Esta noche es el bautizo en El Nacional de la biografía de mi abuelo Carlos Raúl Villanueva, escrita por Juan José Pérez Rancel, para mi gran orgullo, parte de la documentación que el biógrafo usó fue la conversación que sostuve con mi abuela Margot durante dos años y que terminó convirtiéndose en "Margot, Retrato de una Caraqueña del Siglo XX", publicado primero por la Fundación Polar, y en su segunda edición por la Fundación Villanueva. En Evitando Intensidades rescato un capítulo de la voz de mi abuela.
Cuando tenía como doce años, en uno de nuestros primeros viajes a Europa, fuimos a Barcelona. Recuerdo que Papá nos llevó a ver La Sagrada Familia:
-Miren niñitas: la obra de un loco.
Muchos años después regresé casada con Carlos Villanueva, y contemplando juntos la iglesia de Gaudí le comenté a Carlos:
-Papá dice que ésta es la obra de un loco.
¿Sabes lo que me contestó?
-Loco no, genio.
Papá y Carlos eran dos hombres distintísimos, pero siempre se quisieron mucho. Una vez, recién casada con Carlos, Mamá me pidió que fuera con el chofer a buscar a Beatriz que estaba con sus amigas las Machado en una casa de playa en Macuto. Cuando llegué, el doctor Gustavo H. Machado me estaba esperando:
-¡Ay señora Villanueva, usted me va a tener que perdonar! Pero puede más la curiosidad que la buena educación y la discreción. Le tengo que hacer una pregunta: ¿cómo hacen su papá y su marido, que son tan diferentes, para entenderse y quererse tanto?
Yo le contesté:
-Mire doctor Machado, que no sea ésa la pulga que a usted lo trasnoche. La respuesta es sencilla: ambos creen que están locos. Carlos cree que Papá es un loco furibundo, y Papá cree que Carlos es un loco pacífico. Así que siempre se están vigilando, cuidando y protegiendo mutuamente.
Sí, Papá y Carlos se quisieron mucho, pero nunca trabajaron juntos. Papá a veces le pedía a Carlos que le diseñara unas casitas para unos proyectos. Carlos hacía unos planos y después Papá construía las casas como a él le parecía. Pero Carlos respetaba a Papá como constructor. ¿Tú te sabes el cuento de las cajitas de fósforo de San Agustín? Ese cuento es muy bueno. Los terrenos de la hacienda La Yerbera, donde construyeron San Agustín, eran parte de la herencia de Guzmán Blanco que Papá compró en un remate en París en los años veinte. Te estoy hablando de una época en la que Caracas todavía no se había elevado por las nubes y se construían casas sencillas.
Casi cuarenta años después de que Papá construyó San Agustín del Norte, en 1967, murió Mathías Brewer, un ingeniero que fue director del Inos. Al enterarme lo lamenté mucho:
-¡Se murió mi vecino!
-Pero Margot, ¿cuándo has sido tú vecina de Mathías Brewer? -me preguntó Carlos extrañado.
Le recordé que cuando todavía no existía el Colegio de Arquitectos, a los arquitectos los invitaban a las fiestas del Colegio de Ingenieros, y a mí siempre en esas comidas, no sé por cual razón, me sentaban al lado de Mathías Brewer; por eso yo lo llamaba mi vecino.
En esa época no se daba el pésame en las iglesias como se hace hoy en día, y fui a dar el pésame a casa de la familia Brewer, aunque realmente no tenía amistad con ellos. El salón de la casa estaba lleno de gente y la conversación, por supuesto, versó sobre el terremoto de Caracas que acababa de pasar. Había una señora que se jactaba a voz en cuello: “Mi marido hizo mucho énfasis en las leyes antisísmicas después de que se hicieron esas ‘cajitas de fósforo’ en San Agustín, porque eso es un horror”.
Y yo hundida en mi silla porque esas “cajitas de fósforos” las había construido Juan Bernardo Arismendi, mi papá.
En esa época no se daba el pésame en las iglesias como se hace hoy en día, y fui a dar el pésame a casa de la familia Brewer, aunque realmente no tenía amistad con ellos. El salón de la casa estaba lleno de gente y la conversación, por supuesto, versó sobre el terremoto de Caracas que acababa de pasar. Había una señora que se jactaba a voz en cuello: “Mi marido hizo mucho énfasis en las leyes antisísmicas después de que se hicieron esas ‘cajitas de fósforo’ en San Agustín, porque eso es un horror”.
Y yo hundida en mi silla porque esas “cajitas de fósforos” las había construido Juan Bernardo Arismendi, mi papá.
Cuando regresé de dar el pésame, Carlos me preguntó cómo me había ido. Le contesté que mal y le conté el desagrado que había pasado por los comentarios de esa señora. Carlos se puso furioso conmigo: “¡Ay qué ver que para gafa no te gana nadie! Tú le debiste haber contestado a esa señora que de ‘las cajitas de fósforo’ de San Agustín no se cayó ¡ni una! Y más de un edificio en Altamira y los Palos Grandes sí se vino abajo”.
