Una lectora me envió un correo electrónico con la siguiente sugerencia: “un buen tema a tratar en tu columna sería cómo se han ido desapareciendo los ‘por favor’ y las ‘gracias’ en Venezuela. Cada vez es más raro oírlos, ya no las dicen ni en radio ni en televisión”. Le agradecí la idea pero traté de explicarle que con ese tipo de tema prefiero no meterme, porque cuando uno empieza con un sentido “qué es lo que está pasando con las reglas más elementales de cortesía”, seguro termina con un “esta juventud de ahora” que de ipso facto te etiquetará como retrógrada, obsoleta y reaccionaria.
Nada menos vanguardista que estarse metiendo con la juventud. Traté de consolar a la lectora diciéndole que la descortesía parece ser global. Como muestra un botón: un reportaje en El País de España calculaba que el 72 por ciento de los maestros de secundaria madrileños corren el riesgo de sufrir depresiones nerviosas debido al terror que les da entrar al salón de clases. El informe asegura que la juventud de hoy es más indisciplinada y conflictiva que la de hace veinte años, pero también es más desinhibida y exige más de sus profesores. No en balde en las planillas de solicitud de inmigración a Canadá la profesión de maestro tiene uno de los mayores niveles de aceptación -sólo por debajo de los Quiroprácticos-, porque en el siglo XXI para ser profesor de bachillerato hay que tener el carisma de un encantador de serpientes, el coraje de un domador de leones, la destreza de un lanzador de cuchillos, y las necesidades de un faquir para sobrevivir con un sueldo que no admite visitas al psiquiatra, el día a día frente a una tribu de adolescentes con las hormonas revueltas, el vocabulario de Charles Bukowski y el nivel de atención de una libélula.
No, guillo, a mi no me gusta meterme con la juventud, quizás porque si alguna generación fue vapuleada fue la mía, la de los años 80: se nos llamó boba, fatua y poco comprometida. Sé cómo duele ser etiquetado. Sé lo injusto que es generalizar. Pero ahora que soy adulta contemporánea y me la paso haciendo zapping en la radio agobiada de tanta política y música llanera; hace algunos meses se me bajó drásticamente el nivel de tolerancia generacional al toparme con dos locutores de una emisora juvenil jactándose entre carcajadas ficticias de su propia incultura y escasa inteligencia.
Los más puritanos aplauden la ley resorte pero yo como mamá prefiero que mis hijos oigan el “Orgasmo de la A a la Z” como promocionaban en el programa Piel Adentro, que a los “simpáticos” comunicadores que exaltan en horario infantil la necedad como encanto y forma de rebeldía.
Si a mí me perturba la flojera intelectual como modelo de juventud, a otros padres les preocupa más la indisciplina. Los oigo quejarse de que en las escuelas están dejando a los muchachos hacer lo que les venga en gana. Recuerdo que alguna vez fui adolescente, alguna vez le salí con una insolencia a un profesor, me jubilé de matemáticas o me rebelé al sentirme víctima de una nota injusta. Entonces no contábamos con una estricta Ley de Protección al Menor y ante cualquier posible resbalón que ameritara salir en emergencia a buscar un nuevo colegio, nuestros padres nos tenían a raya bajo amenaza de un internado de monjas o una Academia Militar. Hoy, gracias a la Lopna, es casi imposible que un muchacho sea expulsado de su escuela, puede hasta quemarla si le parece divertido. Un arma de doble filo porque les garantiza su irrefutable derecho a la educación pero también les da patente de corso para tratar a los maestros como trapos de limpieza.
Prendo la radio un mediodía de regreso de buscar al chamo el colegio y sonrío con la introducción de “La escuelita no es tan bruta con la madre Teresa de Baruta”, me gusta la irreverencia de jugar con el nombre de una vaca sagrada. También me gusta la idea de un micro que mezcla la cultura y el humor, pero cuando la monjita del programa hace una pregunta en el aula y oigo cómo sus alumnos le responden con todo tipo de insultos: “vieja, apestosa, burra…” antes de demostrar su vasta cultura juvenil, se me borra la sonrisa de la cara, no le encuentro el chiste a reforzar la falta de respeto y la grosería a uno de los oficios más nobles pero ingratos de la vida: ser maestro de escuela.
