La abuela de Daniela le está dando otra vez dolores de cabeza: “Se quiere divorciar del abuelo después de más de 60 años de casados”, me cuenta mi amiga desconsolada. “Acompáñame a visitarla para ver si a ti te hace caso”.
Al llegar a casa de los abuelos nos abre la puerta Isabel, la muchacha de servicio, con los ojos hinchados de tanto llorar. Desde la entrada se pueden oír los gritos de los hasta entonces dulces ancianitos:
“¡Mentiroso!”.
“¡Bruja!”.
Quizás el momento no sea el más adecuado para que una persona ajena a la familia haga una visita de cortesía. Daniela insiste: “Quédate, que ahora es que empieza lo bueno”.
La abuela me recibe exaltada: “Yo no puedo seguir casada con ese viejo mentiroso. Lo que hizo no tiene nombre. ¡Pintó al gallo!”.
Los gritos del abuelo se oyen desde el otro lado de la puerta: “¡Vieja mentirosa tú! ¡Y qué sancocho de gallo negro!”.
Isabel corrió a seguir llorando en la cocina y cuando desaparece, la abuela continua su relato: “La pobre Isabel es el origen de todos los problemas. Desde hace días no hace sino llorar escondida detrás de las puertas, al principio no me quería contar que era lo que le estaba pasando, hasta que por fin no aguantó más: ‘Señora, una presencia me está perturbando’.
He vivido lo suficiente para saber que de que vuelan, vuelan; por eso llamé de inmediato a una comadre que es experta en brujas, paleros, santeras y todas esas guarandingas. Cuando le conté que había una presencia fastidiando a la pobre Isabel, la comadre me dijo: ‘sin perder tiempo, agarra a la muchacha y llévala a esta dirección, porque las presencias acaban con los vivos’.
‘A la mañana siguiente, bien tempranito, llamé a un taxi y me llevé a Isabel a ver a un palero, tu sabes, un brujo que se comunica con los muertos. ¡Eso era un horror! Ahí había viejos, jóvenes, mujeres, hombres, ricos, pobres ¡de todo! Algunos llevaban frutas, otros llevaban animales, botellas de alcohol. Pasaron más de seis horas para que nos atendieran, y aunque Isabel tuvo que entrar sola, el palero, que era un cubano gordo vestido con shores y camiseta, nos dio el diagnóstico a las dos: ‘A esta presencia sólo la espanta unos baños con caldo de gallo negro’.
En esta parte del cuento, salió el abuelo de su encierro para continuarlo: “¿Y quién crees tú que fue el zoquete encargado de buscar el gallo negro? ¡Y bajo engaño! Porque estas arpías saben muy bien que yo no quiero saber nada de brujerías, así que la vieja manipuladora, con la mejor de sus sonrisas, me dijo: ‘viejito, tengo un antojo de sancocho de gallo negro’.
' ¿Será una de esas recetas de Sumito Estévez? - me pregunté, pero como en esta casa las que siempre han mandado son las mujeres, sin rechistar, fui al mercado a buscar el gallo negro. Primero fui para Chacao, después para Guaicaipuro, en ningún lado encontraba al bendito gallo hasta que por fin en Quinta Crespo un pollero comprensivo me dijo: ‘No se preocupe mi don, que yo le consigo su gallo negro. Le pintamos uno bien bonito y la doña ni cuenta se da’. Cuando llegué a casa muy orondo con mi gallo negro, las brujas se prepararon inmediatamente para realizar el sacrificio, con la mala suerte de que ese gallo empezó a botar tinta por todos lados, y quién paga los platos rotos”.
Terminado el relato, en casa de los abuelos se volvió a armar la sanpablera. Me despido discreta y dejó a los dos viejitos pelear en paz.
Daniela e Isabel me acompañan hasta la puerta, no puedo evitar preguntarle curiosa a Isabel: “¿Y la presencia?”.
Isabel por primera vez sonríe entre lágrimas: “Ay Adrianita, con este zaperoco la presencia se largó hace rato”.
Publicado en El Nacional - Sábado 25 de Octubre de 2003
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