Hay un cuento de joyas, de Juan Juan y de Carlos que también vale la pena recordar. A Papá le estaban ofreciendo un lote de esmeraldas cuando casualmente entró Carlos a casa, y Papá lo llamó:
-Ven, Carlitos, para que veas estas esmeraldas. ¿Qué te parecen?
Carlos se quedó viendo las esmeraldas y le contestó:
-Mire doctor Arismendi, yo de esmeraldas no sé nada. Si usted me pone un vidrio de botella verde bonito, y a mí me gusta, le aseguro que lo prefiero a la esmeralda.
Papá se horrorizó porque Carlos todavía no había llegado a ser un arquitecto famoso, y pensó que realmente me iba a dar vidrios en lugar de joyas, así que compró una esmeralda y me la regaló montada, rodeada de brillantes.
Pero si el fuerte de Carlos nunca fueron las joyas, el arte nunca fue el de Papá. Figúrate que en una exposición a la que fuimos en el Museo de Bellas Artes, Papá me señaló un cuadro y me dijo: “Este cuadro debe ser malísimo, porque a mí me gusta mucho”. Cuando Carlos y yo nos casamos sólo teníamos dos Monasterios que nos había regalado Papá cuando éramos novios, porque Mamá, siempre tan exquisita, había comentado delante de nosotros que a ella esos cuadros no le gustaban porque eran unas galleras. Carlos enseguida le dijo:
-Regálemelos a mí.
-Está bien, con Margocita te los llevas -le contestó Papá.
Esos cuadros de Monasterios fueron durante un tiempo nuestras únicas obras originales. Carlos decía que era mejor tener una reproducción de un buen cuadro que un cuadro malo, así que teníamos afiches guindados en las paredes. La primera vez que Papá entró en casa y vio nuestro “Bonnard” y nuestro “Picasso”, me dijo: “Margocita, dame una silla para sentarme porque tengo que digerir esto”. Pero Juan Juan era muy prudente y no se metía en nuestros gustos, sólo una vez me preguntó en la intimidad, cuando ya Beatriz y José Luis tenían una importante colección de cuadros de Morandi: “Margocita, ¿y no estarán engañando a José Luis Plaza con esas botellitas?”.
A pesar de ser tan diferentes, Papá estaba muy contento de mi matrimonio con Carlos porque tu abuelo no fue mi primer novio. Yo tenía otro novio que se llamaba Simón. Era un muchacho alegre y parrandero, me dejaba en casa y se regresaba a las fiestas para irse de último tocando el acordeón. Pobrecito, tuvo una vida muy triste, nunca se casó y murió solo. Todavía rezo por él. Precisamente huyendo de ese novio fue que conocí a Carlos Villanueva.
La primera vez que Carlos me vio fue en el pabellón del hipódromo y le preguntó a Carlos Luis Ferrero:
-¿Esa muchacha quién es?
-Margot Arismendi -le contestó Carlos Luis -pero tiene novio.
-¡Qué lástima! -dijo Carlos.
Yo estaba ahí justamente para no ir al Club Paraíso, donde se suponía que estaba mi novio, porque había terminado con él. Cuando Carlos Luis llegó a su casa le comentó a su esposa Alicia que Carlos quedó prendado de mí, pero que él lo había desilusionado contándole que yo tenía novio. Alicia, que era muy amiga mía, se apresuró a decir: “¡Peleó con el novio! ¡Vamos a invitarlos juntos a comer!”. Cuando Alicia Larralde me invitó, pensé que estaba haciendo una cena de reconciliación con Simón porque él vivía enfrente de su casa, y por eso le pregunté quién iba a la comida.
-Viene un joven francés, Villanueva, muy educado, arquitecto -me tranquilizó.
-Ah bueno, entonces sí voy.
Y matrimonio a los tres meses.
Yo creo que lo que más le gustó a Carlos de mí era que hablaba un francés perfecto. Al principio de nuestra relación hablábamos siempre en francés, aunque al poco tiempo le dije que mejor empezábamos a hablar en español para que se le soltara la lengua, porque aunque lo hablaba bien, era un poco gago. Tu abuelo nunca perdió su acento francés, pero con el tiempo logró perfeccionar su gramática española tomando clases en el Pedagógico con el profesor Hugo Ruán. La gaguera sí la perdió, cómo lo hizo al principio era todo un misterio, ya estábamos casados y venía a la casa un hombre en una moto. Francisco lo llamaba “el sordomudo”, resulta que era un especialista vasco en fonética que se dedicaba a enseñar a hablar a sordomudos y fue él quien le quitó la gaguera a Carlos.
Mi familia estaba encantada con Carlos, principalmente porque los había librado de mi otro novio. Mi ex novio me amenazó con que si yo me casaba con Carlos, él se iba a suicidar. Papá me convenció de que no me preocupara: “ ¡Qué suicida ni qué suicida! ¡Aquí nadie se va a suicidar!”. En cuanto a Carlos, Papá se quiso ir por lo seguro y pidió referencias a Jerónimo Tirado, sin saber que era primo de él, y por supuesto que le dio unas referencias excelentes: “Mire J.B., si su hija se casa con Carlos Villanueva, se sacó la lotería porque ése es un brillante montado al aire”.
