Cuando Gisela me llamó hace un par de meses para contarme que estaba por publicar su primera novela: La Cena; y quería que yo la presentara en La Librería El Buscón, para mí fue doble motivo de orgullo: primero ver que mi amiga Gisela, después de tener a sus hijos creciditos, volvió a parir otra linda criatura, y que me escogiera como madrina para su presentación.
También sentí un gran alivio porque no estaría sola en este compadrazgo: Ildemaro Torres sería el padrino. Una idea fantástica que le quitaría a la novela y a la presentación esa chapa de “literatura femenina”, libros escritos por mujeres para ser leídos sólo por mujeres.
Mi co-presentador, Ildemaro Torres, por quien siento un gran aprecio, tiene un currículo que impresiona: es médico, doctorado en filosofía, columnista de El Nacional, varios libros publicados, académico, experto en el humor en Venezuela. Hombre culto, analítico, sensible, quien haría una presentación relevante como se lo merece La Cena. Y a mí me tocaría el papel de la madrina chévere, medio veleta, que con un par de anécdotas graciosas matearía a la ahijada y todos satisfechos, que comience la fiesta.
O por lo menos eso aspiraba hasta la semana pasada cuando Gisela llegó a las puertas de mi edificio a hacerme entrega de un ejemplar del bebé recién nacido. De carro a carro, porque ella iba apurada y yo también, la comadre emocionada resaltó el detalle del encaje de la portada como si fuera un faldellín bordado por la abuela, orgullosa de qué lindo, pero qué lindo quedó su bebé. Me bajé del carro y la felicité con un abrazo, abrí el libro para olerlo, para sentirlo, y la volví a felicitar, sobre todo por el tamaño de las letras, grandotas. Y en esas estábamos regocijándonos mutuamente de la criatura cuando la comadre, antes de despedirse, me dijo qué lástima que Ildemaro se iba de viaje, yo sería la única madrina en presentar al bebé.
Se me bajó el potasio, empecé a sudar frío, y a riesgo de que nos atracaran en la mitad de la calle, insistí en buscar ahí mismo una solución: quizás era demasiado tarde para entregarle el libro a otro escritor, sería un insulto, pero algo tendría que hacer Gisela para animar este bautizo, conmigo como presentadora oficial iba directo al fracaso.
¿No se podía llevar su cuatro? He visto a Gisela animando más de una reunión tocando cuatro. ¿Alguno de sus hijos tenía una banda rock? ¡O flamenco! Todo el mundo tiene una amiga que baila flamenco. Lo que sea: un primo mago, una tía que recita, un cuñado que echa chistes, cualquiera, pero cualquiera, que relevara de mi espaldas la exclusividad de la presentación de esta linda criatura. ¿Cómo iba a poner Gisela semejante responsabilidad en los hombros de la más irresponsable e incumplida de sus amigas?
Porque La Cena no nació de la nada, no fue que un duende se la dictó en el oído a Gisela. Tiene un origen bochornoso. Gisela me lo confesó: el génesis de La Cena tiene como fecha octubre del año 2006 cuando salió publicada mi primera novela “El móvil del delito”, presentada aquí mismo en El Buscón. Gisela, que es una de esas amigas de toda la vida a la que veo de quinquenio en quinquenio porque nos separa el río Guaire, después de leer “El móvil…” tuvo la inmensa generosidad de llamarme para felicitarme, decirme lo orgullosa que se sentía de tener una amiga escritora, y para celebrarlo quería invitarnos a mí y a mi marido a una cena en su casa.
La invitación no fue de un día para otro, como educada anfitriona que es Gisela, fue hecha con una semana de antelación. Como educada invitada que soy, acepté encantada sin hacer muchas preguntas, ni qué íbamos a comer, ni quiénes estaban invitados, me limité a llegar puntual.
No era una cena para cuatro, Gisela organizó una cena para 6. Pensé que invitaría unos amigos en común. Pero Gisela no se va por lo previsible, invitó a su sobrina Federica con su novio Alfredo. Otra generación. A Federica la conocí de uniforme en el colegio donde estudian mis hijos, pero en el año 2006 ya se había graduado de bachiller y aunque todavía estudiaba en la universidad, estaba fundando la página web Relectura, que hoy, con Ficción Breve y Letralia, son de los principales puntos de referencia en Internet de la literatura nacional.
De más está decir que la pasamos muy bien esa noche, no fue necesario descorchar una botella de Petrus cosecha 1982, Gisela es una anfitriona sencilla pero maravillosa: tan original en el menú como para combinar invitados como a la hora de conversar. De esa noche me quedó el recuerdo de un helado de parchita servido en su concha que era una delicia. Al finalizar la velada, me despedí de nuestros anfitriones, Gisela y Andrés, dándoles de nuevo las gracias, y ofreciéndoles lo que cualquier comensal educado habría ofrecido en el umbral de sus anfitriones:
“La próxima vez comemos en mi casa”.
Y en esas quedamos, pero sí soy educada de palabra, no lo soy tanto de acción. En algún momento planeé una cena para retribuir la gentileza. No logré decidir si una parilla sería demasiado bachiche, si un arroz con pollo el colmo de la ordinariez, o si más bien compraba unos pastichos en el Vía Appia. Y se presentó diciembre, y ahí mismo llegó enero, y la cena no se dio.
