miércoles, 9 de abril de 2008

Brokeback Mountain en Caracas



En 1987 Moisés Kaufman hizo sus maletas y abandonó Venezuela para irse a vivir en Nueva York. Este joven administrador egresado de la Universidad Metropolitana con una insaciable pasión por el teatro, sintió que en su condición de homosexual judío con inquietudes artísticas, Caracas se le iba a hacer chiquita, y como cientos de miles de jóvenes soñadores del mundo entero, a los 23 años buscó probar fortuna en la gran ciudad entre las grandes ciudades. Y lo logró. Vaya si lo logró.
Quince años después de su partida, Kaufman es director del Tectonic Theater Project y autor de tres obras que se han presentado con gran éxito tanto en Off como en Off-Off-Broadway, como de costa a costa de los Estados Unidos: Gross Indecency: the three trials of Oscar Wilde (sobre el juicio por actos obscenos contra el dramaturgo victoriano), The Laramie Project (sobre el asesinato de un joven homosexual en un pequeño pueblo del oeste contemporáneo norteamericano) y I Am my own wife (la historia de un transformista alemán). Nominado para cuanto premio teatral es posible ser nominado en los Estados Unidos, aquí en Venezuela el trabajo de Kaufman todavía está por conocer.
Y si a usted se le ocurre ir a un cine caraqueño a ver la última película de Ang Lee: Brokeback Mountain (El secreto de la montaña), entendería por qué.
Aplaudida por la crítica y favorita al Oscar, esta historia de amor que rompe parámetros al ser protagonizada por el gran arquetipo de la masculinidad de la cultura occidental: un par de vaqueros, le cuesta encontrar almas solidarias en los cines caraqueños. Tampoco es una idea muy afortunada verla un lunes popular en el Multiplex de un centro comercial a las siete de la noche entre parejas que se conquistan compartiendo cotufas, refresco y CriCri; de jóvenes fornidos con camisas tornasoladas y pantalones ajustados; y de maridos furiosos porque a quién se le ocurre llevarlos a ver a “dos mangazones dándose latas en un barranco”. Y una ahí sentadita, cansada de mandar a callar a los vecinos, fastidiada de tantos: “¡Ayyy vale!” “¡Se perdió esa cosecha!" "¡Qué agua tan fría!” y convencida de que no hay plan Robinson que valga contra los semianalfabetas que van al cine para practicar la lectura de los subtítulos a pleno gañote.
Al final de la película, ni siquiera el proyeccionista espera a que se terminen los créditos, en fila india de lo más civilizados para botar los refrescos a medio tomar y el pote de cotufas vacío, hay que oír los comentarios de los imbéciles que no hicieron sino hablar imbecilidades durante toda la película.
- ¿Qué te pareció?
- Más o meeenos.
- Muy lenta, ¿verdad?
Y la cola para abandonar la sala nada que avanza.
- No sé cual es la alharaca de está película.
- Ahí no pasa nada.
Esos son los momentos en los que uno se tiene que morder la lengua para no gritar: “¡No pasa nada! ¡Cómo qué no pasa nada! ¡Es una historia de amor imposible! ¡Cuántos obstáculos se deben enfrentar este par de enamorados para que el público venezolano considere que en la película está pasando algo!”.
Entonces uno entiende a los Moisés Kaufman de esta vida, y se alegra por ellos, porque han logrado romper barreras en un mundo mucho más grande que esta Caracas todavía provinciana.

Ficción Breve, 2005.

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