miércoles, 15 de junio de 2011

Igualita a Juan Belmonte



Denise René siempre me decía: “ Margot, ya que a ti no te gusta escribir, tienes que decirle a Paulina que te persiga con una grabadora. Todo lo que tú hablas es historia porque viviste al lado de la historia del arte contemporáneo. A ti hay que grabarte Margot”. Denise René me llamaba la señora del grabador.
¿De qué quieres que te hable? Te puedo hablar de la Caracas vieja, de la historia de la familia, de la época de Gómez, de la vida de Papapá. Mi memoria es grande, lo abarca todo, y no olvida nada. Tengo unos recuerdos tan lejanos... por ejemplo, te puedo contar una historia tan remota como pintoresca, la historia de mi parecido con Juan Belmonte.
¿Tú sabías que soy la única prognata de la familia? Las demás Arismendi, a pesar de sus mandíbulas pronunciadas, no son prognatas. Resulta que Gustavo Cotton, el príncipe de los dentistas, era de la edad de Mamá. El papá de Gustavo Cotton también era dentista y cuando llegaban muchachas bonitas al consultorio se las mandaba a Gustavo, que estaba recién graduado, para que el muchacho en vez de trabajarle a viejas le trabajara a muchachas lindas y le agarrara gusto a la profesión. Mamá fue una de esas muchachas bonitas, una de sus primeras pacientes, ella lo quiso mucho, se vio toda su vida con él, y murió con todos sus dientes.
Cuando yo tenía 8 años, Mamá me llevó a casa de Gustavo Cotton, yo no sabía lo que era ser prognata, ni sabía quién era Juan Belmonte. ¿Sabes quién era Juan Belmonte? Era un torero español muy famoso cuando estaba pequeña. Gustavo Cotton en lo que me vio me dijo:
-¡Ay amor querido! -siempre me decía amor querido -¡Ay amor querido!¡ Qué calamidad! ¡Eres prognata!¡Tú eres igualita a Juan Belmonte!
Y como yo no sabía quien era Juan Belmonte no me importó mucho. Pero cuando vi por primera vez una foto del matador, quedé horrorizada y le cogí rabia a Gustavo Cotton porque el más célebre de los toreros de mi infancia ¡era horrible! ¡tenía la quijada enorme y completamente salida!
Cotton siempre me decía: “Cuídese sus dientecitos pero cuídeselos mucho, porque como es usted, si se le caen los dientes no existe quien le ponga una plancha; así que cuídese sus dientecitos ejemplarmente porque a usted no hay dentista que la acomode”.
Te puedo hablar también de la gripe española, una epidemia mundial de influenza en 1917, de la que todos enfermamos en la familia; hasta se llegó a correr la voz que Papá había muerto de ella y llegó una corona a casa. Muchas personas murieron de esta epidemia que extrañamente era tratada con un purgante que se llamaba aceite de tártago, que no es otra cosa que aceite de ricino.

