viernes, 8 de noviembre de 2013

Y tan buenecitos que se ven


Leyendo Jezabel (2013) de Eduardo Sánchez Rugeles, me quedó la certeza que en mi adolescencia fui senda galla, tan galla que a los 16 años conseguí en betamax la película La Naranja Mecánica, esperé a una noche en la que mis papás no estuvieran en casa para verla, y la escena de la violación me pareció tan fuerte, que la tuve que apagar y pasarían más de 30 años para que por fin me decidiera a ver el clásico de Stanley Kubrick.
Fui tan galla que la primera vez que me prendieron al lado un tabaco de marihuana,  tenía yo 17 años y ni siquiera me ofrecieron, quizás por temor a corromperme. La verdad tampoco lo pedí. Al día siguiente en el colegio, cuando le conté a una amiga que había salido con un fumador de monte y solo me quedó dolor de cabeza, me dijo una verdad no sé si científica, que el efecto del humo al no fumador, en el caso de la marihuana, era tremendo ratón... pero no les seguiré contando mis cuentos zanahoria porque si algo he aprendido leyendo a Eduardo, es que a nadie le interesa las historias de los chicos buenos, son los chicos malos sobre quienes queremos leer. 
Liubliana (2012), que acaba de ganar el Premio de la Crítica en Venezuela, es materia pendiente, tengo tantos libros por leer que lo he ido postergando, pero en el caso de Jezabel, como se la mandaron a mi hija en la universidad, y temía que después se la pasara a las amigas y se fuera a perder, la agarré y la leí de una sentada, como se leen las novelas negras. 
Eduardo, y me perdonan lo confianzuda pero es mi pana y esto es un blog, en su aporte a la colección Vértigo de Ediciones B regresa a las historias de jóvenes descarriados de la clase media venezolana, y hablo de la nacionalidad porque en Jezabel se repite una tesis que está en Blue Label: ¿En qué momento se jodió esta juventud? En el mismo momento en el que sus padres los concibieron para que nacieran en un Apocalipsis llamado Venezuela.
Pero a diferencia de la patota de Blue Label que en medio de sus excesos era romántica y por la cual cualquiera era capaz de sentir empatía, los protagonistas de Jezabel son unos hedonistas sin límites de conciencia, pareciera que Eduardo no busca en este caso la empatía con el lector, más bien pegarle una patada en la barriga. Lo que si comparten los jóvenes protagonistas de ambas novelas es la seguridad de que en la actual Venezuela no parece haber más salida que huir lo más lejos posible. Tontos aquellos que crean en revoluciones comandadas por militares o en que "hay un camino" para salir de ellas.
Tampoco es ninguna novedad las historias de adolescentes psicópatas, entendiéndose la psicopatía como un trastorno de la personalidad donde se es incapaz de sentir ni empatía ni remordimiento. No es que la vida los hizo así, no es que sus papás les pegaban de chiquitos, o que un tío se los violó, o que por el contrario, los consintieron demasiado. No, los psicópatas simplemente nacen sin el gen de la conciencia, ahí no hay Pepe Grillo que valga. ¿Qué mejor ejemplo que la misma novela La Naranja Mecánica (1962) de Anthony Burgess? Distopía sobre un grupo de jóvenes clase media inglesa que bajo los efectos de la droga del momento, patean mendigos y borrachos, violan, matan, se linchan entre sí, y ayyy de quien sienta algo parecido a remordimiento. 
En el caso de las novelas de Eduardo, el punto de visto narrativo hasta ahora ha sido el del adolescente, o del joven adulto que rememora, por eso se ha vuelto un escritor culto para los chamos venezolanos, quienes sienten al leer sus novelas que en sus vidas pasan muchas cosas que los tontos de sus padres seríamos incapaces de entender. 
Casualmente, tras leer Jezabel, sin saber que de cierta forma estaba repitiendo el tema de adolescentes psicópatas, comencé a leer La Cena (2009), del escritor holandés Herman Koch, novela donde la perspectiva narrativa ya no es del muchacho sin límites morales, sino del adulto, del padre, ¿cómo se maneja en familia el hecho que un par de querubines quinceañeros fueran capaces de un acto de violencia abominable?
La Cena hay que leerla sin saber mucho en las turbias aguas donde nos estamos metiendo, es como una versión moderna de las novelas de Patricia Highsmith, se consigue la empatía con el lector en pequeños detalles mundanos, para hacernos testigos cómplices del horror.
Tras leer Jezabel y La Cena, veo a mis hijos adolescentes haciendo tarea, y no puedo dejar de pensar: "¡Y tan buenecitos que se ven!". 

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