Carlos se quiso casar rápido porque tenía miedo de que regresara con mi antiguo novio.
-Margot, ese hombre está muerto -me decía tu abuelo cuando éramos novios.
-Nada de muerto, está vivito y coleando -le contestaba riendo.
Por eso Carlos no estaba dispuesto a esperar a que le enviaran sus documentos de Londres, recuérdate que en ese entonces mandaban el correo por barco. Para casarnos necesitábamos una constancia de que él era Carlos Villanueva, que estaba bautizado, que era soltero, y se hizo ante el obispado y ante el tribunal declarando Pedro Emilio Coll como testigo. Pedro Emilio, quien trabajaba en la Legislación de Liverpool cuando tu bisabuelo era Cónsul en Londres, era el padrino de bautizo de Carlos por poder, siempre lo quiso mucho, lo llamaba Charlot. La partida de nacimiento de Carlos para terminar de formalizar los papeles de matrimonio, llegó después de casados.
Por eso Carlos no estaba dispuesto a esperar a que le enviaran sus documentos de Londres, recuérdate que en ese entonces mandaban el correo por barco. Para casarnos necesitábamos una constancia de que él era Carlos Villanueva, que estaba bautizado, que era soltero, y se hizo ante el obispado y ante el tribunal declarando Pedro Emilio Coll como testigo. Pedro Emilio, quien trabajaba en la Legislación de Liverpool cuando tu bisabuelo era Cónsul en Londres, era el padrino de bautizo de Carlos por poder, siempre lo quiso mucho, lo llamaba Charlot. La partida de nacimiento de Carlos para terminar de formalizar los papeles de matrimonio, llegó después de casados.
Nos casamos el 28 de enero de 1933, yo tenía 21 años y Carlos 32. Su mamá y su hermana Sylvia, que vivían en París, casualmente habían llegado por esos días a visitar a Carlos y se encontraron con la sorpresa de que se casaba. A pesar de la sorpresa, me trataron muy bien, y se quedaron a vivir en Caracas.
Nuestro matrimonio fue muy celebrado, pero de manera sencilla, como se celebraban los matrimonios entonces. La madrina no podía ser otra que mi hermana Pimpa, y el padrino era el mejor amigo de Carlos, Vladimir Cheminski, un ingeniero polaco que ¡imaginate! era noble, era un conde que se quedó a vivir en Venezuela. Mi vestido de novia lo hizo madame Peluet, una costurera francesa que vivía en Caracas. Nos casamos en la iglesia de San Juan y la ceremonia la ofició el Nuncio Apostólico, monseñor Fernando Cento. El obsequio fue el típico de aquellos años: consomé, pavo, ensalada de gallina. Nuestra luna de miel la pasamos en el Hotel Miramar, en Macuto, y al regresar nos radicamos en una casita que nos prestó Papá en Los Dos Caminos, donde vivimos felices nuestros primeros meses de casados.
Hija de un hombre tan especial como Juan Bernardo Arismendi, casada con un hombre tan especial como Carlos Villanueva; tardé muchos años en encontrar mi verdadera identidad. Por fin lo hice en una reunión de urbanistas a la que fui con Carlos en Nueva York. Yo en ese tipo de reuniones siempre me quedaba callada porque no hablo bien inglés y no sé nada de urbanismo, por eso me interesé cuando vi a un grupo que estaba rodeando a un señor que hablaba de sándwiches. Resulta que el señor no era urbanista, sino pediatra, y les estaba explicando a los que lo rodeaban los problemas del hijo del medio, el hijo sándwich. Yo al oírlo exclamé:
-¡Niño sándwich! Al fin encuentro el nombre que a mí me conviene, ¡yo soy la mujer sándwich!
Nadie entendía nada y les tuve que explicar:
-Estoy casada con este señor tan especial que es Carlos Villanueva, y soy hija de Juan Bernardo Arismendi, un hombre distintísimo a mi esposo, pero igualmente especial. Estoy entre los dos, por eso yo soy la mujer sándwich.
¿Sabes lo que me contestó el pediatra?
-Mujer sándwich no, Lady sándwich.
4 comentarios:
Que Bello tienes una familia muy interesante supongo que tendras datos para varios libros.Creo que Venezuela necesita saber mas de sus personajes historicos comtemporaneos y sin duda tu pluma amena y tus abuelos deben de plasmarse en libro ANIMO...saludos
Gracias Isa, sin duda tuve la suerte de ser la testaferro de los recuerdos de mi abuela Margot, quien era una mujer con una oralidad muy rica y a quien le tocó ser testigo de primera fila del progreso de la Caracas del Siglo XX.
Como siempre, es un placer "leer" la voz de doña Margot.
Gracias Andrés, estás leyendo la voz de Margot desde que era borrador.
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