Te puedo hablar de mis recuerdos más lejanos, de cosas que eran naturales para mí que hoy ya no existen, y de cosas que son naturales para ti, que yo vi nacer. Conocí el tinajero,las primeras neveras, las pianolas. Yo creo que a mí me dio tres veces tifus porque cuando era pequeña el agua que tomábamos era agua del tinajero. El agua se colaba en una piedra que servía como filtro, caía gota a gota en una tinaja que la recibía. Cada nuevo invento nos parecía una gran cosa, recuerdo la primera nevera que llegó a casa, una Kelvinator, no era tan sofisticada como las que tenemos hoy en día, pero se parecía bastante. No guardábamos comida en ella -eso lo fuimos aprendiendo con el tiempo- porque la gente le tenía idea a la comida guardada en nevera. Tan sólo la usábamos para enfriar el agua y guardar dulces. Comida amanecida, nunca, de un día para otro, nada. Todas las mañanas se le daba a la cocinera una cantidad que se llamaba diario para que hiciera las compras. El diario de una familia como la de nosotros era de aproximadamente veinte bolívares, con eso la cocinera compraba legumbres, carne y frutas. Los pollos no, cada familia tenía su propio corral, costumbre que conservamos durante muchos años porque Papá desconfiaba de los pollos y de los huevos que no se criaban en casa.
Nuestro desayuno era muy sencillo: pan con mantequilla y café con leche. Desayunábamos en la mesa a las siete de la mañana porque a Papá no le gustaban las niñas durmiendo durante el día. El almuerzo y la comida eran abundantes y no se repetía la comida. El dulce del almuerzo no era el dulce de la noche. A Papá le gustaban mucho los dulces y en casa siempre encontrabas dulce de lechosa, de toronja, de leche cortada. Nuestra comida era casera, bien hecha, pero sencilla. Cocinada primero en cocina de carbón, después vino el kerosén, y por último el gas. No tuvimos sino una cocinera: Amelia Castro. Papá siempre la llamó Ruperta, como la cocinera de la retreta: “En esta plaza López que me recuerda, que me recuerda, los juramentos de mi Ruperta, de mi Ruperta”. Amelia-Ruperta vivía en una casa de vecindad cerca de nosotros con su hijo que era un poco mayor que yo. En esa época le daban a los niños pecho el mayor tiempo posible y se tenía la creencia que mientras se estaba dando pecho, las mujeres no salían en estado. Falso, porque Mamá salió en estado de Pimpa dándome pecho a mí, y trató que Amelia Castro me continuara amamantando, pero yo me negué.
Cuando mamá metía la mano en la cocina era una divinidad, pero cocinaba como cocinaban las señoras de antes: “Pélame eso, ponle un puntico de sal, pícame esto”. Las hallacas de Mamá eran divinas, les ponía tocino porque hallacas sin tocino no son hallacas. En cambio yo nunca aprendí a cocinar, ni me interesó. Cuando éramos niñas cada vez que Pimpa y yo nos metíamos en la cocina, Amelia empezaba a gritar: “Señora Isabel, aquí estas niñas en la cocina estorbando”. Tía Pimpa tampoco era muy afortunada en la cocina y lo sabía. Ella decía: “Yo no voy a la cocina porque cuando lo hago me ensucio, me pongo hedionda y todo me queda malísimo”. Beatriz sí es una chef que podría abrir un restaurante. Lo que Tía Chita no sepa no lo sabe nadie. Ella sabe de arte, de cocina, de todo. Hasta aprendió a pegar mosaicos, la enseñó el Negro Pedro, un maestro de obras que trabajaba con Papá. Cómo aprendió a cocinar Beatriz, no sé, pregúntale a ella.
