: primero The Laramie Project, despúes Gross Indecency: the 3 trials of Oscar Wilde, y ahora 33 variaciones, que me dió la oportunidad de ver su trabajo en un teatro porque hasta donde yo llego, en Venezuela no han montado ninguna de sus obras.

En 33 variaciones, Kaufman –tanto como autor como director-, sin enredarse ni caer en  estereotipos ni superficialidades, maneja varias historias paralelas  en torno a las variaciones que hizo Beethoven del vals de Antón Diabelli.

Con 200 años de distancia entre sí,  acompañados por la pianista Diane Walsch, se intercalan los últimos meses de Beethoven (Zach Grenier) y los de la doctora Katherine Brant (Fonda), musicóloga afectada por la enfermedad de Lou Gherig quien se plantea como proyecto final descubrir porqué Beethoven se obsesionó con un mediocre vals ajeno.

Me traigo de regreso a Caracas una frase de 33 variaciones, la exclama la doctora Brant emocionada ante una estatua de Ludwig van Beethoven en una plaza en Bonn, la frase no es exacta pero dice algo asi: “¡Qué grande una ciudad donde hay estatuas de músicos en lugar de estatuas de militares!”.