martes, 31 de marzo de 2009

La encomienda


Albertina llamó a Paulina para decirle que tenía un libro suyo, un libro que le había prestado Paulina hacía más de cuarenta años cuando ambas estudiaban bachillerato en el colegio San José de Tarbes de La Florida. 

De haber sido una novela rosa, o un best seller de Taylor Caldwell,  Albertina no se habría molestado en llamar a su antigua condiscípula. Pero este era un libro especial que encontró en la biblioteca de su difunto padre, Ricardo Palacios, un tomo blanco desteñido por el tiempo y la humedad. Era un libro grande pero delgado. La portada no tenía foto ni ilustración, sólo el título en mayúsculas doradas:

 
         

         LA CARACAS
               DE AYER
                Y DE HOY
       SU ARQUITECTURA

                 COLONIAL

                       Y LA

        REURBANIZACIÓN

                          DE

             “EL SILENCIO”

 

Título extraño para el gusto de unas adolescentes que estarían descubriendo los Beatles, de no ser porque su autor, Carlos Raúl Villanueva, era el  papá de Paulina.

Esta “Caracas  de ayer y de hoy” formaba parte de una edición de 2800 ejemplares numerados que el arquitecto venezolano había  editado en Francia en el año 1950. Albertina, al abrirlo y leer  en diminuta letra de alumna tarbesiana:

 

Paulina Villanueva

Caracas, 4-7-64

 

 , se dio cuenta de que aunque ella no recordaba habérselo pedido prestado a su amiga, el libro tampoco perteneció a  don  Ricardo -abogado que coleccionaba crónicas sobre Caracas- sino a la biblioteca de una joven que estaba por aprender dos amargas leyes de vida: que hay libros que no se prestan, y que nuestros padres no son inmortales.

 

                                               II

 

Paulina no podía creer el hallazgo, al graduarse de bachiller  estudió Arquitectura y durante años se dedicó a la docencia.  Hoy  reparte su tiempo entre  sus  nietos y   la Fundación Villanueva, que cuenta con una excelente base de datos, página web, fotos, planos, cartas. Documentos sobre la obra y pensamiento  de Carlos Raúl Villanueva minuciosamente catalogados por Paulina y su equipo.

 Pero el libro que  su padre publicó el año en el que  Paulina nació, año en el que  comenzaba a gestarse lo mejor de la Ciudad Universitaria,  ese mea culpa de una Caracas moderna  que se llevó por delante a la Caracas Colonial, el ejemplar que  Villanueva había reservado para su única hija hembra, su “queridita”;  mi tía lo  daba por perdido, ni siquiera recordaba si lo  prestó, o si lo  dejó olvidado en algún lugar. Por eso cuando Albertina la llamó para decirle que lo tenía, Paulina quiso recuperarlo lo antes posible, pero un obstáculo geográfico se lo impedía: ella estaba en Caracas, y Albertina y  el libro en Margarita.

 

Ahí entro yo en esta historia, como  iba a pasar Semana Santa en  la isla, mi tía me pidió que  visitara a su vieja amiga  y  le trajera la encomienda. Un martes santo por la mañana  me dirigí con mi familia rumbo al pequeño pueblo de Altagracia a recuperar  “La Caracas de ayer y de hoy” de mi tía Paulina.

La noche anterior había hablado con Albertina, me sugirió que fuera  antes del mediodía, la mejor hora para visitar la biblioteca de su padre. La dirección no era muy precisa: “Lleguen a Altagracia,  pasando Pedro González, y cuando estén frente a la bomba de gasolina, me llaman para indicarles el camino a casa”.  Gracias al celular, nos fue explicando paso a paso por donde agarrar: “Del camposanto a la izquierda, pasen la licorería, la segunda después de la plaza a mano derecha, métanse por el camino de tierra…” De un paisaje verde pasamos a uno casi tan árido como el de la península de Macanao, al otro lado de la isla.