A mí siempre me gustó mucho la comida criolla, y se lo advertí a Carlos antes de casarnos porque él se había educado en Francia y yo no sabía cuáles podían ser sus gustos:
-A mí lo que me gusta comer es arroz, caraotas, carne y tajadas.
Tu abuelo se apresuró a tranquilizarme.
-No te preocupes que a mí también.
Todavía me gusta almorzar todos los días con un plato de sopa de apio. Es lo que me piden mis nietos cuando vienen a almorzar para acá. Paulina, que cocina divino, dice que yo, a pesar de no saber cocinar, tengo un secreto bien guardado porque han pasado los años, han pasado cocineras, y mi sopa de apio sigue sabiendo igual. El secreto está en el consomé: hay que saberlo preparar. Juan Juan también tomaba sopa todos los días, él decía que el que no tomaba sopa, moría temblando.
Aunque ningún pulpero alaba su queso, te puedo asegurar que Juan Juan fue un hombre excepcional, especialmente desde el punto de vista humano. Papá era un hombre de gran corazón, imagínate que nunca tuvimos un perro fino, nuestros perros eran perros que Papá encontraba en la calle y los adoptaba. Mamá también era una santa mujer, un poco fuera de este mundo, llevaba una gran pena en el corazón: la muerte de mi hermanito Eduardo de gastroenteritis a los dos años. Poco después de morir Mamá en el año 71, encontramos que había guardado un mechón y un zapatito de mi hermanito muerto en 1919.
Mamá era una mujer profundamente religiosa, rezábamos el rosario en casa todos los días, pero no era del tipo de beatas que andaba adoctrinando, no, ella era estricta en su fe pero sólo consigo misma, figúrate que jamás dejó de usar velo para ir a misa. El doctor Pastor Oropeza siempre le decía: “Señora Arismendi, usted no es católica, usted es cuáquera”. Las aficiones de Mamá eran la costura y la jardinería, y su gran pasión era la música: cantaba todo el tiempo, Mamá brava no hablaba sino que cantaba, y mientras más brava estaba, más cantaba. Nosotras siempre nos dábamos cuenta cuando a Mamá le pasaba algo: “Ay Pimpa, Mamá está cantando, ¿qué le estará pasando?”. Se sabía al dedillo todas las óperas, las operetas, las zarzuelas, hasta se percataba cuando a una cantante en un teatro se le había ido una nota. En casa teníamos una vitrola grande, lo que llamaban una ortofónica, mamá oía ahí sus óperas y nosotras oíamos fox trofts y pasodobles. Beatriz fue la única de las hermanas que heredó esa gran pasión por la música de Mamá.
Si la pasión de mamá era la música, la de papá era la poesía, su poeta favorito era Andrés Mata, quien además era su tío. A Papá le gustaba recitar cuando se estaba bañando:
En el fino cristal de Bohemia

