En un futuro cuando mis nietos me pidan que les cuente la Venezuela de diciembre del 2002, el año de nuestro descontento, quizás la memoria me falle y no me acuerde de los buques petroleros con nombres de misses anclados en alta mar, ni de una Caracas fantasma que sólo despertaba para las marchas cotidianas, ni de los cacerolazos nocturnos que sonaban en enormes procesiones, ni de las largas colas para poner gasolina o para cambiar un cheque en el banco, quizás no me acuerde que comer arepa era un lujo y tomar refrescos o cervezas una exquisitez; pero de algo estoy segura: jamás podré olvidar la primera patinata del pequeño Ozzie.
En ese limbo que vivió Venezuela en diciembre del 2002 con el paro cívico-petrolero, los principales penitentes fueron los niños. Nuestra familia no era la excepción: Camila e Isabel no sufrieron tanto porque desempolvaron sus juegos de mesa y entre Sospecha y Rummikub mataron la monotonía, pero el pequeño Ozzie, a sus casi tres años, no lograba tirar el dado sin perderlo debajo del sofá. Mi niño, que no sabe quién es Carlos Ortega, mucho menos César Gaviria, que puede ver a José Vicente Rangel sin erizarse y el presidente Chávez le parece comiquísimo, no entendía porqué de repente sus padres en vez de llevarlo al kinder, al parque, a visitar a sus primitos, o a jugar pelota, preferíamos pasar todo el día frente a la televisión ¡por lo menos si fueran comiquitas! Pero no, horas y horas viendo un barcote parado detrás de un puente o a un señor de bigotes gritar hasta el cansancio: ¡Oootra llamada más!
Ozzie tampoco comprendía porqué el Niño Jesús, siempre tan generoso, esa Navidad tan solo le había traído plastilinas y un spiderman pequeñito. ¿Y el balón de fútbol? ¿ Dónde quedó la bicicleta? En vísperas de sus tres años el pequeño Ozzie empezó a tener la inquietante certeza de que la vida, después de todo, no era perfecta. La noche de Navidad, en medio de esta párvula crisis existencial, cuando en lugar de cacerolas oímos el atormentante sonido de una miniteca, los niños, que tenían tres semanas enclaustrados, asumieron como una aventura descifrar el origen de la misteriosa changa. El fanático de mi marido nos acompañó bajo protesta: “¿A quién se le ocurre hacer fiestas en estos días?” Pero nadie podía parar a las claustrofóbicas criaturas, nos pusimos los zapatos y a la calle se ha dicho.
Si algo tenemos que agradecer los timoratos habitantes de las urbanizaciones caraqueñas a este paro indefinido es haberle perdido el miedo a la calle. La escasez de la gasolina y marchar autopistas enteras armados con pitos y banderas nos convirtieron en expertos caminantes en una capital de aceras estrechas. Caminamos en la oscuridad de la noche tres o cuatro cuadras para abajo, dirección al barrio vecino, para ver de dónde venía el estruendo. Poco antes de llegar a la calle principal de mi pequeña urbanización, grandes cartelones anunciaban: “Patinata vecinal”. Nuestra vecindad, antes del paro tan fría y poca humana, había obstruido el paso de la calle principal para que los niños montaran patines, monopatines y bicicletas.
Rápidamente regresamos al edificio, nos metimos en el maletero para quitarle las telarañas a las bicicletas que sólo eran usadas alguno que otro domingo en la avenida Río de Janeiro. El fanático de mi marido sacó la tripa para inflar los cauchos y pronto las bicicletas de las niñas estuvieron listas para recorrer por primera vez las calles de su urbanización, pero el pequeño Ozzie, por ese karma de ser el benjamín de la familia, tenía una bicletica vieja que había pertenecido a sus hermanas y cuyas ruedas, por tantos años de uso, ya estaban desahuciadas. Pero él no se rendía, si el Niño Jesús no le había traído la bicicleta de sus sueños, con esa bastaría, pero por nada del mundo los chamos del vecindario lo verían pedaleando un triciclo fucsia y lila, otra denigrante herencia de sus hermanas.
Al llegar a la patinata las niñitas rápidamente se perdieron de vista como potros que por fin se ven libres después de un largo encierro, en cambio el pequeño Ozzie le tocó sufrir valientemente con su bicicletica despichada mientras los demás niños lo pasaban raudos con sus flamantes patines y bicicletas. Sentados en las aceras y arriba de los carros, los padres contemplábamos con adoración cómo nuestros hijos eran felices por primera vez en mucho tiempo. En el extremo oeste de la calle, algunos vecinos del barrio conversaban entre ellos mientras sus niños se mezclaban alegremente en la fiesta de las ruedas, así pudimos ver como la linda Alejandra de larga cabellera platinada patinaba sobre el pavimento como una diosa escandinava mientras el pequeño Alexis, elegantemente trajeado con sus galas navideñas, estrenaba la bicicleta que le había traído el niño Jesús.
Mi pequeño Ozzie, contagiado por la alegría del momento, decidió abandonar los prejuicios, agarró el triciclo fucsia y lila y empezó a pedalear con fuerza. A cada rato se caía, siempre frente a dos pavitas que lo socorrían a besitos. La calle se llenó no sólo de padres y niños, sino también de viejitos, adolescentes, parejas de todas las edades; alguno que otro cascarrabias se quejó de este trancazo festivo: “Cómo es posible, en este país no hay ley”. Por un momento me sentí que estaba viviendo en otra Venezuela y cuando un desatinado a las ocho de la noche quiso aprovechar el momento para darle a su cacerola, fue tan frío el recibimiento, que la tuvo que guardar avergonzado.
A las nueve salió el condimento que faltaba, la pelota de futbolito que unió a los habitantes del barrio con los de la urbanización, pero ya era tarde, nuestra familia decidió irse porque el pequeño Ozzie lloraba malcriado... él también quería jugar. A pesar de las lágrimas de mi niño, lágrimas de cansancio y felicidad, puedo asegurarles que el recuerdo de esa linda noche, la noche de la primera patinata del pequeño Ozzie, jamás la podré olvidar.
Adriana Villanueva
Navidad 2002. Ilustración para Nojile de Rogelio Chovet.
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