Hace algunos días volví a ver Alice (1990) en televisión por cable. Y aunque para muchos esta comedia protagonizada por Mia Farrow representa el comienzo de la decadencia de Woody Allen, a mí me encanta la historia de esta ama de casa casada con un médico multimillonario, madre de dos lindos niños que después de 16 años visitando a diario las tiendas más caras de Manhattan, asistiendo a galas benéficas y redecorando su apartamento en la Quinta Avenida, acude a un acupunturista chino para ver si le encuentra algún sentido a su vida.
No se asusten, no me siento identificada con Alice, pero no niego que disfrutaría un mundo las misteriosas hierbas que dan el don de la invisibilidad, y ni se diga su tarjeta dorada que se desliza sin miedo por las exclusivas tiendas de Madison Avenue. Definitivamente, Alice no soy yo, aunque haciendo memoria hace mucho tiempo conocí a una Alice que también llevaba una vida privilegiada neoyorquina.
Fue a fines de los años setenta, recién cumplidos 15 años mis padres me mandaron a un internado en las afueras de la ciudad de Nueva York para que aprendiera inglés. Mi vecina de cuarto, Alice, era una linda chica algo mayor que yo, de larga melena rubia y temperamento vaporoso.
Un anacronismo de los años sesenta: parecía una de esas flower girls que bailó en Woodstock bajo la lluvia. Y yo de lo más Fiebre del Sábado por la Noche. Sin embargo, nos hicimos buenas amigas y cuando al cabo de un año regresé a Caracas, nos prometimos: “We´ll keep in touch” .
Promesa que ninguna de las dos cumplió.
26 años después, viendo como la Alice de Mia Farrow sigue sus impulsos altruistas, me pregunté qué camino habrá tomado mi amiga Alice: ¿será una activista que marcha contra la invasión a Irak? o ¿se habrá dejado llevar por el lujo de la Gran Manzana y hoy es una matrona de la alta sociedad?
No se asusten, no me siento identificada con Alice, pero no niego que disfrutaría un mundo las misteriosas hierbas que dan el don de la invisibilidad, y ni se diga su tarjeta dorada que se desliza sin miedo por las exclusivas tiendas de Madison Avenue. Definitivamente, Alice no soy yo, aunque haciendo memoria hace mucho tiempo conocí a una Alice que también llevaba una vida privilegiada neoyorquina.
Fue a fines de los años setenta, recién cumplidos 15 años mis padres me mandaron a un internado en las afueras de la ciudad de Nueva York para que aprendiera inglés. Mi vecina de cuarto, Alice, era una linda chica algo mayor que yo, de larga melena rubia y temperamento vaporoso.
Un anacronismo de los años sesenta: parecía una de esas flower girls que bailó en Woodstock bajo la lluvia. Y yo de lo más Fiebre del Sábado por la Noche. Sin embargo, nos hicimos buenas amigas y cuando al cabo de un año regresé a Caracas, nos prometimos: “We´ll keep in touch” .
Promesa que ninguna de las dos cumplió.
26 años después, viendo como la Alice de Mia Farrow sigue sus impulsos altruistas, me pregunté qué camino habrá tomado mi amiga Alice: ¿será una activista que marcha contra la invasión a Irak? o ¿se habrá dejado llevar por el lujo de la Gran Manzana y hoy es una matrona de la alta sociedad?
Si de algo sirve vivir en esta era globalizada, es que con una sencilla búsqueda por Internet y un poco de suerte, el destino de Alice dejaría de ser un misterio, así que escribí su nombre completo en Google, y con los dedos cruzados le di a la tecla de buscar. A los pocos segundos ahí estaba: ya no tan delgada, con anteojos, tatuada, pero la misma Alice que me enseñó a bailar las canciones de The Rocky Horror Picture Show.