sonríe el champagne,

y quien lleva a los labios la copa

de fino cristal

donde hierve y retoza la espuma

del rico champagne,

es hidalgo de nueva prosapia

que viste de frac,
y mantiene una hermosa gardenia

prendida al ojal.

Esa es sólo la primera estrofa, pero Papá se la sabía completica. Papá era muy romántico. Recuerdo también que le gustaba recitar de Mata:

¿ Un amor que se va?...¡Cuántos se han ido!
Otro amor volverá más duradero

Y menos doloroso que el olvido.

A Papá le gustaba mucho la poesía de Juan Santaella, un poeta romántico que era amigo suyo; también recitaba La oración por todos de Andrés Bello. Tenía una memoria prodigiosa para recitar y se aprendía sus versos favoritos hasta el último punto.
La pasión compartida de Papá y Mamá era el teatro. Tenían puesto fijo en el Teatro Municipal. A principios de siglo venían a Caracas operetas, zarzuelas, venían buenas compañías de comedia y montaban temporadas subsidiadas por el gobierno de Gómez. Pimpa recuerda en su libro:
"A papá le encantaba el teatro y era el rey de los binóculos, que mamá poseía, llevaba y él usaba,disfrutaba muchísimo cuando las actrices eran bellas y si era género lírico y eran picantes como Tina de Jarque ¡más todavía!".
Tina de Jarque era una mulatota que se contoneaba y a Papá le encantaba, pero Mamá era muy estricta con lo que nosotras veíamos, para ella Jacinto Benavente era demasiado fuerte. Ya vieja, cuando iba al cine con Papá a ver las películas de Rock Hudson y Doris Day al Cine Broadway, salía horrorizada diciendo: “¡Esta película es de policía!”. Mamá era estricta hasta con lo que veía su hermana Carlota, a pesar de que la tía Carlota era mayor que ella, pero cuando murieron los abuelos Casper, la tía Carlota se vino a vivir con nosotros y mientras estaba soltera y viviendo bajo su techo, Mamá la cuidó como a una hija más. A Bebelita lo que le gustaba que viéramos eran las obras de los hermanos Álvarez Quintero –unos españoles autores de un estilo de comedia muy fina-, compañías de zarzuelas y de operetas. Cuando murió mi hermanito Eduardo, Mamá se volvió una muerta en vida y entró en un luto tan riguroso que durante meses dejó de ir al teatro y nos mandaba a nosotras solas con Papá.
Yo nací en la esquina de Corazón de Jesús el 15 de junio 1911, en esa época los niños nacían en casa atendidos por un médico que pedía pañitos y mandaba a hervir ollas de agua. El médico de Mamá parecía un San José, se llamaba Pedro Herrera Tovar y la atendió en todos sus partos. Pimpa y Eduardo nacieron de Cují a Salvador de León No.2. Al morir Eduardo nos mudamos de Romualda a Manduca No. 87, una casa lindísima. La muerte de Eduardo se llevó toda la ilusión de mudarnos a una casa nueva, pero nos mudamos, y ahí nació Beatriz en 1920. Beatriz devolvió la alegría a nuestra casa, siempre fue la consentida de todos. Diego Nucete Sardi, gran amigo de Papá, la bautizó Chita en honor a la mona de Tarzán, y así se quedó toda la vida.
Beatriz era la bebé de la casa, y Pimpa y yo, que sólo nos llevábamos un año, siempre fuimos unas hermanas más unidas, sin embargo, éramos completamente diferentes: Pimpa era de talante fuerte y yo más bien débil y enfermiza. ¿Tú sabías que Pimpa me robó la progenitura? Juan Juan viejo -había perdido la vista en un ojo- me dijo un día: “Párate ahí, mi amor querido, que te quiero ver bien”. Ya los años me estaban pegando y me estaba empezando a poner gorda; él me lo dijo: “Estás gorda, eso debe ser de tanto comer lentejas”. Como Esaú que le había vendido la progenitura a su hermano Jacob por un plato de lentejas. Pimpa fue siempre de carácter fuerte, y yo tranquilamente me dejé robar la progenitura. Aunque ella en sus memorias insistiera lo contrario.
A pesar de ser tan dominante, a Pimpa le gustaba llamarse segundona, como nuestro caballo, Canelo. Papá nos lo había regalado cuando éramos adolescentes para que lo viéramos correr en el hipódromo, pero para gran desesperación de la familia, Canelo nunca ganó,
siempre llegó de segundo.
