viernes, 25 de abril de 2008

El che en Madison Avenue



No hay que ser Carrie Bradshaw o una de sus glamorosas amigas del añorado programa de HBO: Sexo y la ciudad, para saber que Madison Avenue es el epicentro de las tiendas más exclusivas de Manhattan. Armani, Valentino, Givenchy, Versace, Carolina Herrera son sólo cinco de las casas de moda que ofrecen sus colecciones a gustos exquisitos con chequeras ilimitadas. Trapos divinos que hacen portada en Bazaar, Vogue y Elle. Nada de Gap, Old Navy, ninguna tienda de consumo masivo. En la parte alta de Madison Avenue sólo se sirve caviar.
Por eso hace unas semanas, cuando en una visita a Nueva York un domingo me encontré con la elegante calle Madison tomada por una barricada de vendedores ambulantes, anhelando conseguir a precios de gallina flaca un par de Manolos o un vestido vintage de Tom Ford, hice lo que cualquier mujer con cierta pasión por la moda y con presupuesto del Tijerazo habría hecho en mi lugar: sumergirme de cabeza en lo que pensé sería el mercado de pulgas más fashion del mundo.
Poco duró mi epifanía: no había terminado de cruzar la entrada al mercado de buhoneros cuando en el primer tenderete me topé con decenas de franelas estampadas con un atractivo rostro que de tan lugar común sólo me inspira fastidio: el Che Guevara. “¡Oh no, la revolución me persigue!”, pensé. A su lado se exhibían diversos estereotiposdel inconformismo del siglo veinte: John Lennon, la hoja de marihuana, la boca de Mick Jagger y por supuesto, Bob Marley. Habría creído sincera tanta rebeldía de no estar acompañada por franelas del conejito de Playboy, del departamento de policía de Nueva York, del FBI, de Abercrombies piratas, y las infaltables I(corazón)NY.
A pesar de que este mercado de economía informal nada tenía que ver con el espíritu de Madison Avenue que esperaba, como buena caraqueña, me repuse rápido de la desilusión y en cuestión de segundos estaba en ambiente curucuteando la más variopinta mercancía: pashminas, budas y dragones, bisutería, estuches de Ipods, fotos de la ciudad, taxis amarillos miniatura, comida árabe, granizados, artesanías africanas, alfombras persas, ropa hindú, lectores de manos, masajistas chinos; pero nada me sorprendió tanto como que cada dos cuadras de las quince que tenía tomadas el bazar, había un carrito que ofrecía: “Arepas”. Los gringos, sintiéndose exotiquísimos y a tono con el feeling global (que no es lo mismo que globalizado),hacían cola para degustarlas. Al acercarme a uno de estos carritos vi con estupor que en lugar de nuestras deliciosas arepas de maíz pilado, los neoyorquinos devoraban de lo más complacidos un par de cachapas con queso blanco en el medio.
Si cada dos cuadras vendían arepas cachapizadas, cada diez pasos había un puesto ofreciendo franelas de rebeldía retro. De tanto verlas me dio un repentino antojo por comprarme la más bonita: la roja con la hoz y el martillo. Siempre me ha encantado la iconografía soviética. Me imaginaba en Caracas con mi franela ajustada en la cinturacon una correa de mi mamá de los años setenta y a todo el que me preguntara si me había metido a oficialista, contestarle condescendiente que si acaso ignoraba que la nostalgia revolucionaria es la última moda en Nueva York.
Después de todo, Madison Avenue no sólo es la calle de la alta costura sino también de las grandes agencias publicitarias. Laboratorio del consumismo, de la moda, de lo efímero, de las necesidades creadas. Así es como Jean Paul Gaultier utiliza la imagen del Che para promocionar sus lentes de doscientos dólares, Madonna la boina negra para vender su último disco y las tiendas Gap tienen como leitmotiv de su colección de verano 2006 a Ashbury y el movimiento hippie de paz y amor del año 1969. Fórmula segura sacar ganancias multimillonarias del masivo sentimiento antimperialista que inspira la guerra de Irak, sin tener que apostar por símbolos nuevos.
Pensando precisamente en los símbolos nuevos, esa soleada tarde de fines de mayo en la avenida Madison sufría ante la posibilidad de que entre tantos Ches y John Lennons, no me fuera a encontrar en los tablones neoyorquinos franelas como las que venden en el centro de Caracas con la estampa del presidente venezolano uniformado de comandante en jefe con cachucha, condecoraciones y banda tricolor. Gracias a san Bob Marley que no, el único símbolo contemporáneo entre tanta nostalgia inconformista era la imagen del cantante colombiano Juanes con su guitarra guindada de lado luciendo la camisa negra que anuncia: “Se habla español”.

Publicado en El Nacional creo que junio de 2006

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