La verdad es que más que dejadez, fue un terrible complejo de inferioridad de no estar a la altura de Gisela como anfitriona, no soy muy dotada en esas artes. Después de esa cena tan exquisita, tan detallista, tan especial que me había ofrecido Gisela, yo tan poco detallista, tan poco original, ¿cómo podría retribuirla sin hacer el ridículo?
Por eso aspiraba que a Gisela se le olvidara la bendita cena, después de todo los venezolanos somos expertos en palabras que se las lleva el viento, en promesas incumplidas. Pero Gisela meses después me recordó que quedó pendiente reunirnos en mi apartamento, y que ya había pasado tanto tiempo de mi promesa, que estaba por publicar Sicalipsis, el libro de poemas que tenía años recopilando. Proyecto del cual hablamos esa noche en su casa, y que vio la luz justo un año después de esa primera cena.
Entonces debió ser la oportunidad para cumplir la invitación, pero yo no estaba en Caracas para el bautizo de Sicalipsis, así que ahí quedó. La próxima vez que nos encontramos, en playa Guacuco, como típica habladora de tonterías, volví a insistirle a Gisela que esta vez sí que nos teníamos que reunir cuando llegáramos a Caracas para celebrar Sicalipsis, aunque ya tuviera meses de bautizada.
Estas palabras también se las llevó el viento, o más bien se las comió el salitre porque fueron hechas en traje de baño con una cerveza en la mano, muy de pasada al borde del mar. Cómo imaginar que al regresar a Caracas, Gisela se habría de sentar a esperar a que yo por fin cumpliera la invitación.
Menos mal que no se quedó sentada tejiendo calceta, se sentó frente a su computadora, o quizás tomó una pluma fuente y papel de arroz que son más su estilo, y partiendo del despecho de una cena no retribuida, se puso a escribir una novela que comienza así: “Pasada la hora acordada, en el tiempo de la espera, los minutos se perciben eternos…”.
En vez de rumiar una invitación que quedó en el aire, Gisela se sentó a escribir la historia de una cena dada por Irene, una anfitriona que al igual que ella, tiene una sensibilidad acomplejante para el detalle, pero que a diferencia de Gisela, padece de soledad crónica. A esta cena que tiene como pretexto estrenar su nuevo apartamento, Irene invita cinco comensales, que en apariencia, tienen poco en común, pero que al leer La Cena el lector podrá fácilmente ubicarlos en una ciudad en la que sus habitantes vivimos cada vez más alienados.
Gisela me aseguró que ella como escritora evitó nombrar a Caracas o hacer referencias localistas. En ese sentido fracasó porque en La Cena es imposible no sentir el acento caraqueño, las tradiciones que se heredan, las que el tiempo ha logrado que se vayan perdiendo, el ruido de las cornetas, la música urbana, los sapitos, las chicharras, una alarma que se prende, perros ladrando a la distancia, cristo-fue; tantas sensaciones que nos ubican como habitantes de una ciudad, aunque no estén necesariamente descritas en la novela. Lo importante es que con su pluma, Gisela da la sensación que Caracas, este valle que tanto amamos y tanto padecemos, también está presente en su cena.
Esas seis soledades que una noche se reúnen en torno a una mesa bien servida, son hijos de Caracas.
Leyendo La Cena muchos podremos identificarnos como habitantes de esta urbe cada vez más violenta y enervada: perdidos en promesas incumplidas, separados por tráficos indomables, enajenados en edificios que parecen colmenas. Agresivos. Desconfiados por naturaleza. De un tiempo para acá, hasta pesimistas. Una ciudad de soledades compartidas en la que todavía encontramos algunos momentos de solaz como una cena íntima, o tomando tragos con unos panas, o celebrando el bautizo del libro de una querida amiga, y aunque sea por unas horas, nos sentiremos menos solos, o más acompañados; como hoy celebramos juntos estas páginas que al leerlas develarán a su autora como ser humano y como escritora: amplia y generosa en su manera de ver y sentir la vida, con ese exquisito ojo para el detalle, no sólo de cosas mundanas como el menú perfecto o el encaje de Bruselas de los manteles individuales; sino también para pequeñas pero certeras pistas con las que el lector podrá intuir además de una ciudad, el alma de sus personajes.
Por eso llámenme desfachatada pero no saben cómo me alegro de no haberle cumplido a Gisela, dejarla esperando por una Cena que con mi escasos dotes como anfitriona, dudo habría sido memorable, y aquí en público le prometo no digo yo una cena: un festín, una bacanal, un aquelarre. Pero que se quede sentada esperando, eso sí, frente a su computadora, o con su pluma fuente, para ver con qué maravilla nos sale.
Palabras de presentación de la novela La Cena de Gisela Cappellin, en la Librería El Buscón, 21 de mayo de 2009.
1 comentario:
Piki muy divertida tu presentación...muy hábil nos fuistes llevando de la mano con tus diversos miedos et VOILÁ!!!
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