Recuerdo los primeros carros. El primer carro en Venezuela lo trajo doña Zoila, la esposa de Cipriano Castro, a principios del siglo veinte, yo todavía no había nacido. Pocos años después -cuando los carros todavía eran una rareza- Papá compró un carro como negocio, este carro lo manejaba Próspero Herrera, el primer chofer de Caracas. La verdad es que en Caracas no se necesitaba carro, había tranvía y coches, que eran carros tirados por dos caballos. En los años veinte Papá compró nuestros primeros carros para uso personal: dos Renault que trajo de uno de nuestros viajes a Francia. Eran unas taritas, chiquitos para no consumir mucha gasolina. Papá aprendió a manejar aunque nunca fue un buen conductor, era muy distraído. Se paraba en la mitad de la calle para seguir una conversación e ignoraba los cornetazos de la gente enfurecida. Una vez, él y Mamá tuvieron un accidente cuando iban al cementerio a visitar la tumba de mi hermanito Eduardo: Papá chocó contra un árbol, y de este accidente le quedaron a Mamá dos cicatrices en la cara.
A nosotras nos cuidaba Trinita que había sido cargadora de Mamá, ella le decía Isabelita cuando estaban en confianza, y señora Arismendi cuando estaban en público. A mí me cuidaba muchísimo porque siempre fui una niñita muy delicada. Todavía me acuerdo de los gritos de Trinita el día en que se me ocurrió montarme arriba de un sofá para darle cuerda a un reloj de péndulo: “Isabelita, Isabelita ¡la niña se encaramó en el sofá! ¡Ay si se cae!”. Pimpa en sus memorias la recuerda muy bien, sobre todo recuerda los paseos que con ella dábamos por toda Caracas: El Matadero, Prado de María, La Planicie, Sabana del Blanco, San José del Ávila, Agua Salud, Caño Amarillo, barriadas populares que con nuestros padres jamás habríamos visitado. Pimpa recordaba que nuestra querida Trinita nos llevaba... Al Ferrocarril Central, se iba a respirar humo, remedio extraño pero considerado buenísimo para la tos ferina. Al Matadero se iba a pedir un poco de sangre fresca, para no sé qué remedio natural y muy conocido, a San José del Ávila se iban a pagar promesas muy especiales.
Trinita vivió con Mamá hasta su muerte y su entierro fue maravilloso: salió del Castillete, la casa de Papá y Mamá en La Florida, en hombros de Diego Nucete Sardi y de Luis Roche. Está enterrada en el Cementerio General del Sur, al lado de Papá y Mamá.
Eran otros tiempos, Adriana, tiempos más sencillos en los que sin duda habían ricos y habían pobres pero la diferencia no se hacía tan notable como hoy. En los días lluviosos, cuando Bebelita se ponía ocurrente y nos decía: “Este es un día de chinchorro, tapara y cachimbo”, a Mamá le gustaba contar cuentos e historias, y era muy divertida. Este cuento refleja un poco la sencillez en la que se vivía a principios del siglo XX, sencillez que parece que hemos perdido en este siglo; yo no lo cuento tan bien, Mamá lo contaba graciosísimo: Antes se tenía muchos ahijados, muchachos humildes a quienes en sus cumpleaños se les regalaba un fuerte, se les regalaba su ropa de hacer la primera comunión, en Navidad se les daba un regalito, cosas sencillas. Amalia Rosa,la madre adoptiva de Mamá, tenía un ahijado que se llamaba Cruz María. Un día sonó la puerta de su casa, y cuando Mamá fue abrir se encontró con Cruz María con un enorme ramo de rosas:
-Para mi madrina.
Mamá se las llevó a Amalia Rosa y ésta, sorprendida, porque era una mujer muy buena pero muy austera, le preguntó:
-¿Y quién me va a regalar rosas a mí?
Y desde la puerta se oyó un grito nasal:
-Yo madrina, el mismo Cruz María.
-¡Cruz María, muchacho! –lo regañó Amalia Rosa horrorizada-, ¿cómo se te ocurre gastar tanto en un ramo de rosas?
Bebelita lo contaba divino, especialmente la respuesta de Cruz María, quien era un pajarote, un hombrote, que seguro ya estaba trabajando y con lo que había ganado le había querido regalar a su madrina un ramo de rosas:
-Yo gasto madrina, yo gasto, yo voy al teatro a palco.
Este dicho de Cruz María quedó tan arraigado en la familia que cada vez que alguien se volvía botarata o muy gastivo decía:
-Yo gasto, yo voy al teatro a palco.
Yo dejé de bautizar gente cuando me di cuenta de que el bautizo se estaba convirtiendo en un negocio y los ahijados pedían de regalo carros y cuotas iniciales de apartamentos. Sin embargo, a los pocos ahijados que tengo,los quiero mucho.
