jueves, 18 de junio de 2009

El lazarillo de La Florida


Monona llegó a Caracas para asistir al bautizo de su nieta Patricia. Alta y elegante, la rubia abuela rioplatense fue advertida por su hijo en el aeropuerto de Maiquetía que aquí en Venezuela hace tiempo que sus habitantes dejamos de salir cubiertos en oro. Monona siente que se desnuda: sus pulseras y sus anillos son parte imprescindible de su indumentaria como el pañuelo de seda que lleva amarrado al cuello o la chaqueta del taller.

—En Buenos Aires la situación también está terrible. Ya no se puede pasear. Las salidas tienen que ser puntuales: del piso al café y del café al piso.

Sí, la situación en Buenos Aires debe ser terrible, dicen que la crisis económica de Argentina supera a la de Venezuela, pero viendo como a Monona le cuesta desprenderse del hábito de usar prendas, dificulto que la violencia urbana nos supere.

A veces pienso que el prejuicio es mío, nunca fui mujer de joyas. En los años ochenta cuando comencé a salir sola o con amigos, se empezaban a oír cuentos de atracos a mano armada en los que desprevenidas víctimas se veían vilmente arrebatadas de sus cadenas y relojes. Hoy recuerdo esos días con nostalgia, de un raspón y de un susto no se pasaba. Veinte años después de mis primeros pasos como chica citadina, Susana Rotker en el libro Ciudadanías del miedo (2000) manejaba la cifra de que todo venezolano será víctima de 17 delitos, 4 de ellos violentos, entre los 18 y los 60 años de edad.

Mi abuela dice que es difícil hacerme regalos porque no me gustan las prendas. Lo que pasa es que me incomodan, no me acostumbré a usarlas porque para mí una joya no justifica ni un susto ni un raspón, mucho menos arriesgar la vida. Qué curioso que precisamente una mañana yendo a visitar a mi abuela tuve mi primer encontronazo con un chapucero ladrón de joyas. Iba distraída, pensando en quién sabe qué, detenida en el tránsito del semáforo de una esquina en La Florida cuando tocaron el vidrio de la ventana de mi carro. Subí la mirada y vi a un hombre joven, bien vestido con camisa azul almidonada cuidadosamente metida dentro del pantalón kakhi de pinzas. Yo que soy tan nerviosa, no me asusté, el muchacho tenía buena pinta, mirada simpática a pesar del apremio señalando gestualmente su muñeca. Pensé que quería saber la hora, así que con los dedos de las manos le indiqué que ya eran pasadas las 10:00. El muchacho, tratando de afilar la mirada, me señaló con los ojos el periódico que llevaba doblado bajo el brazo como diciéndome: “Ah mujer bruta, es que acaso no te das cuenta de que tengo un arma escondida y esto es un atraco”.

Todavía me pregunto por qué este asaltante de caminos, este aprendiz de ladrón, entre tantas mujeres emperifolladas que circulan en La Florida me vino a escoger a mí, que la única joya que llevaba puesta era un reloj de acero inoxidable que me regaló mi marido para celebrar mi primer día de la madre hace trece años. Dicen que en estas circunstancias nunca se sabe cómo una va a reaccionar, yo habría jurado que era la más cobarde de las mujeres, por eso me sorprendió mi reacción que hoy recuerdo en cámara lenta como una partida de póker en la que el destino del juego está en la mirada de los tahúres con las cartas en la mano, y a este malandro tan planchadito su mirada lo delataba como un blofeador, un traficante del miedo urbano, un pescador en río revuelto. Este Lazarillo de La Florida no tenía los ojos de Raskolnikov

Y por más miedosa que sea, no lo soy tanto como para dejarme robar con un periódico, así que cuando el tránsito arrancó, con un gesto que unieron hombros y mirada, le hice saber al incapaz ladronzuelo:

“Será otro día papá”.

Pero no se crean, sigo siendo una mujer cobarde, ahora cuando visito a mi abuela, me quito el reloj.

Artículo publicado en el diario El Nacional, el 11 de septiembre de 2004. Ilustración para Nojile de Rogelio Chovet.

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