Dragonflies Dreams, la página web de Alice, me puso rápidamente al día: divorciada, sin hijos, vive en Santa Fe, Nuevo México. El arte le sale hasta por los poros, y no es una figura literaria, Alice está tatuada de hombro a hombro con flores y libélulas, además de ser una de las principales exponentes del Mail Art (arte de correo) una cofradía de artistas que creen que el arte no se debe limitar a paredes y a museos, sino que es una energía que debe fluir, por eso los seguidores del Mail Art meten sus obras en sobres y se las envían los unos a los otros para exponerlas en lugares inusitados como el baño de un bar en Montpellier o un domingo en la tarde en algún parque de Kuala Lumpur.
Pero no todo es arte en la vida de Alice, a pesar de adorar a sus padres adoptivos, sintió la necesidad de encontrar a su familia biológica, lo logró, y aunque su madre biológica murió antes de que ella la conociera, hoy tiene una estrecha relación con sus medio hermanos. Ni tampoco todo es felicidad en la vida de Alice, en diciembre de 2000, en una visita de rutina a su ginecóloga, le sintió un pequeño bulto en un pecho que resultó ser cáncer.
Apenas supo el diagnóstico, Alice comenzó a publicar en Internet un diario narrando su travesía por el cáncer de mama escrito sin sentimentalismos, con cierto sentido de humor, un poco de rabia, algo de “por qué a mí”, pero también con mucho hay que echarle pichón.
Cinco años después, Alice sigue pintando flores y libélulas que viajan libres por el mundo. Ya no se pregunta “¿Por qué a mí?” Ella sabe que una de cada nueve mujeres se enfrentará en algún momento de su vida a ese temible diagnóstico que hoy no implica una sentencia a muerte, porque gracias a la detención temprana, el cáncer de mama es uno de los más curables.
Como octubre es el mes de los lacitos rosados, quise recordarles que hay que palparse los pechos mensualmente, y que después de los cuarenta, nos sale nuestra mamografía anual. Y qué mejor manera de hacerlo que contándoles de Alice, de su hermosa vida que se hizo más hermosa tras combatir el cáncer.
Dragonflies Dreams, la página web de Alice, me puso rápidamente al día: divorciada, sin hijos, vive en Santa Fe, Nuevo México. El arte le sale hasta por los poros, y no es una figura literaria, Alice está tatuada de hombro a hombro con flores y libélulas, además de ser una de las principales exponentes del Mail Art (arte de correo) una cofradía de artistas que creen que el arte no se debe limitar a paredes y a museos, sino que es una energía que debe fluir, por eso los seguidores del Mail Art meten sus obras en sobres y se las envían los unos a los otros para exponerlas en lugares inusitados como el baño de un bar en Montpellier o un domingo en la tarde en algún parque de Kuala Lumpur.
Pero no todo es arte en la vida de Alice, a pesar de adorar a sus padres adoptivos, sintió la necesidad de encontrar a su familia biológica, lo logró, y aunque su madre biológica murió antes de que ella la conociera, hoy tiene una estrecha relación con sus medio hermanos. Ni tampoco todo es felicidad en la vida de Alice, en diciembre de 2000, en una visita de rutina a su ginecóloga, le sintió un pequeño bulto en un pecho que resultó ser cáncer.
Apenas supo el diagnóstico, Alice comenzó a publicar en Internet un diario narrando su travesía por el cáncer de mama escrito sin sentimentalismos, con cierto sentido de humor, un poco de rabia, algo de “por qué a mí”, pero también con mucho hay que echarle pichón.
Cinco años después, Alice sigue pintando flores y libélulas que viajan libres por el mundo. Ya no se pregunta “¿Por qué a mí?” Ella sabe que una de cada nueve mujeres se enfrentará en algún momento de su vida a ese temible diagnóstico que hoy no implica una sentencia a muerte, porque gracias a la detención temprana, el cáncer de mama es uno de los más curables.
Como octubre es el mes de los lacitos rosados, quise recordarles que hay que palparse los pechos mensualmente, y que después de los cuarenta, nos sale nuestra mamografía anual. Y qué mejor manera de hacerlo que contándoles de Alice, de su hermosa vida que se hizo más hermosa tras combatir el cáncer.
Artículo publicado en El Nacional en octubre de 2005. La ilustración para Nojile: Rogelio Chovet.
1 comentario:
que buen articulo mi Piki querida...
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