Eran otros tiempos Adriana, tiempos de pregoneros que cantaban a viva voz: “Bootelleeero”, “Aaamolador”, “Zaaapatero” y a todos los conocíamos por nombre. Eran tiempos más sencillos los de mi niñez, sin duda alguna. Los piñatones que hacen ahora no tienen nada que ver con las piñatas de cuando yo era niña. Entonces servían dulce de durazno, gelatina, nos daban sangría y tizana que era vino con frutas; también nos daban bol que era cerveza mezclada con agua. La Coca-Cola llegó a Caracas mucho después, lo que se tomaba era granadina. Las piñatas eran sencillas, unas ollas llenas de caramelos. Antes no se celebraban los cumpleaños sino los santos; como Caracas era una ciudad tan pequeña, el día de tu santo los cañoneros te iban a tocar una serenata y uno les daba de obsequio algo de dinero y un trago de ron.
Aunque a mí toda la vida me llamaron Margot, mi nombre de bautizo es Isabel Margarita, por eso mi santo siempre lo pasaron por debajo de la mesa con una meriendita porque los 19 de noviembre, día de Santa Isabel, la gran homenajeada era Mamá. Los días de San Juan, los 24 de junio, celebrábamos el santo de Papá y venían a comer a casa todos sus familiares y amigos. Me parece estar viendo su cama llena de regalos. Los santos de Pimpa, quien se llamaba María Cristina, se celebraban el 12 de septiembre, día de las Marías. A la única que no le celebrábamos el santo, sino el cumpleaños, fue a Beatriz, porque su santo coincidía con la fecha de la muerte de la tía Carlota, la hermana de Mamá que murió súbitamente a los 35 años dejando cinco niños huérfanos. A mí solo me celebraron el día que cumplí dieciséis años: me hicieron una gran fiesta en la que tocó la orquesta que estaba de moda, El Maño. Aunque mi vestido era blanco, como eran los Happy Twenties, no me vestí de largo.
Mi primera escuela fue una escuela de párvulos que se llamaba El Perpetuo Socorro, frente a la iglesia del Sagrado Corazón de Socarrás a Salvador de Jesús. Era una escuelita de una maestra muy decente, pero muy estricta, la señorita Carmen Teresa Castillo. Todas las niñitas llevábamos nuestra sillita y nos ponían a hacer palotes, porque eran muy cuidadosos con la escritura y también nos enseñaban trabalenguas para que aprendiéramos a hablar bien ¿Tú te has fijado que hoy la gente no sabe hablar? Están todo el tiempo: este, este... para eso servían los trabalenguas: Señora ¿compra coco? No, porque como poco coco como; poco coco compro. Cantábamos, recitábamos versos, hacíamos adivinanzas. Todos esos juegos de palabras facilitan mucho el idioma. El primer grado lo estudié en la Escuela Federal Bolívar, una escuela pública muy buena que quedaba al lado de casa. Recuerdo que todos los días cantábamos El himno al árbol y una canción que decía así: "Cual bandada de palomas que regresan al vergel, hoy vamos a nuestra escuela con ánimos de aprender, Dios bendiga nuestra escuela, donde hay santa paz y unión... " pero sólo estudié un año allí porque cuando nos mudamos de Romualda a Manduca, Mamá nos inscribió en el San José de Tarbes en la esquina de Llaguno, su colegio de infancia, y ahí estudiamos toda nuestra primaria.
La educación de las monjitas del San José de Tarbes era excelente, cuando Papá nos metió a Pimpa y a mí en una escuela en Francia durante unos meses para que mejoráramos nuestro francés, deslucimos sólo en un renglón: dibujo, porque Pimpa y yo éramos malísimas dibujantes, pero en el resto de las materias, no teníamos nada que envidiarle a nuestras condiscípulas francesas. Y eso que vivíamos en una Venezuela sencilla, recuerdo las lecciones que aprendimos sobre Venezuela en mis libros de primaria: Venezuela es un país productor de café, cacao, añil y sarrapia... el petróleo todavía no figuraba. ¿Qué es la sarrapia? Es una especie de almendra que se usaba como fijador de perfume, Bebelita siempre guardaba tres almendras de sarrapia en la polvera de su tocador. La sarrapia sólo se conseguía en el Estado Bolívar y en el Territorio Federal Amazonas. En cuanto al añil, se utilizaba para blanquear la ropa.