Publicado hace como tres años en El Nacional.
Nada menos vanguardista que estarse metiendo con la juventud. Traté de consolar a la lectora diciéndole que la descortesía parece ser global. Como muestra un botón: un reportaje en El País de España calculaba que el 72 por ciento de los maestros de secundaria madrileños corren el riesgo de sufrir depresiones nerviosas debido al terror que les da entrar al salón de clases. El informe asegura que la juventud de hoy es más indisciplinada y conflictiva que la de hace veinte años, pero también es más desinhibida y exige más de sus profesores. No en balde en las planillas de solicitud de inmigración a Canadá la profesión de maestro tiene uno de los mayores niveles de aceptación -sólo por debajo de los Quiroprácticos-, porque en el siglo XXI para ser profesor de bachillerato hay que tener el carisma de un encantador de serpientes, el coraje de un domador de leones, la destreza de un lanzador de cuchillos, y las necesidades de un faquir para sobrevivir con un sueldo que no admite visitas al psiquiatra, el día a día frente a una tribu de adolescentes con las hormonas revueltas, el vocabulario de Charles Bukowski y el nivel de atención de una libélula.
No, guillo, a mi no me gusta meterme con la juventud, quizás porque si alguna generación fue vapuleada fue la mía, la de los años 80: se nos llamó boba, fatua y poco comprometida. Sé cómo duele ser etiquetado. Sé lo injusto que es generalizar. Pero ahora que soy adulta contemporánea y me la paso haciendo zapping en la radio agobiada de tanta política y música llanera; hace algunos meses se me bajó drásticamente el nivel de tolerancia generacional al toparme con dos locutores de una emisora juvenil jactándose entre carcajadas ficticias de su propia incultura y escasa inteligencia.
Los más puritanos aplauden la ley resorte pero yo como mamá prefiero que mis hijos oigan el “Orgasmo de la A a la Z” como promocionaban en el programa Piel Adentro, que a los “simpáticos” comunicadores que exaltan en horario infantil la necedad como encanto y forma de rebeldía.
Si a mí me perturba la flojera intelectual como modelo de juventud, a otros padres les preocupa más la indisciplina. Los oigo quejarse de que en las escuelas están dejando a los muchachos hacer lo que les venga en gana. Recuerdo que alguna vez fui adolescente, alguna vez le salí con una insolencia a un profesor, me jubilé de matemáticas o me rebelé al sentirme víctima de una nota injusta. Entonces no contábamos con una estricta Ley de Protección al Menor y ante cualquier posible resbalón que ameritara salir en emergencia a buscar un nuevo colegio, nuestros padres nos tenían a raya bajo amenaza de un internado de monjas o una Academia Militar. Hoy, gracias a la Lopna, es casi imposible que un muchacho sea expulsado de su escuela, puede hasta quemarla si le parece divertido. Un arma de doble filo porque les garantiza su irrefutable derecho a la educación pero también les da patente de corso para tratar a los maestros como trapos de limpieza.
Prendo la radio un mediodía de regreso de buscar al chamo el colegio y sonrío con la introducción de “La escuelita no es tan bruta con la madre Teresa de Baruta”, me gusta la irreverencia de jugar con el nombre de una vaca sagrada. También me gusta la idea de un micro que mezcla la cultura y el humor, pero cuando la monjita del programa hace una pregunta en el aula y oigo cómo sus alumnos le responden con todo tipo de insultos: “vieja, apestosa, burra…” antes de demostrar su vasta cultura juvenil, se me borra la sonrisa de la cara, no le encuentro el chiste a reforzar la falta de respeto y la grosería a uno de los oficios más nobles pero ingratos de la vida: ser maestro de escuela.
Publicado hace como tres años en El Nacional.
2 comentarios:
Pues todo lo que apuntas es rigurosamente cierto.
Me pasa lo mismo porque ya dejè de ser la mamà de una niña y pasè a ser ¡ay mamà! de una adolescente. Un bonito homenaje a esos hèroes olvidados que son los maestros y que hoy en su dìa, se toman unas horas de descanso.
Mitchele, siempre que puedo les echo su flor porque con el paso de los años es que nos damos cuenta la importancia que tuvieron en nuestras vidas determinados maestros, y el nivel de dedicación e inteligencia que hace falta para ser un buen educador.
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