Albertina nos estaba esperando en la puerta de una casita ocre moviendo los brazos entre cactus para avisarnos que era ella. Debí conocerla de niña, pero no la recuerdo, ella sí se acordaba de mí, aunque la última vez que me vio yo era una muchachita y ahora le impresionaba el parecido con mi mamá. Nos contó que tenía  años viviendo  en Holanda, se  casó con un holandés, se divorció, tenía dos hijos, y había regresado a Venezuela para ayudar a su madre a vender Villa Palacios, buscar un apartamento más céntrico, y ver qué hacían con la extensa biblioteca qué dejó don  Ricardo. A pesar de que eran varios hijos,  los que no vivían fuera de Venezuela, no tenían espacio para tantos libros.

Nos sentamos en el corredor de la rústica casa admirando el lugar y poniendo al día las historias de familia. Se nos unió la madre de Albertina, doña Norma, una señora alta y buenamoza quien  contó que tenía más de diez años viviendo en esa hermosa casa alejada de la civilización. Cuando su marido abandonó el ejercicio del derecho en Caracas, se mudaron a Margarita. Villa Palacios la construyeron a mediados de los años noventa, con la ayuda de un arquitecto de la isla. A pesar de estar en terreno árido,  el jardín era fecundo  en árboles, plantas y flores. Parecía un oasis en un desierto caribeño. Imagino que tanto verde se debía al tesón de doña Norma. Don Ricardo vivió los últimos años de su vida en ese pequeño paraíso rodeado de sus amados libros para los cuales reservó un cuarto especial.

Mis niños, acalorados, miraban con ansia la alberca, Albertina los invitó a bañarse  y  doña Norma  los sorprendió con  sandiwches de Diablito. Mientras tanto, sus papás nos fuimos a la biblioteca a buscar la encomienda para Paulina y a ver si  nos interesaba otro  título.

 Atravesando la casa, subimos por unas escaleras de cemento pulido, llegamos a un ático de sombras y luces,  como si estuviéramos entrando en una biblioteca en la cresta de un árbol. El espíritu bibliófilo de don Ricardo se sentía  presente en su colección de libros que además de amante de Caracas, lo delataban como a un apasionado de la literatura, del arte y del derecho.

   Albertina  hizo entrega formal  de la encomienda, estaba algo avergonzada porque la  veía en mal estado, a mi, por el contrario, me sorprendió el buen estado en el que estaba  más allá de la decoloración de los años. Sus páginas seguían enteras, los bichos no lo habían descubierto. Intactas estaban las fotos del Tocuyo, de la casa de don Felipe de Llaguno, los  dibujos de  Lessmann y los planos de la vieja Santiago de León de Caracas.  Reconocí esta “Caracas de Ayer y de Hoy”  como la primera edición de una obsesión de mi abuelo: el fin de la Caracas Colonial. 28 años después, en 1966, lo reeditó con Armitano con el título “Caracas en tres tiempos”, preámbulo al  cuatricentenario  de la ciudad.

En el 2000, en los sótanos de Armitano,  encontraron  una caja con 200 ejemplares sin portada. Paulina y mi abuela Margot volvieron a editarlo como homenaje al centenario de Carlos Raúl Villanueva.

 

 A pesar de tener la encomienda en mi poder, me tomé unos minutos para revisar  la biblioteca de don  Ricardo. Encontré la colección empastada de El cojo ilustrado. Me habría gustado comprarla, pero un hermano de Albertina la quería para él,  pronto se la llevaría  a su casa en Trujillo.

El resto de los libros sí estaban a la venta, aunque les  costaba encontrar comprador, los amantes de los libros viejos no suelen deambular por las afueras de Altagracia.

Como lectora lo que más me impresionó fue la colección de libros sobre Caracas,  era extensa,  “La Caracas de los techos rojos” de Enrique Bernardo Núñez la tenía don Ricardo en por lo menos diez ediciones. Comparto su pasión, heredé las crónicas sobre la ciudad de las bibliotecas de mi abuela  Margot y de mi tía Pimpa. Muchos de los libros que dejó  el padre de Albertina  los tengo. Sin embargo, encontré un libro que  desde hacía tiempo andaba buscando: “La ciudad y su música” de José Antonio Calcaño, en una hermosa edición empastada con fecha 1958.

 Como no logramos ponerle precio al libro, Albertina me lo regaló por haberle hecho la encomienda a mi tía Paulina. El resto de los libros quedaron ahí, en esa biblioteca árbol, esperando que alguien los valore como algún día los amó don Ricardo.

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