Si yo hubiera nacido en otra época me hubiera gustado estudiar medicina, figúrate que cada vez que uno de mis muchachos se enfermaba yo llamaba el doctor Guillermo Hernández Zozaya -el pediatra- y lo esperaba con un diagnóstico detallado. El doctor Hernández Zozaya me echaba broma: “Acertada como siempre, señora Villanueva, no sé para qué me necesita si usted es una doctora excelente”. Pero en aquellos años veinte cuando terminé mi primaria, eran muy pocas las niñas que estudiaban bachillerato, y las que lo hacían, tenían que irse a estudiar a liceos porque los colegios de monjas sólo llegaban hasta sexto grado. Contadas con los dedos de una mano las mujeres de mi generación que pudieron ser profesionales, todas mujeres muy meritorias: Lya Imber, Panchita Soublette, Elisa Sapene, Luisa Amelia Pérez Peroso. Beatriz sí estudió bachillerato, pero en calidad de oyente en la escuela Santa María de Lola Fuenmayor, la razón por la cual no se pudo inscribir legalmente fue porque ella había cursado la primaria francesa en el San José de Tarbes. Era un pequeño grupo de muchachas las que estudiaban con Beatriz, todavía en los años treinta muchas familias no se acostumbraban a que sus hijas estudiaran bachillerato.
Cuando las niñas terminábamos la primaria, nuestros padres contrataban profesores para continuar nuestros estudios en casa. Yo recibía clases de inglés, de guitarra, de piano. Pimpa fue a la Escuela de Artes y Oficios del gobierno y aprendió costura. Nuestras tardes eran muy activas: íbamos para el cine, salíamos de compras, pero lo que más se hacía en esa época era visitar: una tarde visitabas a una prima, otra tarde visitabas a una amiga, otro día te visitaban a ti. La gente era muy social y todas las tardes se tenía algo que hacer. A menudo íbamos a comer helados; en Caracas había dos heladerías: La India y La Francia; sus helados no eran de nevera, eran de sorbetera, eran divinos. Las especialidades eran los helados de mantecado y de chocolate pero también los había de fresa y de guanábana.
Los muchachos de entonces se paraban en las puertas de la iglesia, en las salidas de los colegios, te los encontrabas en las fiestas pero nuestra vida sentimental era menos activa que la de hoy, para empezar que a nadie se le ocurría dejar a una muchacha ni un instante sola con un muchacho. Papá tenía un sobrino muy querido, Guillermo Arismendi, unos años mayor que yo, quien para mis padres fue como un verdadero hijo. Guillermo era hijo de mi tío Diego, había nacido en Río Caribe y se vino a vivir a Caracas cuando apenas era un muchacho. Papá lo recibió con los brazos abiertos, pero eso sí, viviendo fuera de su casa porque un hombre soltero en una casa llena de mujeres era muy mal visto. Guillermo trabajó casi toda su vida con Juan Juan y murió hace algunos años, enterito,pasados los noventa años.
La libertad sexual que hay hoy en día Juan Juan la llegó a ver antes de su muerte en 1982, y una vez, cuando ya era viudo, llegué a su casa de visita y me lo encontré exclamando:
-¡Se acabaron las queridas! ¡Se acabaron las prostitutas!
-Father ¿qué estás diciendo? –le pregunté pensando que se había vuelto loco.
-Claro mi amor, porque ahora las muchachas salen solas con los novios y quién va a ser el zoquete que teniendo una joven bonita a su lado va a salir a la calle a pagarle a una prostituta.
Pero ese cuento no lo vas a publicar
 

(Este es el primer capítulo de "Margot, retrato de una caraqueña del Siglo XX", lo rescato hoy 15 de junio 2011, fecha del centenario de mi abuela Margot quien murió el 9 de julio de 2005, como ella misma lo vaticinó en estas memorias que me dictó, a los 94 años. La edición de la Fundación Villanueva publicado por la Fundación Polar en el 2003, se consiguen en la librería Sopa de Letras en La Trinidad).

3 comentarios:

Isa Peña O´conn dijo...

Es posible conseguirlo en España?

Adriana Villanueva dijo...

No Isa, las Memorias de misia Margot de casualidad se consiguen en Caracas, en estos momentos lo venden en la librería Sopa de Letras en La Trinidad, y creo que en El Buscón en Paseo Las Mercedes. También en la Fundación Villanueva, previa cita, si alguien está interesado, puede contactarme vía email: adrianavillanuevag@gmail.com

Anónimo dijo...

Consegui por casualidad esta amena lectura y me atrapo un buen rato, que época tan hermosa, esa de mirar con las manos y tocar con los ojos...